No veo a Goya en Burdeos
Por José Luis Muñoz , 18 diciembre, 2014
Llego a Burdeos siguiendo el Garona, mi río pirenaico, desde Arán durante sus 525 kilómetros; cuesta reconocerlo en esa ancha avenida de agua, próximo al estuario, que paso por el Puente de Piedra cuyos pequeños arcos circulares no permiten la circulación de gabarras más allá de él. Llego a Burdeos con diez años de retraso, cuando mis tíos exiliados de la guerra civil, que vivieron tantas vicisitudes y sobrevivieron a tantísimas adversidades, en la España cainita y en la Francia sometida al horror nazi, ya murieron como murió prematuramente un primo que me llevaba seis años y como murió, en su memoria y en la mía, una prima de la que ya nunca más supe: los que uno va dejando por el camino. Llego a Burdeos con una fina llovizna, tipo aspersor de pescadería, que no cesa y bajo un cielo gris manso que no se abre, y pienso en Goya, que estuvo en la ciudad, exiliado de España por ese rey infame, Fernando VII, que me recuerda a otro político infame que hace poco tuvimos, y que murió junto al Garona tras hacer unos cuantos grabados taurinos, pintar algunos retratos y dejar La lechera de Burdeos, su obra póstuma; sordo, medio ciego, malhumorado, como lo retratara Carlos Saura en Goya en Burdeos y lo interpretara Paco Rabal. Burdeos, el vino. Burdeos, el color rojo de ese vino.
La Perla de Aquitania es una ciudad húmeda con algo más de doscientas mil almas. Me doy cuenta de ello nada más llegar: el río, quizá el mar, más allá. Burdeos, al menos el centro histórico, el que es conocido como el Puerto de la Luna (hay una luna en su escudo, sobre el agua del Garona y bajo una muralla urbana), es pulcro y me parece decididamente conservador y civilizado del mismo modo que Toulouse, otra ciudad bañada por el Garona, me parece roja y ácrata. A esta Bella Durmiente, otro de los apelativos que tiene la capital de Aquitania, lo cruzan en todos los sentidos impecables tranvías de un gris elegante, silenciosos y largos como gusanos, que se deslizan por un entramado de vías y llevan al viajero a cualquier parte de la ciudad, sin tendido eléctrico al pasar por el centro histórico, cuando se comprobó que hacer un metro subterráneo era irrealizable. Por eso hay poca circulación, y quien circula lo hace sobre las dos ruedas de su bicicleta.
En la plaza Pey-Berland la catedral de San Andrés, parcialmente y muy mal restaurada por una parte, y con las paredes ennegrecidas que piden a gritos una limpieza de la piedra, por la otra, me abre sus puertas con un pedigüeño en ellas. El interior de este modesto y pobretón templo gótico, edificado sobre uno románico del siglo XI del que queda algún vestigio, está a tono con su exterior. Lo que más destaca es un órgano gigantesco y un historiado púlpito de mármol que están restaurando ruidosamente unos operarios.
El ayuntamiento ocupa otro de los lados de la plaza Pey-Berland que preside la catedral en su centro, lo que fuera el Palacio Rohan del siglo XVIII, pero no me apetece entrar, así es que tomo la Avenida de Alsacia y Lorena, recorrida por los silenciosos tranvías en uno y otro sentido, y me asombro de la edificación regia a derecha e izquierda, casas de no más de cuatro plantas abuhardilladas y cortadas por el mismo patrón que otorgan un aire parisino a toda la ciudad: no en balde se alzaron 5.000 edificios en el siglo XVIII, prueba del desarrollo mercantil de la ciudad, cuando Burdeos era un importante puerto comercial.
El muelle Richelieu, en la orilla derecha del ancho Garona, por donde circulan tranvías y vehículos, cambia su nombre por el de la Aduana cuando pasa por la Plaza de la Bolsa, el lugar más bello y emblemático de Burdeos. Víctor Hugo definió la ciudad como resultante de sumar Versalles a Amberes, y le doy la razón. Allí, junto al río, dos palacios versallescos, el de la Aduana y el de la Bolsa, y otro central, más pequeño, bordean en semicírculo ese espacio abierto en cuyo centro hay una fuente con las Tres Gracias… sin agua, y eso que el Garona está a tiro de piedra y no hay excusa.
No es la de las Tres Gracias la única fuente que no tiene agua. Tras el parque de Quinconces, el espectacular monumentos a Los Girondinos, un obelisco flanqueado por dos impresionantes fuentes de hermosas esculturas de bronce de caballos marinos encabritados y hermosas sirenas, dedicadas a la República y a la Concordia, carecen también de agua. Ese grupo escultórico de más de una treintena de figuras es quizás una de las joyas de Burdeos por la fuerza de esos caballos encabritados y la serena belleza de las figuras femeninas que me recuerdan a alguien que conocí en otra vida o quizá soñé.
El paseo central de la Avenida del 30 de julio está repleto de tenderetes en donde se vende artesanía, pintores exponen sus cuadros, se expenden bocadillos y bebidas para consumir, olorosos quesos provocan rechazo y hasta se fríen churros. Cuando el paseo muere en la Plaza de la Comedia uno queda gratamente sorprendido por las dimensiones del Gran Teatro, un edificio de estilo neoclásico con aspecto de templo grecorromano y un pórtico con 12 columnas corintias, en donde los bordeleses disfrutan de sesiones de ópera y ballet. Burdeos es una ciudad culta y civilizada, por los tranvías y porque no hay grafitis.
