Críticos literarios, falsos dueños del espíritu humano
Por Eduardo Zeind Palafox , 6 octubre, 2017
Los críticos literarios son amigos de la sorpresa. La sorpresa de la que tanto gustan es, sobre todo, resultado de argumentaciones artificiosas. Los artificios que esgrimen los críticos literarios sirven para afirmar que sólo los conocedores de la historia del arte pueden interpretar, por ejemplo, poemas o novelas. Tal saber histórico, que exige que tengamos espíritus elásticos, es contrario a la experiencia que brinda el leer ingenuamente y que se allega leyendo constantemente poemas, novelas, etc.
La sorpresa (estética, psicológica, técnica), que se halla en novelas, poemas, cuentos, no es visible para el profano, que necesita de la crítica literaria para captar lo bello, afirman los críticos. La sorpresa, así, justifica la existencia de conocimientos añejos o sólo asequibles en las instituciones educativas prestigiadas, tales como la retórica o la filología. Poseer esos conocimientos hace que se posea autoridad, es decir, gran poder para determinar qué sí y qué no quiso decir Shakespeare o Dante.
El decir de los grandes autores, según sostienen los críticos, sólo se descifra mediante la etimología y gracias a la posesión de un espíritu fino, distinto, no existente en las masas. Dichos espíritus y morbos etimológicos han creado el cuento de la “superación”. Se supera a Marx, a Kant, a Homero, dicen, pero no se superan, extrañamente, las disciplinas que los descifran.
Los críticos de los que venimos hablando, para construir todo lo mencionado, echan mano de la argumentación sofística. La argumentación, sofística o no, sirve para persuadir. La ciencia, que habla de verdades, no necesita argumentar, sino meramente exponer o mostrar. La ciencia camina hacia la verdad (cognoscible para el paria, para el príncipe, para el físico, para todos), pero la crítica literaria camina hacia eso que se llama “belleza” o “bien” (cognoscible sólo para los “mejores”). El “bien”, recordemos, en un ideal harto útil, pero no un lugar ni un conocimiento imparcial.
Los críticos literarios, para asegurar que sus quehaceres son útiles, argumentan sosteniendo que gracias a la crítica literaria, o a los espíritus mejores, la humanidad no anda a ciegas, sino guiada por la moral. Ésta, que casi siempre es ideológica, es decir, venida de las altas esferas políticas, que son las que dictaminan qué se estudia, siente y piensa en las universidades, se viste con el lenguaje de la necesidad, con palabras como “esperanza”, “naturaleza”, “hado”, “progreso”, etc. Detrás de tales palabras, cualquiera lo ve, está el mito de la eternidad.
Lo eterno, acatando el pensamiento de los historiadores deterministas, se manifiesta a través de la causalidad (“los días del tiempo son espejos del Eterno”, dice Borges). Hay causas materiales que cualquiera puede leer, pero hay causas espirituales que sólo los mejores espíritus, dicen, pueden leer. ¿Quiénes son los mejores espíritus? Los habitantes de las susodichas altas esferas.
Ellos argumentan que gracias al arte, o mejor aún, a “su” interpretación del arte, podemos bregar contra el materialismo ramplón, sincrónico, que sólo se ocupa del hoy. El hoy importa menos que el ayer y que el mañana, tiempos que se exornan, nótese, con el lenguaje oficial (el de las academias), el de las altas esferas políticas, que es lenguaje erudito, esotérico. ¿No nace así la quimera que se llama “código”, que sólo es visible para los semiólogos?
Los semiólogos o ideólogos de las altas esferas dicen que son poseedores de toda experiencia histórica, es decir, que poseen y leen la conciencia de los pueblos. Tal experiencia, según ellos, nos ayuda a esquivar el error, a no repetir viejos errores y a librarnos de culpas. Somos como somos, arguyen, por tales o cuales razones, razones que sólo ellos, no se olvide, pueden comprender.
Sólo quien comprende esas razones admite que el ser humano no es libre, sino ser atado a Dios (naturaleza) y a la política (economía). Tamaña admisión nos vuelve trágicos, sensibles, profundos… críticos de arte. Sólo quien puede interpretar esas razones es capaz de urdir conceptos morales, orientadores, que guían el juicio de las masas. De tales conceptos, que sintetizan la conciencia de los pueblos, nacen los nacionalismos, los racismos, los orgullos gremiales, etc., vicios que se alimentan del creer que sólo algunos son dueños del espíritu humano.–
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