Deconstruyendo a Marilyn Monroe
Por José Luis Muñoz , 12 junio, 2015
Apuesto a que nada le dice el nombre de Alan Abott; ni el de Ron Hasthan. Sí el de Marilyn Monroe. Esos dos sujetos tienen el triste honor de ser los enterradores de las estrellas y se publica ahora un libro escabroso sobre los detalles del cadáver de la rubia más glamurosa y sexy del mundo que murió en la más completa soledad, sin nadie que la abrazara. Además de enterradores físicos, se empeñan en ser enterradores de mitos. El morboso libro, con fotos nada favorecedoras de la finada, amenaza con ser un récord de ventas del mismo modo que esa indigna exposición de momias chinas disecadas ha dado varias veces la vuelta al mundo. Hay gustos, o mal gustos, para todos. Quien no fue dueña de su propia vida, tampoco parece serlo de su muerte en una sociedad en lo que todo está en venta, así es que tras explotar el mito Marilyn Monroe durante cinco décadas (puede que su cadáver, junto al del Che Guevara, haya sido el más rentable de la historia de la humanidad) se acomete ahora su deconstrucción. Que si estaba fea; que si estaba vieja; que si no se había depilado; que si no se había bañado; que si llevaba dentadura postiza; que si los pechos no eran suyos; que si no se teñía el pelo…
Marilyn Monroe, como todo el mundo sabe, no existió; fue un invento de la calenturienta imaginación masculina. La estrella más deseada del planeta fue un producto de marketing despiadado realizado a base de anular por completo la personalidad de una pobre chica de precaria salud mental llamada Norma Jean y esculpirla luego rasgo a rasgo hasta convertirla en la muñeca sexual con la que todo hombre le gustaría jugar. De ese fantasma icónico y sexual que fue la rubia por antonomasia del estrellato cinematográfico nos quedan las apabullantes apariciones en sus películas, que hoy en día se conservan tan frescas como cuando las rodó, y un libro con escritos y anotaciones en que demostraba que no era una cabeza hueca. La Rose Loomis, la femme fatale que se contoneaba en un ceñido vestido rojo en Niágara. La Kay Weston, la inocente pionera de Río sin retorno que enamoraba a Robert Mitchum. La Ángela Phinlay, la adolescente de la que se enamoraba Louis Calhern en La jungla del asfalto. La Lorelei Lee, que bailaba en Los caballeros las prefieren rubias. La Pola Deveboise, que daba clases de Cómo casarse con un millonario. La desolada Roslyn Taylor de Vidas rebeldes, su mejor interpretación, sin duda, al lado de otros dos actores al final de su vida, Clark Gable y Montgomery Clift.
Poco interesa ese libro escabroso y necrófilo que saldrá trufado de fotos desagradables. A cincuenta y tres años de su muerte todavía siguen sin dilucidarse sus circunstancias, pocos meses después de entonar esa orgásmica canción de cumpleaños a JFK con la que pareció sellar su suerte, y todo hace sospechar de que hubo un crimen de estado para desembarazarse de un personaje que se había convertido en molesto y sabía demasiadas cosas comprometedoras de los hermanos Kennedy.
Yo me quedo con Norma Jean, condenada a vivir en el cuerpo de Marilyn Monroe.
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