La violencia en Latinoamérica
Por José Luis Muñoz , 24 febrero, 2016
Ando estos días discutiendo con diversos colegas latinoamericanos, escritores, antropólogos y cineastas, sobre las causas de ese cáncer que persiste y ya parece endogámico, y, por lo tanto, consustancial, que se extiende por diversos pueblos latinoamericanos salvo excepciones, que casi se pueden contar con los dedos de una mano, que es la violencia que sacude la zona. Coincide ello con la lectura de un excelente libro de no ficción del escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, La cola del dragón, recientemente editado, y con la publicación por mi parte de un libro de relatos encabezado por una narración titulada Marero, ambos en la editorial valenciana Ediciones del Contrabando.
Si en el siglo pasado esa violencia era, fundamentalmente, política, fruto de una lucha de clases y el aguijoneo sistemático de Estados Unidos que veía todo el continente como su patio trasero y el campo de pruebas para arrinconar al comunismo en la batalla global de la guerra fría, que allí era caliente (los golpes de estado, las invasiones, las dictaduras militares, la tortura y el asesinato sistemático del opositor), en la actualidad esa violencia es sociológica, fundamentalmente, aunque siga dándose el asesinato político.
Si exceptuamos a Chile y Costa Rica, y, por otros motivos, el de estado policial sometido a férreo control, a Cuba, tenemos un mapa sanguinolento que se extiende desde México, se desparrama por Honduras, Guatemala, Nicaragua, eclosiona en Venezuela y Colombia, y se diluye ligeramente en Brasil y Argentina, pero la mancha de sangre es inmensa y los muertos se cuentan a decenas de miles, como en una guerra.
Con amigos mexicanos, y españoles que han fijado su residencia allá, trato de descubrir por qué el país azteca es tan violento y se ha convertido en un estado fallido, y a veces creo que es fruto de su pasado histórico y esa violencia ritual de los habitantes de Tenochtitlán. La ristra de sucesos sangrientos que me llegan de México parecen teñidos de realismo mágico, pero son bien reales. El grado de violencia que reina en las calles de muchas de sus ciudades y la impunidad con que actúan los sicarios a sueldo de las bandas de narcotraficantes, o las fuerzas policiales y militares corrompidas hasta el tuétano y que hacen tanto daño como el que intentan evitar teóricamente, horroriza a cualquier mente civilizada, pero ya se ha convertido en algo cotidiano en el país norteamericano. La población de México está sufriendo permanentemente un grado de violencia y corrupción tal que hace que la vida allá discurra por el filo de una navaja sin que el estado sea capaz de proteger el derecho más sagrado de sus ciudadanos, el de la vida. Las bolsas de marginación insostenibles que anidan en un país en la que unos cuantos ricos, muchos de ellos herederos de los virreyes de la conquista española, detentan toda la riqueza posible y de forma obscena en auténticos territorios virreinales, mientras millones de desheredados no tienen absolutamente nada y la única vía de triunfo social, breve, se la ofrezca el narcotráfico y las bandas criminales, hace que éstas se fortalezcan con un ejército de guerreros despiadados capaces de las más sangrientas tropelías que cometen sin que les tiemble el pulso. Amigos mexicanos me confirman que esta situación, si no se corrige pronto, va a dar lugar a un enorme estallido social de consecuencias imprevisibles, porque la población está harta de la inacción con las bandas de delincuentes o la connivencia de sus gobernantes ellas, de que ninguna de las instituciones fundamentales en un estado de derecho funcione.
Pero la mancha de sangre se extiende por toda Centroamérica, por esa Guatemala y Honduras sacudidas por las maras cuyos miembros alardean del número de víctimas que han causado grabándoselos en la piel; por esa Nicaragua desencantada en la que la ilusión por la revolución sandinista desapareció por el enquistamiento en el poder de los corruptos; por esa Venezuela en la que los delincuentes campan a sus anchas por sus calles reduciendo a los ciudadanos honrados en casas fortificaciones rodeadas de alambradas sin que los gobiernos chavistas sean sensibles al problema; al Brasil de las favelas, o al gran Buenos Aires en donde los atracos se han multiplicado, formando todo ello un mapa de desolación que se extiende por todo el continente americano. Y poco importa que gobiernen derechas o izquierdas, si unas y otras no atajan de raíz, con programa educacionales, esa violencia que se genera en esos barrios pobres y olvidados, selváticos, en los que reina la ley del más fuerte, de los que nacen esos sicarios despiadados que no se detienen ante nada. Y de nada sirven las batidas espectáculo de algunas de sus policías, las masacres puntuales, si se siguen manteniendo esos criaderos de desigualdad social olvidados de donde salen todos esos ángeles de la muerte que siembran el dolor y el caos.
El reto que tiene Latinoamérica de erradicar de su tierra la violencia es gigantesco y sólo se resolverá si los gobiernos son conscientes de que la única arma para hacerla desaparecer es la educación de las nuevas generaciones en los valores humanos y solidarios y la desaparición de esas bolsas vergonzosas de pobreza que son un polvorín.
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