El testamento de Kubrick
Por José Luis Muñoz , 2 noviembre, 2018
El CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) está llevando a cabo una magna exposición que repasa la trayectoria creativa de unos de los grandes genios del Séptimo Arte. A Stanley Kubrick me refiero, sin duda. El director de 2001, una odisea en el espacio (película que habré visto una veintena de veces) está de enhorabuena y de actualidad pues la Fundación Telefónica dedica también una exposición a esa obra maestra que revolucionó la ciencia-ficción. El genio neoyorquino afincado en Londres, de donde no salía (recordemos que transformó un barrio en derribo de la capital británica en Hué, Vietnam, para la segunda parte de La chaqueta metálica), dejó un testamento cinematográfico antes de su abrupta muerte, una película que desilusionó a muchos que la consideraron un modesto broche a una carrera extraordinaria. Siento disentir. Eyes wide shut, la última película que rodó pero no pudo montar (aunque dejó instrucciones precisas para ello) es un Stanley Kubrick cien por cien, un film fascinante que no ha perdido ninguna de sus virtudes casi veinte años después de su estreno.
Cuando transcendió que Stanley Kubrick (Nueva York, 1928-St Albans, 1999) estaba enfrascado en un nuevo trabajo, y que los protagonistas del nuevo film del meticuloso, hasta la obsesión, director de Barry Lindon, Lolita o 2001: una odisea en el espacio, iban a ser Tom Cruise y Nicole Kidman, pareja de cine y en la vida real en aquellos momentos, muchos creyeron ver en ello un mero ejercicio comercial para conseguir dinero suficiente con que sufragar un proyecto más ambicioso como AI (Inteligencia Artificial) que finalmente rodaría Steven Spielberg con guión del director de Senderos de gloria. Para esta historia centrada sobre la crisis matrimonial, el infierno de los celos, las obsesiones sexuales nunca consumadas y la infidelidad conyugal que, en el fondo, es un ferviente alegato a favor del matrimonio y la moral tradicional, Stanley Kubrick quería contar con un matrimonio auténtico, y Tom Cruise y Nicole Kidman desbancaron al tándem Alec Baldwin y Kim Bassinger. Si el matrimonio es la tumba del sexo, Eyes wide shut fue la tumba de la mediática pareja que se desnudaba, en el sentido más amplio del término, en la película póstuma del gran maestro.
Eyes wide shut llegó precedida de una grandiosa campaña publicitaria, que se puso en marcha nada más empezar el rodaje, por el secretismo de éste y por la meticulosidad ya mítica del legendario director de Espartaco. La deserción de Harvey Keitel, que sería sustituido por Sidney Pollack en un intento por parte de la productora de ejercer un control sobre un rodaje descontrolado en metraje y tiempo; el despido de Jennifer Jason Leight, las muchas veces que Tom Cruise tenía que repetir una escena, la especial relación paterno filial que se estableció entre el director y los protagonistas coparon titulares de revistas y diarios de medio mundo mientras el rodaje de la película se eternizaba y Kidman y Cruise fijaban su residencia en Londres. El director que odiaba volar diseccionó a la pareja protagonista de su film más polémico tras La naranja mecánica. Y la guinda la puso el propio Stanley Kubrick con su repentino fallecimiento, no sin antes haber ultimado el montaje del film y haber seleccionado el tan comentado tráiler de Nicole Kidman desnuda ante su esposo, Tom Cruise, que la besa y acaricia apasionadamente bajo la voz de Chris lsaak interpretando Baby did a bad, bad thing.
Dadas las circunstancias, resultaba casi imposible ver Eyes wide shut, el testamento cinematográfico de uno de los mayores genios del cine, fuera de todo el contexto que su gestación había originado a su alrededor, y de ahí que esas expectativas puedan haber dañado una película tan insólita como perturbadora. A Stanley Kubrick, que solía hacer obras maestras en todos los géneros que tocaba (el cine negro con Atraco perfecto; el cine histórico con Espartaco; la ciencia- ficción con 2001; el futurismo distópico con La naranja mecánica; el bélico con La chaqueta metálica; el terror con El resplandor; el cine de época con Barry Lindon), le faltaba una aproximación al cine erótico, una película más explícita a nivel visual que la formidable adaptación de Lolita de Vladimir Nabokov, y la excusa perfecta la encontró en la novela corta Relato soñado de Arthur Schnitzler, un escritor contemporáneo de Sigmund Freud, al que adapta con una fidelidad rigurosa tomándose sólo dos pequeñas libertades: ambientarla en Nueva York, en vez de en Viena, y en la época actual. El texto del autor austriaco le sirvió de instrumento para adentrarse en los infiernos de la obsesión sexual y los mecanismos del deseo.
