La segunda vez que estuve en La Rochelle
Por José Luis Muñoz , 19 diciembre, 2014
No suelo repetir viajes. No hay tiempo para ello. Ni ciudades. Pero con La Rochelle hago una excepción. Así es que diez años, o quince, después de haber desembarcado en ese pequeño puerto marino defendido por dos imponentes torreones, vuelvo en compañía de esa lluvia persistente y fina que no me deja en todo el camino por la autopista desde que he salido de Burdeos.
Deambulo por las calles de La Rochelle, la roca, ese puerto pesquero del siglo X que en el XI adquirió su estatus de ciudad, sin rumbo fijo. Me voy asomando a todos los callejones que mueren en el pequeño estuario. Me fijo en las embarcaciones modernas de su puerto deportivo, que se balancean, y en el anacronismo de esas dos torres de defensa imponentes, la de San Nicolás y La Chaine, que debieron salvaguardar la bocana del puerto de incursiones corsarias de ingleses. Imagino cañonazos y abordajes en una mañana gris mientras paseo por el muelle, al borde de un agua verde y bastante limpia bajo la que se transparentan bandadas de peces oscuros que acabarán siendo sopa de pescado barato en los restaurantes del puerto. En sus aguas combatieron españoles y franceses contra ingleses, que se hicieron con la plaza en esa época en que las ciudades, y más las costeras, caían en manos de unos y otros y eran moneda de cambio sin que importaran sus habitantes. La Rochelle fue hugonota, y eso fue un problema para ella, y allí obtuvo refugio Enrique IV de Francia, también de Navarra, que se salvó de una guerra fratricida de religiones en Francia entre católicos y protestantes, en la que estos últimos salieron derrotados y masacrados sin piedad en la noche de San Bartolomé. La Rochelle protestante mantuvo su idiosincrasia especial, que incluía un comercio privilegiado con Canadá de pieles y ser puerto de expedición de barcos negreros a América, hasta que el cardenal Richelieu la asedió y venció.
Veo, en una esquina, a un conocido y hago ver que no lo veo como él hace exactamente lo mismo conmigo. Busco, cuando el hambre aprieta, o quizá sea el aburrimiento, un restaurante en donde comer que no sea muy caro. Seguro que alguien me va a rebatir lo que diga a continuación, pero nunca, salvo en París, he comido bien en ningún lugar de Francia; bien gastándome lo que en España me gasto por una buena decente. Así es que entro en un restaurante a la una, la hora francesa, en uno del puerto con manteles de hilo y camareros, me siento y pido el menú del mediodía que es una sopa, quizá de esos peces que he visto deslizarse por las aguas del puerto, con costrones de pan infame que absorben el poco caldo de la sopa, y una brandada de bacalao sencillamente infame con lo fácil que resulta hacerla buena. No me sorprende y no me frustro.
Me pierdo por las calles con soportales de la Rochelle, dejando el muelle y el mar a mis espaldas. Me pierdo, literalmente, pues cuando quiero regresar a mi punto de partida, en donde dejé el coche estacionado, no lo encuentro porque me faltan puntos de referencia: algún torreón, campanario de iglesia, o simplemente olor a mar que no percibo. Me pierdo caminando por calles que se vuelven más concurridas a medida que un delgado rayo de sol alumbra algunas fachadas y el gris cielo se ilumina durante diez minutos.
Llueve mucho en La Rochelle, por eso los soportales. Llueve con persistencia, empujándome la lluvia, tras pasar por plazas, por el ayuntamiento, que es un espantoso pastiche medieval, y por el mercado, hacia el Café de la Paix que abre sus puertas en el soportal de una plaza inmensa y desangelada en uno de cuyos lados una enorme iglesia neoclásica de paredes desnudas toca con sus campanas a difuntos.
El Café de la Paix es un café antiguo, recargado, con enormes lámparas que cuelgan de un techo pintado, divanes y mesas para tomar tranquilamente café y charlar, espejos y cornucopias cubriendo parades y duplicando ópticamente el espacio y un mostrador brillante de noble madera tras el que dos camareras, una joven y otra más madura, atienden a los clientes y a los camareros que atienden las mesas con chaquetillas blancas abotonadas. Le indico al que se me acerca que quiero una tarta tatin, que he visto en el expositor de dulces, y un café con leche para quitarme el mal sabor de boca de esa brandada de bacalao. La infusión y el dulce ss lo mejor que entra en mi estómago en este pequeño viaje por Francia. Y me siento a una mesa, a saborearlo, mientras observo el ambiente del café, otro anacronismo, que exigiría clientes de época, con chistera y capa ellos, con largas faldas y escotes realzados, ellas. Me fijo en la camarera rubia de la barra, en la madura, en lo realmente atractiva que es, mientras trago es tarta tatin que mejor hubiera estado calentada ligeramente que con ese frío de nevera. Y me doy cuenta, entonces, de que ya estuve en este preciso lugar, quizá hasta en esta mesa que ahora ocupo, quizá admirando a esa rubia camarera que entonces tendría diez o quince años menos, la primera vez que desembarqué en La Rochelle, yo o alguien que se me parecía, en compañía de una mujer con la que era feliz en aquellos momentos, camino de Bretaña.
Cuando me levanto y me miro en uno de los espejos, no me reconozco. Yo, también, soy anacronismo.
Callejeo mucho por La Rochelle, perdido. Descubro, en mi búsqueda del puerto, que nadie sabe indicarme con certeza, calles nuevas, soportales, establecimientos comerciales, plazas presididas por esculturas de bronce. Un sarraceno, a caballo, parece a punto de ser descabalgado en una de ellas.
Cuando, por casualidad, paso de nuevo por el arco ojival de piedra de la puerta del Torreón del Reloj, vestigio de la antigua muralla que cercaba La Rochelle, por la que he accedido a la ciudad antigua tres horas antes, me felicito a mí mismo por haberme perdido, yo, que presumo de no perderme nunca y que últimamente me pierdo mucho más de lo que quisiera.
Bordeo el muelle en donde siguen balanceándose esas embarcaciones de recreo y descubro algo tan insólito como un faro dentro del pueblo, integrado en una de sus viviendas, cuya luz se enciende sin que yo sepa muy bien a quién advierte su foco giratorio. Quizá cincuenta, cien años atrás, ese faro estuviera al borde de la costa, y no en medio del pueblo como está ahora. El faro se enciende y me indica que quizá sea hora de volver al coche. Así es que despacio, bajo la lluvia, ese pulverizador constante, busco mi coche y lo encuentro cerca de los torreones de defensa de La Rochelle, monto en él y dejo la ciudad fortaleza a mis espaldas por una calle que serpentea un parque, convencido de que no voy a volver a ese lugar, como a muchos.
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