Cracovia, la plaza
Por José Luis Muñoz , 3 noviembre, 2014
Cracovia está a un paso del infierno, pero nadie lo diría de la ciudad más hermosa de Polonia, su antigua capital, y una de las urbes más bellas de Centroeuropa. Un tren destartalado me lleva a la ciudad en poco más de cuatro horas; un tren de los de antes, con pasillo y departamento que comparto con dos jóvenes polacas que ni hablan entre sí ni conmigo en todo el tiempo que dura ese viaje en el que lo más destacable es el frío, el frío intenso que debe de entrar por una rendija y que ninguna calefacción mitiga, que me obliga a bajar la maleta para sacar un jersey y abrigarme y a las dos chicas envolverse en sendas mantas que previsoramente llevan consigo.
Llego a Cracovia el Día de los Muertos y puede que alrededor de esa ciudad haya más muertos que en ninguna otra ciudad del mundo, sepultados en sus tierras de cultivo de la llanura que rodea al Vístula o en el aire brumoso de la ciudad. El frío es cortante mientras me traslado en un taxi al hotel Polonia que dista sólo una manzana de la enorme estación de tren. El establecimiento es uno de esos elegantes y viejos hoteles de Centroeuropa de habitaciones enormes con techos altísimos y suelo de madera, pero su aire es acogedor y, sobre todo, es cálido en el sentido más literal de la palabra: unos radiadores caldean el ambiente en sustitución de las antiguas chimeneas que todavía hay en las esquinas de las habitaciones.
La calle Bastztowa, en donde se encuentra el hotel Polonia, bordea con un jardín cuidado la ciudad antigua como si se tratara del Ring de Viena, un anillo perfecto recorrido por tranvías, modernos y vetustos, que pasan silenciosos entre algunos pocos coches. Aunque la noche es gélida y la niebla que brota del Vístula cubre la ciudad para ambientar el Día de Difuntos, me echo a la calle con el poco abrigo del que dispongo y entro en la ciudad antigua por la puerta ojival de la barbacana de ladrillo. La calle peatonal Szpitalna, llena de establecimientos de restauración a derecha e izquierda que ya cierran por la avanzado de la hora, y pequeños supermercados que junto a los kebabs permanecen abiertos hasta la madrugada, me lleva a la plaza del mercado, la Rynek Glowny, el ágora medieval más grande de Europa con 40.000 metros cuadrados de superficie, rodeada de edificios impresionantes, palacio, casas nobles, iglesias, tenuemente iluminados con focos multicolores que brotan del suelo y contribuyen, junto a la niebla, a dar un ambiente fantasmal de noche de Halloween. La torre maciza de ladrillo del ayuntamiento, la Wieza Ratuszowa, que exhibe un enorme reloj y remata una cúpula de piedra verde muy historiada, es el punto más alto. Un edificio de arcadas renacentistas, el Sukiennece, se alinea junto a esa torre y a su corredor ojival abren sus puertas acogedoras cafeterías y tiendas de suvenires.
La pequeña iglesia de San Adalberto, iniciada en el siglo X y arrumbada a un espacio lateral de la plaza, contrasta con las dos torres de ladrillo, la más alta de 80 metros y coronada por un casco gótico puntiagudo y la más baja de 69 metros que sirve de campanario, de la impresionante iglesia gótica de Santa María que ocupa una de las esquina de la plaza y cuya belleza exterior, con un sinfín de cimborios, pequeñas cúpulas ornadas y ventanales exteriores, se queda muy pobre ante el recargado interior de sus tres naves de una policromía extraordinaria y una riqueza de retablos barrocos que a uno le recuerdan la extraordinaria catedral de Estrasburgo. Los arcos y columnas de esta hermosísima iglesia están perfectamente pintados y en sus bóvedas los artistas locales pintaron con detalle un cielo azul tachonado de estrellas doradas. En una de las capillas próximas a la puerta principal pinturas murales góticas de santos con coronas de pan de oro perfectamente conservadas concitan la atención del visitante ahogado en tanta belleza. La basílica de Santa María, que alberga el retablo más grande de toda Europa, fue edificada por los vecinos de Cracovia en 1399 en oposición a la catedral de Wabel, como la catedral del Mar de Barcelona en contraposición a la oficial del barrio gótico. Desde la torre de la basílica un trompetista toca el Hejnal Mariacki cada hora en recuerdo de la invasión de los tártaros y del centinela que alertó a la ciudad del peligro con ese instrumento y murió de un flechazo en el cuello.
Cracovia, antigua capital de Polonia hasta 1596, tiene algo más de setecientos mil habitantes y en el Día de los Muertos buena parte de sus jóvenes deambulan disfrazados por las calles del centro de la ciudad. Los elegantes carruajes blancos tirados por caballos ornados con historiados penachos y conducidos por cocheros uniformados y tocados con sombreros de copa negros, dan vueltas a la enorme plaza y por las calles aledañas a los turistas que se protegen del frío con mantas y el ruido rítmico de los cascos de esos esbeltos caballos de tiro forman parte del paisaje sonoro de la plaza.