El doctor William Harford (Tom Cruise) decide viajar por el perturbador mundo de la sexualidad prohibida a raíz de la confesión de una fantasía erótica por parte de su esposa Alice (Nicole Kidman) que le cuenta, tras una fiesta fastuosa en casa de su amigo millonario Victor Ziegler (Sydney Pollack) en la que coquetea con el aristócrata húngaro Sandor Szavost (Sky du Mont) y él se hace acompañar por dos jóvenes modelos: la imagen de Alice haciendo el amor con un marino, en blanco y negro, le acompaña en todo el periplo a este particular Ulises al que le será difícil no sucumbir a los cantos de sirena. Harford, atormentado por celos incontrolables, callejea de noche por la ciudad de Nueva York (recreada en estudio en Londres pues el cineasta odiaba volar) en busca de sexo de pago. Durante su itinerario, en el que se limita a ser espectador siempre y nunca actor, es tentado por una bella prostituta en plena calle, Domino (Vinessa Shaw), y acompaña a Nick Nightingale (Todd Field), un pianista y antiguo conocido, hasta la extraña mansión Somerton, en las afueras, en donde tiene lugar un ritual orgiástico en el se limita a observar. Una muerte misteriosa y la desaparición de su amigo pianista agudizan su sentimiento de culpa y la necesidad de buscar la redención a su pecado, no cometido sino con el deseo, en el matrimonio. ¿Qué haremos ahora?, pregunta un perdido Bill a Alice mientras compran regalos de Navidad a su hija en la secuencia final. Follar, le responde Alice. El matrimonio de ficción se salvaba gracias a esa promesa de hacer sexo dentro de los cauces establecidos, pero el real naufragaba: el tándem Kidman-Cruise se disolvía al estrenarse la película.
Bajo su aparente osadía erótica, que provocó unos ridículos efectos digitales en su estreno americano para cubrir sus muchos desnudos, y que realmente no es tal —Stanley Kubrick sigue el modelo Helmut Newton: erotismo gélido y glamuroso contraponiendo mujer desnuda a hombre vestido, por contraste, y utiliza modelos de cuerpos perfectos, que deambulan como si estuvieran en una pasarela de moda, con cánones de belleza europeos de tal forma que parecen vienesas más que americanas, como el Manhattan impostado de estudio está más cerca de la capital de Austria que de la ciudad de los rascacielos— el film tiene una lectura moral bastante diáfana: los vínculos matrimoniales, la seguridad de la pareja y el hogar, subrayado incluso con colores cálidos, azules muy luminosos, están por encima de esa sexualidad nociva, promiscua y malsana (la que se da en la orgía entre personajes enmascarados), castigada con el sida que padece la bella prostituta Domino, con la que el protagonista desea acostarse (Bill echa mano de la cartera por servicios que nunca se prestan, que es otra constante del film: la no consumación de los coitos deseados), o que conduce directamente a la muerte —Bill Harford ante el cadáver de su misteriosa salvadora (Abigail Good) en la morgue—, subrayado por rojos agresivos, los de la sangre, el deseo, el pecado y el infierno.
Eyes wide shut es pictórica y cromática hasta la extenuación en cada uno de sus planos sobre iluminados —la casa de Victor Ziegler en donde tiene lugar la fiesta inicial, con cientos de bombillas que jalonan una escalinata que parece sacada de la mansión Xanadú de Ciudadano Kane de Orson Welles—, una sobre iluminación que afecta, también, a los rostros de sus protagonistas. La paleta cromática, y moral, del pintor Stanley Kubrick es dual: azul—la casa de Bill y Alice; la habitación de la hija de ambos; el consultorio médico— equivale a rectitud; rojo a pecado y perversión —la puerta de la vivienda de Domino; el club de jazz en donde toca el pianista Nick Nightingale; la mesa de billar tras la que Victor Ziegler trata de convencer a Bill Harford que la muerte de su salvadora ha sido fortuita; las estancias de la mansión en donde tiene lugar la orgía—. En algunos planos del film, rojo y azul conviven en una lucha entre virtud y depravación.
