El sentido de la vida
Por José Luis Muñoz , 3 enero, 2016
¿Tiene sentido la vida? Esa es una de las preguntas recurrentes que me hago en mis escasos momentos de descanso, frecuentemente cuando conduzco mi cuatro por cuatro y un tipo sostiene el volante, otro mira el paisaje y el tercero elucubra. Quizá, por esa razón, siempre estoy ocupado haciendo algo, escribiendo, fundamentalmente, perdiéndome por paisajes nevados, viendo películas o leyendo. Para unos, el 2016 que empieza es un año de esperanzas (para mí, por ejemplo, por una concatenación de circunstancias personales e incluso políticas), y, para otros, un año nefasto que empieza con un dolor infinito (un colega y buen amigo ha perdido a su compañera de vida precisamente ahora, cuando todos nos deseamos felicidad).
No se enseña en los colegios, y debería hacerse, cómo afrontar la vida y cómo ser feliz mientras esta dure. Menos se enseña a enfrentarnos con la muerte, de la que huimos como de la peste cuando forma parte de nuestra existencia y está siempre ahí porque vivimos de milagro. La vida son muchas vidas, y lo digo con cierto conocimiento de causa. En un momento determinado puede ser uno un asceta, sacrificándose por unos ideales, religiosos o revolucionarios, por ejemplo, y luego, sin abandonar ese cuerpo que crece, madura y se arruga, convertirse en un epicúreo cuando toca otra cosa. Ir a contracorriente ha sido una de mis divisas. Espíritu de salmón.
Viajando por Brasil, hace más de treinta años, llegué a Salvador de Bahía, una ciudad fascinante y la más negra de ese inmenso y exuberante país. Negra de piel, salpicada de iglesias, bailarines al son del birimbao en sus calles y playas llenas de futuros futbolistas. A los numerosos vendedores callejeros que me asediaban, según subía por las empedradas calles del Pelourinho, el barrio en donde los portugueses subastaban a los esclavos ascendientes de los que me rodeaban, solía decirles, para que me dejaran en paz, que quizá mañana les comprara alguna de las baratijas que me ofrecían. ¿Mañana?, me decían, con una sonrisa, mañana quizá ya no viva, ha de ser ahora. Y lo decían no por decir, sino porque en Brasil, como en el resto de Latinoamérica, el mañana puede ser una entelequia mientras el ahora es una realidad.
2016 lo celebro por haber llegado a él y tener deseos de sobrevivir a sus 365 días para encarar el 2017 y próximos años. He dado de baja algunas direcciones de mi agenda: Gregorio Morales y Manuel Villar Raso, y también la de Bigas Luna que me resistía a borrar. Crecer implica tener más amigos en el más allá que en el más acá, pero no hay que perder las ilusiones aunque se empiece a sentir el cuerpo que era liviano cuando era uno un adolescente. Las ilusiones hay que tenerlas, y si no se tienen, fabricarlas, porque el hombre sin ilusiones es peor que el hombre sin atributos. A veces me ilusiono con algo tan banal cómo que el bizcocho que he horneado me ha salido genial o el pollo al curry no ha quedado seco. Nimiedades. Hay ocasiones, sin embargo, en que ni una buena crítica de uno de mis libros me eleva la moral. Soy león viejo y solitario, pero cuido de mi camada, y creo que esa es la obra más perfecta que voy a legar, de la que me enorgullezco sin hacer distinciones.
Vivo, desde cinco años, desde que embarqué, dejé mi seguro puerto y me hice a la mar sin destino, por ser más de brújula que de mapa, instalado en el aquí y ahora y aplicado en relativizarlo todo para sobrevivir. Procuro comportarme cómo si fuera a vivir eternamente y los años no pesaran como una losa sobre mis espaldas, así es que si me apetece ver una película ocho veces (Barry Lindon), la veo sin angustias de ningún tipo (¿Por qué ver tantas veces Barry Lindon cuando tengo quinientas películas en mi filmoteca particular que no he visto y quizá no tenga tiempo de ver?); o si me apetece gastar el poco dinero que tengo en darme un homenaje en un restaurante, también; o si una noche me quiero tomar un gintonic y brindar con mi sombra, no me corto. Relativizo, un verbo de difícil conjugación, pero que me sirve mucho, y procuro que los que están a mi alrededor hagan lo mismo, no siempre con fortuna. Si una cosa sale mal, y yo no puedo hacer nada para mejorarla, me despreocupo. Quisiera, eso sí, desprenderme del sentimiento de culpa, pero eso me parece que me lo grabaron a fuego en los colegios religiosos que frecuenté, así es que vivo y sobrevivo con ello sobre mis espaldas, como con mis años. Vivo viviendo, pero también vivo escribiendo y soy consciente de que, según avancen los años, mi vida será más escritura que proceso vital, que irá mermando (un viejo y sabio amigo, el Filósofo Rojo, me lo describió de forma muy gráfica: Nos vamos desmoronando, camarada), y así espero librarme del síndrome de Ernest Hemingway, también porque no tengo a mano ninguna escopeta de caza ni suficiente habilidad con el dedo gordo del pie para apretar el gatillo, ni valor para estampar mis sesos en una pared. Así es que, relativizando, incluso sobre mi futura ruina física, consigo sobrevivir, aunque no sé si el anciano que llegue a ser, si lo soy, consiga relativizar sobre su mermado estado físico. Confío en que mi estado psíquico me libre de eso.
Una tía muy sabia que tengo, y muy lúcida a su edad (95 años, y sé que preferiría ser menos lúcida y más ágil de cuerpo), me dijo en cierta ocasión, fijando sus ojos azules en el techo de su habitación, desde su silla de ruedas en la que lleva unos años postrada, una frase que me produjo una enorme inquietud, sobre todo desde su perspectiva. La vida, qué gran estafa. La repitió dos veces, por si no la había oído, y no la comenté, porque en cierta medida estaba muy de acuerdo con ella. La frase, enfática y con acento de tragedia, cobraba su pleno sentido para ella que está, o quizá no, al final de su vida, pero era así porque obviaba los hijos que crio, los nietos que ha disfrutado cuando fue mayor, sus momentos de placer y alegría cuando estaba en la plenitud de su vida. El aquí y ahora, que a mí me sirve en estos momentos (mientras pueda auparme a una bici y coronar un puerto de montaña con ella, hay vida), no tiene sentido para ella que está en una etapa de recuerdos. Postrada en su silla de ruedas, y con una mente más lúcida que la mía, y una memoria prodigiosa, la hermana de mi padre, lo único que me recuerda a él, mi último vínculo con mi progenitor, expresaba con su nihilista frase el absurdo de la vida, la estafa de venir al mundo sin desearlo y tener que marchar de él cuando la naturaleza le dé la gana a no ser que uno quiera poner fecha a su óbito con la escopeta de Ernest Hemingway.
William Shakespeare fue lapidario en Macbeth, y me viene a la cabeza esa frase, pronunciada por un enfebrecido Michael Fassbender, puede que el mejor actor del momento, en la última versión cinematográfica de la tragedia sobre la ambición desmedida que acaba de estrenarse en los cines: La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido. ¿Tiene sentido la vida o es un autoengaño constante, o una estafa, como dice mi tía, para cumplir con nuestra insignificante tarea en el cosmos, que tampoco sabemos muy bien cuál es? ¿Quién hablará de nosotros cuando hayamos muerto?
Sí, ya lo sé. El título del artículo es el de una película irreverente, y el epitafio, un film negro hispano. La vida es cine. O literatura.
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