Virtudes de la madurez
Por Silvia Pato , 5 marzo, 2014
Con demasiada frecuencia, la sociedad de la imagen en la que vivimos, caracterizada por un constante elogio de la juventud, olvida las virtudes de la madurez. Así, es posible cruzarse con gente que pasa de una interminable adolescencia, con todo lo que ello conlleva, a engrosar las estadísticas de la tercera edad; una tercera edad que, a menudo, se encuentra desubicada, si tenemos en cuenta la velocidad de los cambios sociales y la exigencia de una adaptación constante a los avances tecnológicos en el mundo que nos rodea.
La publicidad da buena cuenta de ello. La mayoría de los productos están dirigidos a un público que o bien es joven y aspira a parecerlo toda su vida, o bien es mayor y tiene que asumir el rol de cuidador de sus familiares, ya sean sus progenitores o sus nietos. En esa generalidad, ¿dónde están los adultos?, ¿dónde están los hombres y mujeres mayores de treinta y pico y menores de sesenta y cinco años? Búsquenlos en los anuncios; los hallarán excepcionalmente; y, en muchos casos, estarán atosigados por la exaltación de la juventud que están dejando atrás, instándoles a recuperarla, o por ser protagonistas de todos los productos para bebés que existen en el mercado.
El bombardeo es constante. La imagen se cuela por todos nuestros dispositivos. En nuestros subconscientes quedan grabadas fotografías retocadas de una época de la vida que, como todas, es efímera; y, como todas, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. No obstante, parece que es global la tendencia de mostrar únicamente, por un lado, las ventajas de la juventud, y por otro, los inconvenientes de la adultez.
El hecho no es baladí. La publicidad es fiel reflejo de la sociedad a la que se dirige. Si hace unas décadas, mujeres adultas enseñaban a sus madres la revolución que suponía la existencia de tal o cual producto; ahora, son los nietos los que les dicen a sus abuelos qué han de tomar para mantenerse en forma. Si hace unas décadas, los hombres mostraban a sus ancianos padres los avances tecnológicos de su nuevo automóvil; ahora, son los niños los que les dicen, tanto a unos como a otros, qué vehículo han de comprar.
Así pues, ¿a qué papel han quedado relegados los adultos de la etapa central de la vida? ¿Por qué motivo interesa ignorar las décadas en las que uno ha adquirido autonomía, madurez e independencia; en las que uno se acepta a sí mismo; y en las que uno ha conseguido ser más crítico, más comprensivo y más solidario? ¿O acaso no interesa que los jóvenes se conviertan en adultos con esas cualidades? ¿Será entonces más fácil alimentar una sociedad de eternos adolescentes insatisfechos que nutren sus carencias emocionales a través de un consumismo exacerbado?
Hubo una época en la que los anuncios de perfume vendían ternura; en la que los cosméticos vendían resistencia y belleza para mujeres adultas, activas y trabajadoras; en la que los dulces para niños se publicitaban como premio, no como merienda; en la que la ropa no te definía, sino que te hacía resultar más atractivo; en la que ancianas enseñaban a cocinar los productos como se había hecho en casa durante toda la vida.
Curiosamente, fue una época breve, no nos engañemos, pero lo suficientemente significativa para que alguna generación perciba el cambio abismal en revistas y televisiones. Aprendíamos de los adultos con humildad, y la sabiduría de los mayores era un recordatorio constante de nuestras limitaciones; aunque hoy en día, no exista apenas reflejo de ello en la publicidad que nos rodea.
Resulta curioso recordar cómo, hasta hace no mucho, el respeto a las personas mayores por su conocimiento y experiencia era uno de esos valores que se enseñaba en casa; seguramente, uno de esos valores que deberíamos reavivar. Después de todo, el acervo popular lo expone claramente: Más sabe el diablo por viejo, que por diablo.
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