Jauja, de Lisandro Alonso
Por José Luis Muñoz , 14 diciembre, 2014
Mientras un tipo de cine, el de la industria, se centra en el espectador teenager, en los efectos especiales y en el 3D para llevarlo al cine a que coma palomitas y beba alguna cola, esquivando los argumentos para público adulto que relegan a las series televisivas, hay otro que parece volver a los orígenes, incluso en sus planteamientos estéticos más primitivos, buscando la pureza de las primeras imágenes en una especie de desnudez formal.
Esto último le ocurre a Jauja, una película argentina de autor que me recuerda en muchos momentos a la portuguesa Tabú de Miguel Gomes, una de esas rarezas inclasificables que uno encuentra de vez en cuando en las salas oscuras, y a las películas crípticas que realizara Gonzalo Suarez—Ditirambo y sobre todo Aoom—bajo la bendición de la Escuela de Barcelona.
Apenas hay movimientos de cámara en Jauja, y si hay alguno es imperceptible, de milímetros: un jinete que se acerca y luego se aleja; tampoco hay música, salvo en la secuencia del sueño de Vigo Mortensen bajo el cielo estrellado; la pantalla es cuadrada, pero con los vértices redondeados y no picudos; y los personajes se mueven en medio de la surrealidad del paisaje inhóspito de la Patagonia que se convierte en un personaje más de la cinta, telúrico, uno de los principales. Jauja tiene aires de western; de western de Monte Hellman, por su fría estilización; de western de Jim Jarmush, de Dead Man; porque carece, por voluntad propia, de la épica del western norteamericano de la que huye. También entronca con el Akira Kurosawa de Dersu Uzala en la relación hombre con naturaleza. Incluso apunta, aunque luego se olvide, así es que es una trampa argumental que se queda en la nada, con la anécdota de un militar que ha perdido el norte y actúa disfrazado de mujer, aunque nadie lo haya visto, un especie de coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad o del Apocalipse Now de Ford Coppola.
Hay un capitán danés, destinado en la Patagonia, que combate, teóricamente, a los mapuches (dos en toda la película) con una tropa formada por un teniente rijoso, que se masturba en una charca marina rodeado de focas, y un soldado enamoradizo de pies patagónicos. Cuando su angelical hija se fuga con el soldado, sin demasiadas razones, el padre la persigue por un paisaje infinito que se torna volcánico y hiere sus piernas con sus perfiles ariscos. Un antiwestern que sigue las andanzas de ese jinete absurdo, ataviado de militar, sable incluido, por ese páramo que se lo va tragando al mismo tiempo que lo convierte es estrambote (un mapuche le roba el caballo y se lo lleva riéndose del militar que lo dispara con poca fortuna). Una rareza que resulta a nivel visual—la fotografía de Timo Salminen es excelente en su búsqueda de la luz perfecta—pero defrauda con los personajes—los actores se marcan largas parrafadas sin demasiado sentido—en una especie de representación del teatro del absurdo. La breve segunda parte de la película, la que transcurre en una casa danesa, quiere explicar la primera parte, la patagónica, y, en mi opinión, la perjudica, es totalmente prescindible.
Lisandro Alonso, que tiene una considerable filmografía a cuestas—Dos en la vereda, La libertad, Los muertos, Fantasma, Liverpool—filma minuciosamente cada uno de sus planos, como un videoartista, se entretiene en ellos aunque no suceda casi nada dentro (la lona de la tienda de campaña que se agita) y utiliza el fuera de plano en las escenas de sexo—el caballo que pasta tranquilamente mientras se escuchan gemidos, muy apagados, como con desgana, de los amantes que acaban de descabalgarlo—y de violencia—los dos mapuches que torturan y matan a un blanco contemplado en el horizonte por el militar que busca a su hija y no interviene—, en esa obsesión del director argentino por huir del espectáculo y de la tensión dramática. En ese sentido, en el de la tensión dramática, tampoco vemos que aflore el sufrimiento en el militar que pierde a su hija. Tampoco es necesario.
¿Qué es más importante, el sueño o la realidad? El sueño, evidentemente, parece decir el realizador con unas imágenes que fascinan a ratos, con personajes que hablan tanto en argentino como en danés, y aquí se luce el poliglotismo de Viggo Mortensen que sostiene prácticamente toda la película, la produce, canta y compone la escasa partitura. Una película más borgiana, por su frialdad, que cortazariana, ya que hablamos de un argentino. Pero pesa sobre todo el conjunto la sensación de impostado, en lo que se cuenta y, sobre todo, cómo se cuenta. Esa distancia que toma el artista con respecto a su obra, la misma que tomaba el autor de El Aleph con respecto a sus escritos. Matemática del lenguaje cinematográfico sin calor humano.
Título original: Jauja
País: Argentina
Año de producción: 2014
Género: drama surrealista
Duración: 110 minutos
Director: Lisandro Alonso
Estreno en España: 12/12/2014
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