Pese a algunas deficiencias de un guión, que alcanza el clímax en su ecuador y se desinfla en su parte final, la torpeza de algunas secuencias —Marion (Marie Richardson) confesando su pasión al Dr. Hadfor ante el cadáver de su padre, un apunte que parece inacabado y desubicado en el contexto del film—, el excesivo alargamiento de otras —el baile inicial en la que una Nicole Kidman borracha coquetea con un aristócrata húngaro—, la superficialidad de buena parte de sus diálogos —buscada por el director— y la interpretación de Tom Cruise, que nunca llega a hacer creíble su papel de doctor (Stanley Kubrick se desafiaba a sí mismo contratando actores mediocres en algunos de sus films, como Ryan O’Neal en Barry Lindon), la película tiene, al menos, dos ramalazos de genialidad que por sí solos la justifican: el monólogo de Nicole Kidman, que hace ostentación de sus fantasías eróticas ante un aturdido Tom Cruise, bajo los efectos de un cigarrillo de marihuana —extraordinaria su gestualidad, su risa, su mirada, mientras su cuerpo, en ropa interior transparente, se desmadeja—, y la aterradora secuencia de la orgía, de una plasticidad impecable, hilvanada a través de ágiles planos en los que la cámara subjetiva acompaña al doctor Harford por cada una de las habitaciones del palacio en donde tiene lugar el espectacular ritual sexual que parece ejercitado de forma coreográfica, con movimientos automatizados de los fornicadores, contrapunteado con la música efectista de György Ligeti y esas inquietantes notas de pìano.
¿Intuía Stanley Kubrick que estaba haciendo su obra póstuma? Lo cierto es que la muerte planea sobre muchos planos de esta lúgubre película —Bill Harford en la morgue, abatido ante su salvadora muerta; recibiendo el beso Marion Nathanson (Marie Richardson) ante el cadáver de su padre en la cama— y al estudioso de su filmografía no le costará descubrir una serie de guiños autorreferenciales en Eyes wide shut: el grupo de gamberros que golpea a Tom Cruise en la calle al grito de “marica” (La naranja mecánica); Milich (Rade Serbedzija), el dueño de la tienda de disfraces que le alquila uno a Bill, que vende a su hija (Leelee Sobieski) a los dos pervertidos orientales (Lolita); la suntuosidad de las escenas de la orgía, planificadas como cuadros pictóricos de época (Barry Lindon); Tom Cruise bajando las escaleras de la cava de jazz bajo una luz intensamente roja para reunirse con el misterioso pianista (El resplandor).
Eyes wide shut se revela como una película inquietante y malsana, que sabe mantener ese tono de pesadilla creciente —los movimientos, las conversaciones y las situaciones de los personajes buscan premeditadamente la irrealidad, están deliberadamente impostadas— y cala hondo en el espectador por la multiplicidad de sus lecturas e interpretaciones y la simbología de las imágenes, así es que en ese calidoscopio complejo que es el último suspiro de un genio irrepetible, de un enloquecido amante del lenguaje cinematográfico, el espectador descubre aspectos nuevos cada vez que se enfrenta a una película que exige muchos visionados. Eyes wide shut, ojos siempre cerrados literalmente, es también una fábula sobre el poder, despiadado, inhumano y caníbal, que no duda en comprar cuerpos femeninos, y si es preciso disponer de ellos hasta las últimas consecuencias, en una búsqueda por reinventar un placer sexual que nace de la dominación y la cosificación del cuerpo femenino. ¿Una secta masónica bajo los antifaces inquietantes de los participantes de la orgía, los miembros del club Bildelberg desestresándose después de organizar el caos mundial a su antojo o una de esas fiestas salvajes en las que participaba el presidente del FMI Dominique Strauss-Kahn?
Eyes wide shut, que recibió críticas demoledoras tras su estreno, es un broche insólito, complejo y arriesgado que cierra la más meticulosa carrera cinematográfica jamás conocida. El postrer sueño de uno de los grandes del cine. Un testamento en toda regla que no deja de fascinar por su factura perfecta y minuciosa y por lo que se esconde entre sus imágenes.
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