Club de lectura
Por José Luis Muñoz , 6 junio, 2019
Voy a contar una experiencia ilustradora sufrida en un club de lectura sin que ello suponga su desacreditación, un club de lectura femenino, circunstancia que remarca la teoría de que en este país solo las mujeres leen o los hombres son tan autosuficientes que no necesitan de clubes de lectura para comentar con otros lectores, o con su autor, un libro que ya han leído.
La segunda pregunta de una de las lectoras más incisivas del grupo me descolocó tanto como su cuestionamiento previo del titulo del libro. Lo de que me pidan explicaciones sobre el titulo de un libro era algo que jamás me había pasado. Empezamos bien, me dije, si ya ni les gusta el título. Defendí, al parecer sin mucho poder de convicción, que el siniestro protagonista de mi novela fuera un lobo por solitario, sangriento y depredador. Planeaba Hobbes en mi cabeza cuando deseché títulos alternativos como “El carnicero de Mauthausen” o “Doctor Muerte”. Mi lectora se irritó por equiparar asesino / lobo y quizá tuviera razón y debía haber titulado la novela como “El rastro del chacal”, pero el titulo me habría remitido inexorablemente al bestseller de Frederic Forsyth. La lectora que tomaba las riendas del club, con el asentimiento de las demás, me hizo, tras su observación sobre un titulo que no le gustaba, o no encontraba procedente, una pregunta determinante, nuclear: ¿Para qué tipo de lector escribo? Me estaba reprochando el que no escribiera para ella, seguramente porque mi libro no le había gustado.
La encrucijada era apasionante y además, arrinconado físicamente en el extremo de una mesa y con una pared a mis espaldas, no tenía posibilidad de escape a no ser que tuviera poderes y cruzara la cristalera que me barraba el paso. Adictos a los masajes literarios por parte de los que nos leen, los escritores, malditos vanidosos egocentristas, no estamos acostumbrados a ser censurados, pero recomiendo la experiencia. Superada la perplejidad inicial, respondí que en lo que menos pensaba cuando escribía era en quien leería mi novela, que si así lo hiciera dejaría de ser mi escritura un acto de libertad suprema y mermaría mi creatividad, que uno debe escribir para sí mismo o corre el riesgo de convertirse en un impostor, y si resulta que las historias que le brotan a uno de la imaginación interesan a terceros, miel sobre hojuelas. Tras una pausa dije que, en efecto, abundan los escritores que escriben para sus lectores obras impostadas, huecas, que no hieren a nadie y gustan a todos, y ahí radica su éxito comercial, que los escritores que no queremos pasar por el aro, o somos literalmente incapaces de someternos a las normas, sufrimos en estos tiempos que corren dos tipos de dictaduras, la de las modas literarias, que debemos seguir si no queremos que nos condenen al ostracismo y al silencio, y la de lo políticamente correcto, una monserga importada de Estados Unidos que puede acarrearnos linchamientos moralistas, y contra ambas me rebelo y así me va. La novela negra, y en ella me incluyo desde la heterodoxia más absoluta y la violación de todas sus normas, pone el foco sobre los aspectos más oscuros de nuestra sociedad y la protagonizan personajes tan siniestros como el lobo, o chacal, o hiena, de ese libro mío cuestionado en un club de lectura. Si determinados aspectos del libro incomodan, me parece perfecto y me doy por satisfecho. No hay peor castigo que la indiferencia. Así es que animé a mis nada complacientes lectoras que arrojaran el libro contra una pared como si fuera una piedra, con rabia, o que me lapidaran con él. No llegaron a tanto.
