Budapest, dos ciudades partidas por el Danubio
Por José Luis Muñoz , 9 noviembre, 2014
Asociamos el Danubio a Viena, erróneamente, porque pasa por las afueras de la ciudad antaño imperial, cuando el que es uno de los ríos más largos y caudalosos de Centroeuropa es la columna vertebral de la capital de Hungría. Dos ciudades, Buda, fundada por Bleda, hermano del huno Atila, y Pest, derivada de cueva en húngaro, que separa el Danubio y que formarían una sola a partir del año 1873; 1.780.000 habitantes en 525 kilómetros cuadrados. La octava ciudad más grande de Europa.
Desembarco de mi tren nocturno en el que he pasado una noche con un cierto lujo—cabina individual con cuarto de baño y ducha—en la estación central de Keleti y tomo un taxi que me lleva hasta el hotel City Center de la calle Dohány cuyo aspecto exterior—ocupa una planta de un edificio herrumbroso de paredes desconchadas y con un patio interior lóbrego en el que tiene un establecimiento un tatuador—y modestísima recepción en la tercera planta, pero las habitaciones son amplias y dignas.
El hotel está al lado de una enorme sinagoga judía—Hungría, junto con Polonia, atesoraba la mayor población de esta etnia, pero el país magiar abrazó con fervor la causa del III Reich—cuyo aspecto es el de una mezquita, con minaretes incluidos. El hotel está en lo que queda del barrio judío de la capital húngara—un centro de estudios bíblicos abre sus puertas a esa amplia avenida—y a muy pocos pasos de la catedral neoclásica de San István, de proporciones ciclópeas, anchas columnas, bóveda semicircular que emerge de su crucero y majestuosas escalinatas por las que se accede a las entradas sobrevoladas por frisos, pero nada de ella es antiguo.
Las calles de Budapest, al contrario que las de Praga, son amplias y trazadas con tiralíneas. La que sale de la catedral, la calle peatonal Zrinyi, me lleva hasta el Danubio y un puente historiado, el Szécheny lanchid, ornado con esculturas, me lleva hasta la otra orilla.
Serpenteando por una loma, porque el funicular no funciona, se deja Pest a la espalda y se asciende a Buda, la ciudad histórica desde la que las vistas sobre el Danubio y el desmesurado parlamento, que nada tiene que envidiar en magnificencia al de Londres, resultan inmejorables.
Paseando por Buda, contemplando la iglesia neogótica de Mátyás y el bastión neorrómanico de Halászbástya que la rodea, con torreones incluidos que son miradores, empieza uno a entender la especial idiosincrasia en cuanto a la arquitectura de la capital de Hungría; lo que en otros países se restaura, aquí simplemente se reconstruye, y el resultado visual es catastrófico. Hay muy pocos edificios antiguos en Budapest, pues casi todos son reconstrucciones sobre ruinas o edificios de nueva planta que se alzaron en la época de esplendor del imperio austrohúngaro, cuando los dos países limítrofes formaban una entente poderosa y Budapest fue su segunda capital tras Viena.
Callejeando por la calles de Buda, que mira altiva desde lo alto a Pest bañada por el Danubio, se suceden una serie de cuidadas calles como la Fortuna o la Országház a la que abren sus puertas cafeterías, restaurantes o tiendas de bordados. El vestigio más antiguo que queda en esa parte de Buda es la torre de Mária Madgtorony, los restos de una iglesia románica de la que no queda nada absolutamente salvo esa ruina. El edificio más noble de toda esa parte de la pequeña ciudad antigua, que se extiende a lo largo de la colina dominada por la catedral neogótica y el inmenso palacio imperial neoclásico convertido en galería de pintores húngaros y en biblioteca nacional, es un antiguo hospital reconvertido en archivo nacional en cuya fachada historiada se abren enormes ventanales y cuyo tejado está formado por tejas satinadas de cerámica de colores, como las que cierran la techumbre a dos aguas de la catedral.
El día es muy soleado, ninguna luz enturbia el cielo azul de Budapest y es la hora de comer. La oferta es variada, en cuanto a establecimientos, pero no en cuanto a comida. Fuera del gulasch apenas existen otros platos, así es que lo pido en el pequeño restaurante en el que me meto y lo acompaño de la siempre excelente cerveza que se bebe por la zona.
Por la tarde desciendo al río y me acerco al parlamento que, a las seis de la tarde, ya luce iluminado como una joya y está vigilado por una guardia de gala. Regreso al hotel por una avenida cruzada por tranvías, la Bajcsy, y paso casualmente por el restaurante de Rocco Sifredi. La estrella internacional ya retirada del porno se enamoró de una de sus actrices húngaras y fijó su residencia en Budapest que es una de las capitales de ese tipo de cine en el que el sexo es una mera actividad zoológica y una clase detallada de anatomía.