Regreso al hotel con el deseo de tomar una sopa caliente que no se materializa: las cocinas de los restaurantes se cierran a las doce, así es que el hambre me hace madrugar al día siguiente para saborear el desayuno del hotel Polonia que es tan copioso como bueno. El día amanece con un cielo azul desvaído cubierto por una telaraña de nubes transparentes y altas que el sol atraviesa con una luz blanca. El Día de Todos los Santos debe de ser una fiesta muy sagrada y las puertas de todos los museos de Cracovia permanecen cerradas, así es que me quedo sin ver La dama del armiño de Leonardo de Vinci que se exhibe en el museo Czartorisky. Cruzo la ciudad antigua, patrimonio de la Humanidad, de un extremo a otro para ascender la suave loma en la que se asienta el castillo y desde la que la visión del tranquilo Vístula, uno de los ríos que recuerdo haber estudiado en mi adolescencia junto al Oder y Denisei, se revuelve en suaves meandros deslizándose por la llanura a una velocidad imperceptible. En lo alto de la cima, coronándola, la catedral de Cracovia dedicada a San Estanislao y san Wenceslao, que es bastante más pequeña que la basílica de Santa María y está mucho menos concurrida, era el lugar en que coronaban los reyes polacos y domina una ciudad que prefiere el templo gótico de abajo. El templo gótico de tres naves fue construido entre el 1320 y el 1364. En ella están enterrados los monarcas polacos en una sucesión de 18 capillas funerarias entre las que descuella la de Segismundo I en alabastro rosáceo. Destacan dos cúpulas redondas, una dorada, y dos torres, una acabada en un casquete bulboso de piedra verde y la otra de ladrillo. Su interior, reducido y con altares barrocos y renacentistas, no tiene la magnificencia de la iglesia del pueblo edificada abajo, ni sus devotos.
Bajo a la ciudad para ver lo que queda del gueto judío, en el distrito Podgorze que son unas pocas calles alrededor de un par de sinagogas en un barrio poblado por restaurantes de cocina kosner, entre dos pequeños cementerios destartalados, y concurrido por grupos de jóvenes israelitas que pasean su orgullo patriótico por donde sus antepasados sucumbieron al odio irracional. En un restaurante de la zona me detengo a comer una buena sopa de calabaza y un pollo con salsa de yogurt que riego con una cerveza abundante y fría. Mientras como pienso en un pequeño niño judío que sobrevivió a la barbarie de los nazis en la ciudad y posteriormente fue uno de mis directores de cine más admirados: Roman Polanski. Pero la mayor parte de los judíos de Cracovia tuvo otro destino. Los nazis germanizaron la ciudad, cuando pasó a depender del Gobierno General y falsearon su historia haciéndola pasar por prototipo de urbe alemana.
La fábrica de Oskar Schindler, el empresario que salvó a sus trabajadores judíos y que Steven Spielberg beatificó en una de sus mejores películas, se encuentra fuera del casco antiguo de la ciudad, al otro lado del Vístula que pasa por debajo del puente con su agua estancada. La fábrica, por ser 1 de noviembre, permanece cerrada, pero en su exterior hay ofrendas florales, lamparillas votivas que parpadean junto a los muros del remozado edificio en cuyas vitrinas aparecen las fotos de los más de mil judíos que Schindler salvó de la cámara de gas y su aspecto actual.
Cracovia, como toda Polonia, es muy religiosa y tiene muchas vocaciones que se ven por la calle aunque los cracovianos no se persignan por la calle ni hagan reverencias al pasar por delante de las iglesias como hacían los habitantes de Vilna. No es casualidad que el papa Wotjila, beatificado precipitadamente y cuyo milagro más notorio fue el de desencadenar la caída de los países del Telón de Acero, haya nacido en la antigua capital de Polonia por cuyas calles se ven monjas con hábitos tradicionales y curas con sotana, en cuyas iglesias las ceremonias son continúas y cuya artesanía tenga una estrecha relación con la religión: rosarios, crucifijos e iconos abundan en las galerías comerciales del Sukiennece.
En medio de tanta santidad destaca, por paradójico, la pecaminosa presencia de un edificio regio, en los aledaños de la plaza principal, destinado al vicio y al pecado que se anuncia con las luces rojas infernales, tiene sus ventanas cubiertas con cortinas rojas para preservar la privacidad de quien entra allí y promete sexo salvaje bajo el nombre sugerente de Wild Night a sus visitantes. Me queda la duda de si se trata de un meublé en donde los católicos polacos dan rienda suelta a su libido en sus relaciones prematrimoniales, extramatrimoniales o adúlteras, o bien es un señorial prostíbulo cuyas señoritas permanecen ocultas a los ojos de los potenciales clientes que ni las ven en foto en el vestíbulo. Me quedo con la duda mientras apuro el tiempo y amortizo la temprana noche, que se cierna sobre la ciudad poco después de que el trompetista de la basílica de Santa María señale las seis con la melodía del Hejnal Mariacki, con una cena opípara en un restaurante de cocina medieval polaca que me sirve una sopa de boletus impecable, los dumplin típicos de la gastronomía polaca, una especie de enormes gnochis rellenos de carne que puedo mojar en salsa de frambuesas, y una exquisita tarta de manzana con bola de helado de vainilla y nata que remato con un vodka de cereza y un café.
Nadie diría que la exquisita y acogedora Cracovia, una de las ciudades más hermosas de Centroeuropa, es la antesala del infierno.
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