La magia de escribir un libro es que una vez publicado anda solo y cada lector lo hace suyo y muchas veces su interpretación está a años luz de lo que ha pretendido el autor. Luis Buñuel se divertía horrores con lo que descubrían los sesudos críticos tras los fotogramas de sus películas. Rodeado por esas incisivas lectoras, me di cuenta de que habían leído un libro que yo no había escrito, o que ponían el foco en determinados aspectos del libro, los de dominación sexual, que eran una parte sustancial de él, sí, pero no todo. Había lectoras que se habían saltado una serie de pasajes de la novela, que les ofendían, o que sencillamente no habían podido acabarlo, o que se lamentaban de que los pasajes eróticos parecían estar escritos para hombres. Podía vanagloriarme de que mi novela no había caído en el saco de la indiferencia, que incomodaba a esas lectoras que lo tildaban de morbosa y machista. Claro, en los campos de exterminio nazi reinaba el horror machista, los verdugos estaban literalmente por encima del bien y del mal, eran dioses que decidían sobre la vida, muerte o posesión de sus víctimas y la mujer ha sido, y me temo que será, botín de guerra en cuanto cabalgan los cuatro jinetes del apocalipsis. Lo había hecho rematadamente mal yo como escritor, me temía, si mis lectoras subrayaban los aspectos sexuales del texto, que haberlos haylos, y obviaban que esos siniestros personajes, lobos, chacales o hienas, habitan entre nosotros y son capaces de todas las atrocidades imaginables si un estado, el nacionalsocialista en concreto, les ampara. El hombre es un lobo para el hombre. Obviaron mis lectoras que personajes como el que protagonizaba mi novela camparon a sus anchas una vez terminada la Segunda Guerra Mundial y muchos de ellos encontraron acomodo en la industria aeroespacial de Estados Unidos o en los aparatos represores de las dictaduras latinoamericanas bendecidas por la gran potencia. Eran más importantes para ellas los ejercicios de dominación sexual que se establecían entre victima y victimario y no acababan de asumir que entre una y otro se estableciera lo que se denomina síndrome de Estocolmo que remite a películas como “Portero de noche” de Liliana Cavani, “La lista de Schindler” de Steven Spielberg o “Paradise” de Andrei Konchalowsky muy presentes mientras recreaba esos pasajes. Las mujeres salvadas del infierno, porque eso eran los campos de concentración, podían llegar a besar los pies de los que las habían vejado pero les habían permitido seguir viviendo, como podían optar por suicidarse.
El accidentado club de lectura me retrotrajo a épocas pasadas, a los setenta del pasado siglo, cuando un avispado crítico literario de un medio ya desparecido me tildó de Mike Spillane al leer mal “Barcelona negra”, es decir, de autor fascista, simplemente porque confundía al escritor de la novela con su personaje principal, un policía tan expeditivo como Harry el Sucio que además detestaba la Sagrada Familia. Quizá eso me pase por huir del maniqueísmo como de la peste. ¿Creían las incisivas lectoras del club estar ante la reencarnación de Aribert Ferdinand Heim que había escrito su autobiografía?
La literatura es mi parcela de libertad, a veces creo que la única a la que no renuncio, y escribo lo que me apetece sin rendir cuentas a nadie, ni a las editoriales que no han conseguido censurarme ni una sola línea. Ante esa literatura light, que no deja huella porque no hiere, de costureras o náyades, que llena las mesas de las librerías, reivindico a Thomas Bernard, Hubert J. Selby, Elfride Jelinek o Alfons Cervera, por poner algunos ejemplos y algún amigo, la literatura que golpea y conmociona, la que incomoda, los libros que no te dejan indiferente y te marcan, la furia y la rabia de las obras de William Shakespeare, la osadía de David Herbert Lawrence y Vladímir Nabokov, la sexualidad sin tapujos de Henry Miller o Charles Bukowski, el hedor del alcohol que irradia la prosa de Malcom Lowry, el moralismo inteligente del Marqués de Sade, los juegos literarios de Julio Cortázar, Paul Auster o Enrique Vila-Matas, la modernidad de Petronio, el inventor de la novela, cuyo “Satyricón” se labró prestigio solido entre los libros prohibidos, la literatura revulsiva.
Me gustan los libros que se escriben con sangre porque para mí la buena literatura solo puede escribirse desde el dolor.
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