Paralela al río, en la ciudad de Pest, hay una calle comercial y peatonal, la Váci, en la que abundan los restaurantes alrededor de un sex shop señalado por una silueta femenina que se retuerce tras cristales opacos. Me siento en un restaurante al azar y no puedo evitar tomar una sopa gulasch y una buena cerveza. A este paso me voy a convertir en un especialista en este guiso de carne, servido como estofado o sopa, que voy degustando en este viaje por Centroeuropa.
La mañana siguiente la empleo en visitar el parlamento de estilo ecléctico, edificado en el siglo XIX y XX, que mezcla alegremente el gótico, el barroco y el neoclásico, y hay que reconocer que los tres estilos arquitectónicos fusionan armoniosamente. Solo se visita una de sus enormes alas, la izquierda, porque la derecha es idéntica. El interior es tan espléndido como el exterior, con escalinatas de mármol cubiertas con alfombras, largas galerías con cristaleras de colores emplomadas y esculturas y lienzos cubriendo sus paredes. En su parte central, bajo la cúpula de 900 metros de altura y guardada por soldados en uniforme de gala, una corona de oro que perteneció al último rey de Hungría resplandece como un tesoro resguardada tras una vitrina de vidrio. Hoy los parlamentarios no tienen sesión, así es que nos permiten echar un vistazo a la cámara de asientos de terciopelo vacíos e historiada tribuna de madera. Cuando salgo del parlamento versallesco me pregunto si alguna vez fue necesario construir esos edificios tan enormes como mal aprovechados, y el Parlamento de Budapest, el edificio más emblemático de la ciudad magiar, con 650 dependencias, es buen ejemplo de ello.
A la Plaza de los Héroes se llega recorriendo una de las mayores travesías de Pest, la Andrássy. El ágora es una enorme explanada presidida por un obelisco alrededor de la que cabalgan guerreros de bronce en actitud beligerante sobre sus caballos, los antiguos reyes húngaros. Dos gigantescos palacetes neoclásicos se enfrentan a ambos lados de la plaza, uno con el friso multicolor y decorado, y otro blanco. En este último está la pinacoteca de Budapest, una colección pictórica de gran valor que incluye joyas de la pintura española como unos cuantos cuadros de Goya, uno perteneciente a la serie los horrores de la guerra, una amplia representación de maestros italianos entre los que hay algún Leonardo y Rafael, una amplísima muestra de la pintura de los Países Bajos con espléndidas pinturas de Rubens, cuadros góticos de Lucas Granach y algún Vermeer.
Detrás de la pinacoteca y lindando con el zoológico de la ciudad hay un parque de lagos artificiales en el que se alzan, junto a canales sin agua, palacetes de aires barrocos, impostados, y torreones medievales, impostados que son museos de agricultura y medicina. Alguna aberración arquitectónica más, en la torre reconstruida de una iglesia cerca de la calle Józsep Attila, contemplo de regreso al hotel por esa amplia arteria de casas con jardín que sirven como consulados y embajadas que es la Andrássy.
Las últimas horas de estancia en la ciudad las dedico, entonces, a contemplar el paisaje humano. Tienen muchos magiares típicos rasgos semíticos, hay muchos de ascendencia gitana, hasta el punto que hubo una época que el término húngaro era igual a gitano, y no abundan los rubios de otros países centroeuropeos. Suelen tener los húngaros de Budapest facciones bien marcadas y puede que su afición a la comida picante, a la papikra, se deba a la influencia turca ya que los otomanos dominaron la ciudad durante ciento cincuenta años en el siglo XV y llegaron a las puertas de Viena: abundan los restaurantes de esa nacionalidad, al margen de los habituales kebabs, y ciertas salsas a base de yogur apuntan hacia esa influencia gastronómica.
De noche la ciudad refulge en todos sus puentes y edificios monumentales, que iluminan como joyas, y la gente deambula con tranquilidad por calles concurridas por coches, trolebuses y tranvías en las que no faltan furgonetas de policía. A pesar de leyes excluyentes y lesivas para ellos, los sin techo duermen en los soportales, en las aceras e incluso junto al frío y húmedo Danubio, envueltos en mantas.
Sin el encanto de Praga, por cuyos callejones estrechos y, a veces, siniestros uno siempre espera ver salir la sombra del monstruoso Golem, ese Frankenstein de los judíos que los protegía, Budapest se me antoja una ciudad impersonal y racional, con pocos secretos y una vida ordenada, y ni rastro del socialismo soviético que sufrió durante buena parte del siglo pasado y que debió sumirla en una aburrida grisura tras el fracaso del alzamiento de 1956 que dejó 3.000 muertos con la intervención de la URSS para sofocarlo, y la fuga de los Puskás, Kubala, Kocsis y Zibor hacia los clubes de futbol españoles. Todos los símbolos del periodo comunista han sido debidamente enterrados en esta ciudad que está clasificada entre las nueve más bellas del mundo.
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