Una licencia literaria
Por Silvia Pato , 10 septiembre, 2014
Hay libros que no parecen los mismos libros cuando regresas a ellos años después.
No todos los lectores podrán entender esas palabras, más por una limitación biológica que literaria, ya que es necesario que hayan transcurrido algunos años, o incluso décadas, antes de que, al experimentar esa sensación por sí mismos, puedan comprenderlo.
La primera vez que fui plenamente consciente de tal aseveración fue cuando retomé las grandes novelas de Tolstói y Flaubert, inaugurando la treintena. Había leído Ana Karenina y Madame Bovary en la adolescencia, y volví a hacerlo algunos años después; pero cuando las releí con treinta años descubrí matices que había ignorado, y comprendí cómo las obras que permanecen inalterables nos enfrentan a la paradoja de la vida, porque no era el libro quien había cambiado, era yo la que había crecido.
Esa es una de las razones por las que siempre es un placer regresar a los clásicos, aunque no todos produzcan el mismo efecto; y también por ese motivo resulta tan importante el momento de nuestras vidas en el que descubrimos por primera vez un libro.
Es frecuente que determinada historia leída a destiempo no marque al lector como lo ha hecho a otros que se encontraban en ese instante mágico en que se fusiona una obra con tu propia vida. El género fantástico da buena cuenta de ello. Raro es encontrar a quien haya leído a Michael Ende antes de los doce años que no te confiese que le ha marcado su obra; tal y como sucede con los que han leído a Tolkien en su adolescencia. Si nos alejamos de lo fantástico, podríamos recordar también que hay toda una generación traumatizada por leer Platero y yo siendo muy pequeños.
El arma es de doble filo. Hay libros, así como algunas películas, que nos hicieron felices y que no te arriesgas a volver a tocar o a ver, temiendo quebrar un hermoso recuerdo. Pese a ello, no podemos negar que es muy distinto acercarse a cualquiera de esas obras en la edad adulta; no mejor ni peor, pero sí diferente.
Por eso es tan importante la elección de las lecturas obligadas o recomendadas en las escuelas, y se agradece sobremanera la licencia literaria que se toman aquellos maestros que salpican sus clases de fantasía, de ciencia ficción, de cómics y de todo tipo de historias ajenas a los círculos eruditos. Después de todo, gracias a la edición digital y al dominio público al que se tiene acceso a través de Internet, la excusa de que determinados títulos resultan inaccesibles para el gran público no deja de ser solo eso: una excusa.
Dentro de las ventajas que nos ofrece el universo digital, deberían enseñarse aquellas que suelen pasar más desapercibidas, mostrando a todos los estudiantes que, al margen de lo que la industria pone a su disposición, tienen una biblioteca inmensa en la red de redes, donde ya no es posible esgrimir excusa alguna para no leer.
Si queremos fomentar la lectura, no podemos hacerlo con historias, leídas a destiempo, que alejarán a los futuros lectores. Ante todo, leer es un acto placentero y no podemos pretender que los más jóvenes, que cada vez leen menos y se caracterizan por una menor capacidad lectora, potenciada muchas veces por un manejo confuso de sus ordenadores, puedan acceder a El Quijote o La Regenta sin haber hecho un recorrido previo.
Desde luego, no todos los adolescentes están preparados para enfrentarse a Tolstói, pero si se siguen fomentando los hábitos de lectura tal y como se hace, y los estudios oficiales siguen en su mayoría anquilosados en determinados prejuicios, estaremos bombardeando el amor por los libros de tal forma que esa sensación que comentaba al principio, de redescubrir la evolución de uno mismo a través de las obras que leímos de jóvenes, será comprendida por muy pocos, y cuando hablemos de Ana Karenina pensarán en Keira Knightley o en una miniserie de televisión.
A este paso, corremos el riesgo de que lo más frecuente dentro de unos años sea oír: «¿Tolstói? ¿Quién es Tolstói? ¿Tiene Facebook?».
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