Toda España es de todos los españoles
Por Jesús Cotta , 10 febrero, 2014
Reconozco que, al titular este texto, he tenido que vencer cierto pudor por utilizar la palabra «España» y «españoles». La machacona propaganda secesionista ha conseguido que, con tal de evitar el milenario nombre de España, la gente acabe prefiriendo (¡profiriendo!) términos franquistas como «Estado español». Conmigo que no cuenten para una cosa tan fea. ¡Con lo fácil y cómodo que es seguir usando el dos veces milenario nombre de España!
Lo bonito de España es que, con lo grande que es, es de todos los españoles. No hay rincones de España que sean de unos españoles más que de otros. En eso consiste, entre otras cosas, pertenecer a una nación: en no ser extranjero en ningún lugar de ella.
Sin embargo, unos españoles de un rincón de España han decidido, contra muchos otros españoles de ese mismo rincón, que ya no quieren seguir siendo españoles y quieren que su rincón ya no sea España y que en él sea yo un extranjero y que todos los que, por pura casualidad, hayan nacido en ese rincón sean los que lo decidan. Han descubierto, oh maravilla, que, gracias a un ente llamado catalanidad tienen un derecho colectivo: el derecho a decidir hasta dónde llega el nuevo país y quiénes van a ser los nuevos compatriotas y quiénes los extranjeros. Yo no tengo ese derecho colectivo especial porque, cosas de la fortuna, no he nacido en ese rincón, sino en el de al lado, donde, al parecer, ya no existe la catalanidad que los legitima a decidir.
Olvidan que los derechos no son colectivos, sino individuales; que no se tiene derechos por ser catalán o andaluz, sino por ser persona; que los derechos de un gerundense son exactamente los mismos que los de un onubense; que todo individuo tiene derecho, si vive en un país libre, a tener la religión que quiera, a hablar la lengua que quiera, a vivir donde pueda, a dedicar su tiempo y energías a lo que y a quien quiera, pero que no tiene un supuesto derecho compartido solo con sus vecinitos a decidir si usted y yo vamos a ser extranjeros en su territorio y qué frontera va a tener el nuevo país y si su rasgo cultural principal va a ser la sardana o el flamenco.
Los que hablan de derechos colectivos son enemigos de la concepción misma de derecho y de la libertad, o sea, tienen algo del totalitarimo fascista y marxista, que, en vez de considerar valiosas a todas las personas por el hecho de serlo, considera solo valiosos a los que son sus correligionarios o son de tal raza o de tal clase social.
Además, si el secesionismo consiguiera su objetivo, surge la siguiente pregunta: ¿cualquier censado en Barcelona dejaría de ser automáticamente español y, por tanto, miembro de la Comunidad Europea y pasaría a ser miembro de un país chiquitín porque una mayoría de vecinos en él así lo han decidido? Si los suecos que allí vivan conservan su nacionalidad, ¿por qué no la va a conservar mi tío abuelo que, aunque vive en Llobregat de toda la vida, no quiere dejar de ser español? ¿No sería mejor alargar la frontera de Cataluña hasta Extremadura y Ceuta y que todos los españoles fuéramos catalanes y todos los catalanes españoles y santas pascuas?
Sí, sin duda el tamaño importa: cuanto más grande es un país, más variadas son sus gentes y sus lenguas y su riqueza y su peso en el mundo. Frente a ese catalanismo excluyente y victimista y xenófobo, donde solo cabrían catalanes, viva esa España incluyente y abierta, ese árbol frondoso donde caben todos los niños y todos los pájaros y donde se reconocen los derechos inherentes a toda persona venga de donde venga. ¿A qué vienen esos otros españoles tristones y cerrados a decir que en su cortijo solo caben ellos?
Primero el mundo, donde vive la gran familia humana. En segundo lugar, Europa, madre de nuestra civilización. En tercer lugar, España, una sana identidad cultural y una realidad histórica y jurídica que defiende nuestros derechos en el mundo. En cuarto lugar, mi ciudad, donde está mi familia, mi trabajo y mi espacio. Y, luego, en décimo o vigésimo lugar, mi región.
Lo demás es una catetada, un provincianismo, un neandertalismo endogámico y tontorrón.
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