El centro histórico, reducido, tiene una serie de puertas de acceso que debieron corresponder a la antigua muralla medieval. La de Borgoña es un arco de triunfo sin demasiada gracia, pero la Porta Cailhau parece el torreón de un castillo medieval, con pequeñas almenas y una serie de torreones con techados cónicos bajo los que luce un reloj historiado.
Hay que dejarse llevar por las corrientes humanas multiculturales, el magma de la descolonización, de las calles comerciales de Burdeos, casi todas peatonales y que irradian, como un sol, del mercado des Grands Hommes, hoy centro comercial que nada tiene que ver con los cátaros. De la Plaza Gambetta, en cuyo suelo hay una enorme tortuga de bronce con su cría, parte la avenida de la Intendencia, una de las calles más populares de la ciudad a la que abren sus puertas tiendas de batalla. El entramado de calles, algunas estrechas y retorcidas que parecen no llevar a ninguna parte, invitan a aventurarse dejando las amplias avenidas por donde circulan esos impecables tranvías gris perla y uno se encuentra entonces con rincones tétricos y pobres, escalones tapizados de musgo porque por allí nunca tocó el sol, hierros herrumbrosos. Por una de ellas, próxima a la modesta iglesia gótica de Saint Remi, se apostan las mujeres que alquilan sus cuerpos y esperan a algún cliente, pocos en época de crisis, leyendo libros, revistas o diarios sobre sillas plegables en aceras estrechas y húmedas en las que se encajonan; no son especialmente atractivas, tampoco especialmente jóvenes, ni se muestran especialmente sexys como las de la calle de La Montera de Madrid sino todo lo contrario. El sexo de pago está relegado en Burdeos a su zona más umbría y lúgubre.
A la derecha de la calle Víctor Hugo se extiende el barrio musulmán con su mezquita, sus carnicerías, sus teterías y librerías islámicas. Sorprende encontrar en ese enclave multirracial y predominantemente islámico una de las joyas góticas de la ciudad, la enorme basílica de Saint Michel, tras el torreón afilado que es la Fleche, el campanario de 114 metros de altura separado del edificio, en la enorme plaza Canteloup. El interior del templo, de tres enormes naves, no desmerece de su exterior aunque uno eche de menos los vitrales antiguos sustituidos por nuevos decididamente espantosos en su modernidad.
Decido acercarme, porque lo veo de lejos, a un enorme y lóbrego caserón, con aspecto de castillo, que se alza frente al puente San Juan, a orillas del Garona aprovechando que la llovizna me da una pequeña tragua. El Chateau Descás perteneció a un rico comerciante en vinos, Jean Descás, que contrató al arquitecto Alphonse Ricard, para edificar su palacio en 1881 sobre una antigua fábrica. La fachada de ese inmenso palacio reúne cariátides que representan a Mercurio, dios del comercio, y La Viña, mascarones, sellos, balconadas enormes y frontones barrocos mientras de su tejado emergen gigantescas chimeneas. Alguno de sus herederos, imagino, debió dilapidar la fortuna familiar en vez de aumentarla y el resultado es una mansión en ruinas que pide a gritos una pronta restauración. El palacio permanece cerrado a cal y canto desde que alguien quiso convertirlo en restaurante y fracasó en su empeño. Incomprensiblemente el ayuntamiento de Burdeos parece decidido a que ese hermoso edificio, que debe figurar en el patrimonio urbanístico de la ciudad, se eche a perder.
De regreso al centro, mientras anochece, la casualidad me hace desembocar en la plaza de Renaudel y admirar la fachada del enorme templo románico de la Santa Cruz empezado a edificar en el siglo XI y víctima de sucesivas remodelaciones que han intentado aunar lo moderno con lo antiguo. El pórtico y las torres es lo más auténtico que queda de este templo que glosó Stendhal antes de que un tal Paul Abadie hiciera estragos en el conjunto.
Sigue cayendo esa lluvia persistente del norte y busco un refugio cálido para secarme. Tomo un café en una de esas pequeñas mesas redondas de mármol de un solo pie, tan típicas de los establecimiento parisinos, en un local del que yo soy el único cliente a esa hora. Me frustra algo más que el mal tiempo que no me ha impedido recorrer la ciudad de un extremo a otro: no encontrar ningún parlamento, por ejemplo, sino una fuente, seca, en la Plaza del Parlamento que me cuesta encontrar; no comprar ningún vino Burdeos, a pesar de que entro en varias vinotecas, porque el precio de las botellas, entre 30 y 90 euros, me parece excesivo y del asequible a mi bolsillo desconfío; no encontrar rastro alguno de Goya en Burdeos, por lo que tendré que volver a ver la película de Carlos Saura.
Y mientras apuro ese buen café hago mentalmente un juego de palabras entre escultura, que he visto unas cuantas, y escultural, aplicado a lo que tiene las proporciones y los caracteres bellos de una escultura. En mi mente. En mi memoria.
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