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Juegos de niños

Por Silvia Pato , 20 agosto, 2014

Era una hermosa mañana con el cielo azul, la temperatura agradable, al no haber alcanzado aún su punto más álgido al mediodía, y una brisa ligera que acariciaba el rostro en uno de esos días en los que huele a verano.

Vagaba por las calles observando la ciudad en la que habito como si fuera territorio desconocido, de esa forma en la que cultivamos el mirar con otros ojos, descubriendo nuevos detalles y apreciando lo que nos rodea con la mirada del viajero que nunca ha estado en un lugar.

Vagaba por las calles de un barrio como puede ser el suyo o el mío, en una de esas tranquilas mañanas de domingo en las que parece que todo avanza de forma más pausada, y en la que apenas te cruzas aquí o allá con el propietario de la taberna que se encuentra en la terraza de su establecimiento, esperando que se acerquen los turistas a tomar el aperitivo, mientras aprovecha los templados rayos de sol; las ancianas que encaminan lentamente sus pasos a misa; y el señor que sale del kiosco con el periódico bajo el brazo. Entonces, entre aquellas escenas que se suceden y que has visto durante toda la vida, reparas en que falta algo.

¿Dónde están los niños?

La respuesta no tardó en llegar al distinguir, en una plazuela, a dos rapaces. Estaban tan silenciosos que en caso de no haber mirado hacia ellos, ni siquiera les habría visto. Se encontraban sentados en unas escaleras a los pies de una escultura. No debían tener más de nueve o diez años. Y allí estaban, sentados el uno al lado del otro, con sus rostros inclinados sobre las consolas portátiles, aislados del mundo, aislados incluso de ellos mismos.

¿Dónde están los balones, las risas infantiles, las gomas o las tizas pintando el suelo? ¿Tan poco autónomos están creciendo los niños que solo juegan a esos juegos cuando un adulto les guía en campamentos de verano o encuentros similares?

children-364625_640¿Qué está pasando para que inmensos pinares donde divertirse corriendo, escondiéndose, imaginando aventuras de todo tipo, montando un improvisado columpio con cualquier cuerda, se muestren vacíos de niños y estén en cambio llenos los parques infantiles que construyen junto a ellos? Toda la naturaleza para ser disfrutada y se encierran en esos recintos vallados, sin mirar los pájaros, sin distinguir los insectos, sin reconocer las copas frondosas de los árboles.

¿Qué está pasando para que antes, cuando éramos críos, no nos llegaran las horas del día para todo lo que queríamos hacer, para todos los juegos a los que queríamos jugar, y ahora los niños, muchos de ellos con más juguetes y aparatos que los que nosotros tuvimos, se quejen de un aburrimiento constante y una preocupante apatía que les impide salir a investigar y descubrir el mundo?

Quien diga que la tecnología no ha cambiado nuestros hábitos ni afecta a nuestras vidas no se ha detenido a observar a su alrededor.

Cada vez los niños dejan de jugar a menor edad. Cada vez los adolescentes imitan los roles adultos más pronto. Cada vez se queman antes unas etapas fundamentales para su bienestar. Y he ahí la otra cuestión: ¿Qué responsabilidad tenemos en todo esto los adultos? Probablemente toda.

Sirva la reflexión de hoy simplemente para recordar que tenemos que dejar jugar a los niños, que tenemos que dejar que se caigan, que se manchen, que investiguen, que vayan ellos a presentarse a otros niños, que aunque estemos siempre vigilantes, habremos de enseñarles poco a poco qué es eso de la independencia y la autonomía, porque las lecciones que aprendemos en la infancia son las únicas que no se olvidan en toda la vida.

 

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