2016
Por Carlos Almira , 31 diciembre, 2016
El año 2016 ha sido, en mi opinión, un periodo clave desde el punto de vista político, social y económico, tanto a nivel de España como a nivel internacional. Sin pretender hacer un balance exhaustivo, creo que puede anticiparse (partiendo de un juicio claro de valor, favorable a la democracia y a la justicia social), que ha sido un año muy negativo, en todos estos ámbitos y niveles. Para enmarcar este juicio, y el análisis, siquiera somero, que debe acompañarlo, basten algunos datos de más largo recorrido, que reflejan tendencias ya estructurales: por ejemplo, la caída de la participación de las rentas del trabajo en el PIB, tanto en España como a nivel internacional, desde los años 1970 (tanto en los periodos de crisis como en los periodos de «prosperidad» económica); o la significativa participación de los distintos sectores de ingresos en España, en el fraude fiscal; o, en fin, la imparable tendencia a la concentración del PIB mundial en un sector cada vez más reducido de la población del planeta. Todo esto no son opiniones, sino hechos crudos, que pueden comprobarse en muchas y diversas fuentes estadísticas.
Partiendo de lo anterior, y teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de los ciudadanos obtienen su renta del trabajo, pueden sacarse algunas conclusiones sencillas pero interesantes: la primera, y obvia, es que en un contexto mundial de incremento más o menos sostenido del PIB, la mayoría de los ciudadanos se han empobrecido, ya sea en términos absolutos, ya sea en términos relativos. La segunda, íntimamente relacionada con la anterior, es que, en términos políticos, el peso de esa mayoría de la población ha tenido que reajustarse a la cruda realidad de los hechos, pues esas mayorías que pierden de un modo imparable, su poder social y económico desde los años 1970, no pueden pretender seguir desempeñando el rol del Soberano, ni siquiera en los sistemas parlamentarios. Y esto se hace aún más evidente si se considera que esta evolución negativa sólo ha podido provocar un descontento creciente cada vez más incompatible con el sistema político y económico actual. Valga, como corolario de lo anterior, el hecho también constatado de que, quienes más se han beneficiado y se benefician de esta evolución, tienden a traspasar sus costes (fiscales y sociales) sobre las espaldas de la masa más perjudicada.
Ante esta situación, potencialmente explosiva, 2016 ha dirimido tres opciones de reajuste, entre democracia de papel (soberanía popular) y poder social y económico real, de facto (soberanía de hecho, de la inmensa minoría): la primera opción, la democratización del sistema (representada por los Bernie Sanders, los Jeremy Corbin, los Varoufakis, los Pablo Iglesias-Errejón-Urbán, etcétera), ha fracasado, o cuando menos, ha mostrado sus limitaciones y su incapacidad para convertir el malestar social, objetivo, de la mayoría en un descontento político subjetivo y transformador: quienes mandan en la vida real no han perdido el poder, tampoco, en las instituciones. Parte de la responsabilidad de este fracaso, ha estado en las condiciones desiguales del conflicto político; pero también en la torpeza de los propios promotores de esta opción.
La segunda opción de reajuste, que podemos llamar de reajuste blando o camuflado (la de los Obama y la Silicon Valley, los emprendedores del PP y el PSOE, la Comisión Europea y su Gobernanza de los lobies, etcétera), tampoco se ha impuesto este año, sino que por el contrario, ha mostrado sus límites y su vulnerabilidad, tanto frente a las críticas y movimientos (por ahora impotentes), de los de abajo, como ante los partidarios de la tercera opción, la opción autoritaria que podemos llamar de reajuste duro, encarnada por los Putin, los Erdogan, los Asad, los Donald Trump.
2016 se cierra pues, a mi juicio, con un triunfo indiscutible de la opción autoritaria. ¿En qué consiste ésta? Simplificando mucho, se trata de volver a poner a la mayoría social «en su sitio». Sin renunciar a los sistemas y mecanismos parlamentarios, esta opción privatiza el Estado con todos sus recursos, y lo engrana con el poder económico y social privado, de hecho, poniéndolo al servicio del Soberano de facto, y recurriendo llegado el caso, a la represión y a la fuerza, si la mayoría se muestra descontenta o simplemente, intenta movilizarse para defender sus derechos y sus intereses, aun cuando lo haga de una forma pacífica y democrática.
No creo que la Historia se repita nunca. Curiosamente, 2017 es el primer centenario de la Revolución Rusa. ¿Por qué la Primera Guerra Mundial produjo a la vez, el triunfo del comunismo en Rusia, y del fascismo en Italia, o el nazismo en Alemania? Es obvio que fueron los soldados desmovilizados, quienes inclinaron la balanza de un lado o del otro (si se revolvieron y mataron a sus propios oficiales, vino la Dictadura Comunista; si por el contrario, se pusieron a sus órdenes y dispararon contra la gente, vinieron las Dictaduras Fascista o Nazi). 2017 no será 1917, ni 1918, ni 1919, ni (espero) el preámbulo de 1933. Pero mucho me temo que tampoco será el año de la democracia. Mi impresión es que, conforme nuestras condiciones reales de vida se vayan haciendo más duras y difíciles, la opción autoritaria ganará cada vez más terreno, e incluso aumentará el respaldo «popular» que ya tiene en muchos países, a base del miedo y la inercia de una buena parte de los cada vez más desfavorecidos.
La razón es muy simple (aunque su realización histórica será seguramente, mucho más compleja): el que paga manda. Ninguna sociedad puede vivir siempre en la ilusión de un Soberano desnudo, de papel. La propia palabra «ciudadano» corre el riesgo de convertirse dentro de poco, en un eufemismo de súbdito.
Feliz año a todos.
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