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Santorini, sobre el volcán y bajo el cielo añil

Por José Luis Muñoz , 16 octubre, 2016

img_3168Un ferry rápido, de la compañía Hellenic Seaways, el Highspeed 7, le lleva a Ulises del puerto de Heraclión a la isla más hermosa de Grecia en 3 horas. La antigua Kalisté, la más bonita, la moderna Santorini tras arrinconar el nombre griego de Thera, es el emblema de las islas del Egeo, su buque insignia. El ferry, un catamarán ultramoderno de lujosos acabados interiores y cómodos butacones, bien acondicionado y con una tripulación eficaz y disciplinada que agiliza los embarques y desembarques invirtiendo no más de diez minutos en ellos (el barco atraca en puerto, apoya las rampas de salida en el muelle, bajan unos pocos vehículos y una masa de viajeros, suben viajeros a toda velocidad arrastrando las maletas, levanta rampas y arranca sin dar respiro) surca ese Egeo límpido y de un azul rabioso, añil, que va a encontrar Ulises en las cúpulas de las iglesias de Santorini y en los marcos de sus puertas y ventanas. No es hasta que llega a esa isla, la joya de la corona de las islas del Egeo, un diamante de valor incalculable con el que los griegos saldarían su deuda, que Ulises entiende ese color azul que impregna la bandera de Grecia. Grecia es mar y cielo.dsc_0024

Cuando el Highspeed 7 atraca en el puerto de Athinios de la caldera de Santorini, en esa gigantesca y espectacular laguna marina abierta que antiguamente fue el cono de un volcán que saltó por los aires y fue invadido por el mar (en 1627 a de C y una erupción similar a la de Krakatoa que desencadenó un tsunami gigantesco) , la vista, inmediatamente, se le va a las cimas de esos impresionantes acantilados de piedra oscura volcánica, trescientos metros de caída vertical de gigantescos despeñaderos que causan vértigo inverso desde allí abajo. El mar anda revuelto en esa zona y las olas se coronan de espuma blanca. En la cima de ese farallón impresionante y kilométrico, de laderas esculpidas por el viento y tonos que van del negro al rojo, blanquean las poblaciones asomadas literalmente al abismo, que brillan heridas por el sol como cumbres nevadas.img_3179

Una furgoneta sube a nuestro viajero por una carretera tortuosa y estrecha, que enlaza vueltas con revueltas y caídas abismales, demasiado concurrida, para su gusto, por coches y autocares que se las ven y se las desean para tomar las curvas y no aplastar al vehículo que viene enfrente. El chofer, mientras conduce despreocupadamente, a ciegas por esa carretera que debe de haber hecho millares de veces, habla con la otra mano por el móvil y no es una conversación corta. Puede que esté permitido eso en Grecia, pero de todas maneras no hay policía en Santorini, o no se deja ver bajo ningún concepto.img_3208

El Swet Pop, Dulce Papá, nombre realmente cursi, en donde Ulises tiene reservada una habitación por dos noches, es un hotel boutique tan exquisito que el taxi no le puede dejar en la puerta. Al establecimiento hotelero de media docena de habitaciones se accede por un dédalo de pasadizos, escaleras y rampas, pasando por el interior de otros hoteles o por casas de particulares, dentro de esa caótica medina árabe que es Fira, la capital de Santorini. Grecia puso el paisaje impresionante de esa isla que parece levantada por un lado y hundida por el opuesto; de los árabes y los turcos es esa arquitectura caótica de las poblaciones, su aire de bazar permanente y la cal de las fachadas de sus diminutas casas abovedadas que podrían pertenecer a Túnez o a Tánger; y de los italianos ese toque exquisito y glamuroso que tienen todos los establecimientos de la isla sin excepción, desde el más modesto comercio de ropa al más exclusivo bar de copas que garantiza puesta de sol de extraordinaria belleza. Santorini es un nombre italiano, no griego, que deriva de Santa Irene, patrona de la isla, con que la bautizaron los comerciantes venecianos. Pero antes estuvieron los egipcios de la dinastía Ptolomeo, la liga de Delos, Roma y Bizancio.img_3224

Santorini le recuerda a Ulises el paisaje de las Islas Canarias, de las más exquisitas, de las pequeñas. El vulcanismo de la isla es precisamente el que da un color especial a la tierra (negra, ocre o roja) y hace más llamativo el contraste de esos pueblos encalados que podrían ser los de Andalucía sino fuera por las cúpulas redondeadas y color añil de las iglesias ortodoxas, una cada doscientos pasos, porque aquí, al contrario que en Rodas o en Creta, no hay mezquitas.img_3242

