¿Y si hacemos feminismo?
Por Ema Zelikovitch , 11 octubre, 2016
Es impresionante y tremendamente enriquecedor ser testigo de la cantidad de debates que en las últimas semanas se han dado en los entornos feministas sobre temas de los que el feminismo tiene que hacerse cargo. Son fantásticos los artículos, los textos, los post de facebook e incluso algunos tweets sobre lo que debe o no hacer el feminsimo que una puede leer por ahí, incluso en aquellas ocasiones en las que se da una discusión, un conflicto, un choque… porque eso, amigas, es imprescindible para el feminismo: la discusión.
Sin embargo muchas echamos de menos, después de tanto leer, después de tanto escuchar, después de tanto debatir, espacios en los que hacer, precisamente, feminismo. Eso es igual de imprescindible. Echamos de menos espacios en los que se conforme y se confirme la posibilidad de estar juntas, de compartir experiencias, vivencias y deseos (sí, también los sexuales, y también, por cierto, de esos deseos sexuales que no son solamente de mujeres heterosexuales. Recordemos que hay muchas identidades oprimidas, eclipsadas por la heterosexualidad). Abrir esos espacios, ocuparlos con la presencia del cuerpo, aquel que no es solamente individual, sino aquel conformado por muchos que se hace colectivo, es el paso previo y necesario para que pueda darse la compartición de los males y de los placeres, la creación de nuevas ideas y la creación de nuevos mundos que permitan experimentar y vivir el feminismo como portador de dinámicas de transformación social. Ese espacio es imprescindible para compartir la vida común y compartir la cotidianidad, pues posibilita construir la resistencia, esa otra-forma de vivir el feminismo que vaya más allá de la reflexión y de los debates teóricos (siempre necesarios, sobra decirlo), que se dé en diferentes espacios de encuentro, que abra paso a nuevos procesos de subjetivación para construir nuevos sujetos capaces de llevar a cabo una redefinición de la realidad y de los modos de vida, alejados de las prácticas a las que el patriarcado nos lanza.
Es quizá así, junto a otros procesos, la forma en la que se logre la sororidad de la que tanto nos gusta hablar entre nosotras: volviendo a encontrarnos en los espacios, compartiendo experiencias y miedos y entendiendo que la violencia que sufrimos las mujeres no es un problema personal, sino colectivo. La fuerza que posee esa puesta en común reside en la creación de tejido, en la concepción de la resistencia como algo que atraviesa el espacio, el cuerpo y la vida diaria, como algo que abre la posibilidad de construir nuevos valores pero siempre en relación-a-las-otras, formando un todo, una colectividad.
El feminismo cobra sentido en la práctica misma de su hacer, de su aplicación a las dinámicas diarias, y se construye a partir de ese hacer y dentro de él. El feminismo, además de ser algo común, ha de ser algo que resista, algo que se oponga a lo establecido, algo al margen de lo dominante. Algo que denuncie, pero algo que en la práctica también construya y cree.
Hacer feminismo mediante la presencia del cuerpo en un espacio aporta una fuerza transformadora y sensible que toca, que atraviesa y que construye. Se despierta así una conciencia, pero también unos cuerpos para la acción que conocen y comunican un feminismo que va más allá del intento de aplicar la teoría. Transmitir de otra manera un mensaje diferente para la creación de otras realidades, de otra forma de vivir, que provoque el encuentro y la participación corporal, la alianza colectiva y la reapropiación del espacio, pasa por transformar lo sabido en acción, lo sentido en potencia de transformación.
Es necesario por ello dejarnos afectar por esas realidades que nos tocan, pues no hay nada más feminista que poner en el centro de todos los espacios el deseo de hacer del feminismo una realidad encarnada.
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