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Mi encuentro con el viejo Nicolás

Por Fermín Caballero Bojart , 25 diciembre, 2014

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Con las gafas deslizadas hasta media nariz, un anciano de barba blanca gatea palpando el suelo. Al acercarme, bajo la suave lluvia, me llama la atención su vestido rojo. Es gordo como un tonel y calza unas botas negras enormes.

Al borde del sendero que lleva a Santiago de Compostela reposa, sobre una mesa de madera, un enorme saco rojo. A su alrededor hay algunos paquetes envueltos en papel de regalo. Trato de entender lo que gesticula hasta que adivino que las pilas de botón que llevan sus audífonos se han caído al suelo, donde una mezcla de piedras, barro y charcos las hacen invisibles.

El terreno que exploramos, antes de que el día de Navidad termine, es repasado una y otra vez sin éxito. El hombre se desespera, mira al cielo y se pone un gorro, también rojo. Reviso el suelo con mi linterna una vez más.

Un grupo de invidentes llega por la senda. Les cuento lo sucedido y se unen a la búsqueda. Uno de ellos activa el altavoz de su teléfono móvil y al son de villancicos comienzan a tantear palmo a palmo.

Aparece la primera pila y un aplauso colectivo nos anima a continuar. Empiezan a cantar la “mari morena” más alto cuando por fin deja de llover sobre el Camino. El anciano agita una campana pequeña con mango de madera que le cuelga del cinturón.

Con el alborozo de la aparición de la segunda pila los ciegos nos invitan allí mismo, con los chubasqueros todavía mojados, a turrón y polvorones. Se presentan como Felipe, Mariano, Pedro y Pablo. Ninguno hablamos el idioma del anciano, al que solo entendemos que se llama Nicolás. Le alumbro hasta que termina de guardar los regalos en el saco.

Mariano, que parece conocer bien donde estamos, nos convence, al anciano y a mí, para reemprender con ellos la senda en la oscuridad de la noche. Yo voy empapado pero feliz por que ya estoy cerca de Santiago. Del final de mi peregrinación.

En fila india llegamos a un albergue.

Dentro de la pequeña casa esperamos alrededor de la mesa. Los cuatro ciegos cuentan anécdotas mientras llega la recompensa de un bizcocho que nos ha preparado Ángela, la hostelera alemana.

El anciano se ha quedado fuera tocando la campana con unos tintineos que hacen vibrar los cristales. Entra de nuevo y se despide. Los invidentes le abrazan y Ángela nos cuenta que el Camino es la entrada y salida de todos los deseos que el viejo Nicolás trae cada año. Al marchar el anciano, me asomo por una de las ventanas y observo como se aleja, por una cambera, en una carreta tirada por bueyes.

Pablo le ha robado el audífono al viejo, Pedro le ha sacado las pilas y Mariano las ha escondido en el bizcocho. A Felipe le parece todo bien. Las dos pilas introducidas a modo de sorpresa en el bollo elaborado por Ángela tienen premio. Los dos que las encuentren en sus bocas saldrán en busca de los deseos que la gente quiere de verdad y que el viejo lleva en la carreta.

Se acaba el bollo y las pilas no aparecen.

Me despido de los ciegos y de la alemana. Prefiero continuar mi Camino.


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