Lo primero que hace, abriéndose paso por una calleja comercial atestada de turistas chinos que han desembarcado de uno de los tres cruceros que aparecen fondeados trescientos metros más abajo (a 400 metros, en el fondo de la laguna, permanece el lujoso pecio del Sea Diamond, hundido en 2007), barcos que parecen miniaturas que abordan constantemente lanchas de desembarco, es asomarse a la caldera de ese volcán sumergido que ha hecho posible esa formación bellísima de roca y mar. Para celebrarlo, se toma una copa de excelente vino blanco de la zona (las viñas, por el viento, nacen a ras de suelo y las uvas, regadas con el rocío, comen literalmente por su piel tierra volcánica que redunda en la fortaleza y exquisitez del vino que se obtiene de ellas) en la terraza de uno de los locales con vistas a ese barranco marino, y con la copa bien sujeta, para que no se vuele (el viento sopla con fuerza extraordinaria y de forma constante; celebra no usar bisoñé), brinda por la fortuna de estar vivo y ver semejante espectáculo en el que la naturaleza y la obra del hombre, por una vez, se respetan.img_3296

Bordeando esa ladera del volcán, por el filo de esa caldera, Ulises asciende por una calle tortuosa y estrecha, dejando atrás miradores, terrazas, iglesias y un bazar en donde se vende de todo. Le acompaña una turbamulta de turistas chinos, cientos de nuevos ricos que saborean los privilegios del capitalismo salvaje en un país teóricamente comunista, y comprueba, absolutamente sorprendido, que muchos de ellos son parejas en viaje de novios que han elegido esa isla romántica del Egeo para sellar su contrato matrimonial y llevarse de regreso a su país un book con bonitas fotos. Sube Ulises peldaños hacia ese cielo añil, como las cúpulas de la iglesias ortodoxas, como los marcos de las ventanas y puertas, como el mar que se agita trescientos metros a sus pies, ya trescientos cincuenta, en compañía de chiquillas orientales (no intentes adivinar su edad: nunca acertarás) que se recogen sus gaseosos vestidos de novia para no ensuciarlos por el suelo y atienden disciplinadamente las órdenes de sus fotógrafos que les indican cómo tienen que dejar perdida la mirada en el horizonte, cómo mirar a su distinguido novio que se sitúa altivo y vestido de gala en algún lugar más elevado (un escalón, un poyo, un banco), sin que en ninguna de esas instantáneas el fotógrafo consiga de sus modelos una caricia, un beso, un trenzado de los dedos de las manos.img_3325

Va bordeando Ulises, en su ascenso, casas cuyo lujo impagable son las vistas aéreas que tienen de la caldera y de las islas más cercanas, algunas que casi se pueden tocar, las resultantes de la explosión, y se detiene, porque un cordoncito barra su entrada pero permite al curioso muerto de envidia meter la nariz y ver algo de la vivienda, en la casa del cónsul de Francia y su pequeña pero exquisita piscina minimalista en el tejado de su propia vivienda que se confunde con el lejano mar.   img_3187

Cuando entra en una de las iglesias ortodoxas de Fira y sale de ella, mira la hora que marca el reloj de su torre (aquí la iglesia no puede estar en el punto más alto de la población, aunque lo intenta, porque siempre habrá un punto más alto a medida que se asciende por el borde del volcán): las 14 horas. Busca Ulises un restaurante con vistas, pero todos tienen, así es que elige uno que, además, le proteja del viento que no cesa de soplar con violencia y causa serios problemas a las mujeres que llevan faldas. Descarta, por ese motivo, el restaurante Volkan (el viento es tan atroz en que las patatas de los platos vuelan directamente al mar y los clientes tienen que colocar las manos como paravientos para que las cigalas de sus platos no vayan al lugar de dónde han salido), y elige otro cercano en donde pide una dorada al horno acompañada de patatas, remolacha y berenjena, y regada por una cerveza Alpha a un camarero sumamente amable que chapurrea algunas palabras en la lengua de Cervantes.img_3399

Ulises es un humano de siestas, pero no cuando viaja, así es que reanuda su periplo aéreo y ventoso Fira arriba, hasta que sale del pueblo, en vez de bajar al hotel a disfrutar de su piscina, su terraza y su cama, y entra en otro pueblo, Firostefani, más tranquilo, y acaba al final en un tercero, Imerovigli, mucho más tranquilo aún, alineados los tres a ese despeñadero natural del volcán. Las casas particulares, los apartamentos en alquiler, los hoteles con encanto, las terrazas con vistas y sus correspondientes piscinas, porque los que habitan a esas alturas difícilmente van a optar por irse a bañar al mar, se alinean en esas laderas verticales de forma caprichosa, comunicadas por estrechos corredores, hasta casi rozar el abismo, e imponen al paseante el blanco cegador de sus paredes y muros recién encalados. Son construcciones muy simples, todas ellas de una sola pieza abovedada y alargada, cuyo tejado plano o ligeramente convexo permite su utilización como terraza o pequeña piscina (antiguamente servían para almacenar la escasa agua de lluvia caída), y suelen tener, en el exterior, un pequeño estanque para refrescarse su inquilino.img_3282

