Un peso menos, un paso más
Por Víctor F Correas , 12 septiembre, 2015
Resopla aliviado. Un peso menos. Y también un paso menos; eso le separa del destino que tanto ansía y que ya adivina en el horizonte de sus pensamientos a pesar de estar a cientos de leguas de sus cansados ojos.
Su hijo ya le ha demostrado que no se equivocó al depositar en él su confianza y responsabilidad. Es un buen muchacho. Calmado, quizás demasiado tranquilo, le da muchas vueltas a las cosas, pero no le va a decepcionar. Es sangre de su sangre, y esas cosas se ven. Un peso menos, en definitiva. Ahora toca el siguiente. Y ese paso supone saldar una cuenta pendiente desde hace muchos años; y tiene muchas ganas de hacerlo.
Se mira en el espejo, ante el que se ha detenido después de dar vueltas sin sentido a la pequeña habitación por no se sabe cuánto tiempo. Le cuesta reconocerse, pero es él. Aún destilan sus ojos una mínima pero enérgica luz; las fuerzas que le quedan por consumir, que no son muchas, pero que reserva para el último viaje que ha decidido emprender. Cierra los ojos y echa la vista atrás, cuando era joven. La altura es la misma, ha ganado en corpulencia pero también en experiencia; ha guerreado lo que nunca imaginó y ha conocido la gloria sólo reservada para los seres que vienen a la tierra para ganarse la inmortalidad; que ya sabe que tiene ganada. ¿Qué contarán de él los que escriban sobre sus gestas, sus batallas, sus conquistas? Asiente en silencio mientras esboza una media sonrisa que torna melancólica al alzar la vista por encima del espejo y clavarla en un retrato. Es el de una mujer. Preciosa. De piel blanca, fina como la porcelana y con el pelo castaño recogido en unas trenzas que surcan su cabeza semejando labradas diademas. ¡Cuánto la extraña!, cavila con los ojos a punto de encharcarse en lágrimas. La edad, el tiempo pasado sin ella; esa losa que cae lentamente sobre uno hasta aplastarlo por completo y que le recuerda, poco a poco, su finitud, lo poco que representa en un universo dominado por una naturaleza que ni sus ejércitos juntos serían capaces de inquietar. Musita su nombre recogiéndose la primera lágrima que resbala por sus mejillas. Isabel. ¡Lo felices que podríamos ser donde iré!, musita con el rostro compungido.
Llaman a la puerta; ha llegado la hora. Sabe lo que tiene que hacer; sólo ha de dejarse llevar por los acontecimientos y evitar que la emoción le venza. Con su hijo Felipe no lo consiguió cuando el año anterior abdicó en él los reinos de las Españas; ahora quiere hacer lo mismo con su hermano Fernando. A él le corresponde la corona imperial. Se lo merece; sabe que tampoco le defraudará. Toma aire, se retira del espejo y en un último vistazo se ha vuelto apara verlo. Pero, ahora, lo que observa nada se parece al ser anterior que reflejó la bruñida superficie; el tipo que aparece ante sus ojos es un hombre poderoso, fuerte y robusto: es el mayor emperador que conoció la cristiandad. Es él, Carlos I de España y V de Alemania, al que después del trámite que se dispone a acometer no le quedará más destino que un perdido monasterio en la Extremadura de España, donde tiene decidido dar el último paso de su vida.
Hoy hace cuatrocientos cincuenta y nueve años que Carlos I de España y V de Alemania cedió la corona imperial a su hermano Fernando. Después se marchó a Yuste.
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