Cuando Ulises ve una procesión de camiones cisterna en una de las escasas plazoletas que permiten su entrada desde la carretera principal que sube a Fira por la ladera interior, está casi convencido de que trasportan gas para las viviendas, pero se equivoca: agua. Santorini es una isla volcánica y seca que no tiene manantiales y el único sistema de abastecer a las viviendas y a los establecimientos hoteleros es mediante camiones cisterna que llegan a diario con agua del continente o de la planta desalinizadora.  img_3338

En ese tercer pueblo al que llega en su paseo, con el sol declinando y libre ya de novias chinas con vestidos de tul que deben de estar en los camarotes de sus barcos haciendo el amor a sus novios (Santorini invita a toda clase de efusiones amorosas, viajes románticos o de reconciliación), tropieza Ulises con una terraza con piscina de efecto óptico, cuya agua se funde con la del lejano mar y parece que se vierta en él, y mirando esa agua plateada e hipnótica, fundida con el mar también plateado e hipnótico, consigue convencer al dubitativo camarero que le atiende de que le sirva una copa de vino blanco que el viento no arrastrará a la piscina porque él va a estar sujetándola. En ese instante, copa en mano (en realidad es un vaso culón porque el camarero no se atreve a salir con una copa que el viento abatiría sobre la propia bandeja antes de llegar a mi mesa) con caldo de la isla, el exquisito Vinsanto de esas cepas que se arrastran literalmente por el suelo, solo en su particular y caro paraíso (ese vino blanco le cuesta nueve euros, pero le parece un precio justo dado el enclave y la voz de Sade que escucha), vista al frente sobre ese mar plata, que pronto es color sanguina con la puesta del sol, Ulises se siente acompañado por una multitud de dioses, Dyonisos, Poseidón, Helios y Eolo, y brinda con ellos por la vida.img_3397

Amanece en el Dulce Papi y desde la pequeña terraza de la habitación asiste Ulises al milagro diario del nuevo día. Se ducha, desayuna rápido en una cafetería de la calle principal y alquila un coche, algo imprescindible si se quiere conocer la isla. Oia en el extremo norte de la isla, a 11 kilómetros de Fira, es su primer destino. No son buenas las carreteras de la isla, con demasiadas curvas y un tránsito endemoniado, pero llega muy temprano a la icónica población que figura en todas las guías turísticas como postal de presentación de Santorini. Oia, como Fira, Firostefani e Imerovigli, se extiende a lo largo de la ladera más septentrional de ese volcán que explotó. Una sucesión de casitas primorosamente encaladas colgadas al borde del abismo punteadas por las cúpulas añil de las iglesias y algunos viejos molinos habilitados como restaurantes forman un exquisito paisaje urbano en armonía con la naturaleza. A las diez de la mañana empiezan a llegar las novias chinas, sus maridos y sus fotógrafos, pero Ulises ya ha completado su tour por la población, ha ido hasta la misma punta para fotografiar a vista de águila el pequeño puerto pesquero de Ammoudi golpeado por el oleaje y hasta se ha tomado un zumo de naranja natural en uno de los muchos bares con vistas de Oia.img_3405

Tiene mono de baño Ulises, aunque es consciente de que no va a encontrar sirenas en las aguas del Egeo, así es que baja con el coche de la parte escarpada de la isla a la plana, en busca de una playa. Tiene dos de arenas negras aceptables, la de Perissa y la de Kamari. Escoge esta última porque le impresiona la sombra que imprime en el mar una gigantesca montaña que corta el arenal oscuro y el balanceo suave del agua. Nada durante quince minutos por ese Egeo relajante cuyas transparentes aguas le permiten ver fondos marinos y peces y que tiene la temperatura exacta para que resulte estimulante. Se seca al aire. Toma luego el coche para comer de modo informal en un chiringuito de la playa. Y se amodorra al sol, como un lagarto.img_3426

Aún tiene tiempo de ir a la Playa Roja, una pequeña bahía cuyas arenas  toman ese color característico de los impresionantes farallones de un rojo encendido que la delimitan y que amenazan con derrumbarse. Tan roja es la arena de esa playa que tiñe el mar de ese color y a Ulises, acostumbrado a las aguas cristalinas, no le tienta el baño.img_3430

La puesta de sol encuentra a nuestro viajero  en la terraza de un bar de ambiente de Kamari, rodeado de jóvenes de ambos sexos, adonde regresa agradecido por el baño de la mañana, con un Virgin Mary (un Bloody Mary sin vodka) transitando suavemente por la garganta y la vista perdida en la puesta de sol que tiñe de suave color violeta la silueta piramidal de una isla lejana. La belleza de las cosas.

 

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