27 de Julio de 1991
Por Miguel Ángel González , 28 julio, 2014
El boxeador Policarpo Díaz
Es de noche y hace calor. Mucho calor. La ventana está abierta pero apenas corre aire. Estoy tumbado boca abajo, con los ojos cerrados, pero no estoy dormido.
Mi padre se acerca despacio al umbral de la puerta de mi habitación; puedo escuchar sus pisadas. Camina despacio hasta la cabecera de mi cama y me zarandea con delicadeza.
-Ya es la hora –dice.
Me giro y le miro. Sonríe. Yo también lo hago. Después observo de pasada el reloj de la mesilla de noche: son las 2:47 de la madrugada. Las 2:47 del día 27 de julio del año 1991.
Llegamos al salón. La luz está apagada y la televisión encendida; su reflejo azulado baña las paredes.
Nos sentamos en el sofá y mi padre se enciende un cigarrillo.
-Hace calor –dice.
-Hace calor –digo yo.
Miramos fijamente el televisor. El combate está a punto de comenzar. A un lado está Poli Díaz: El potro de Vallecas. Cuando ha salido del vestuario, con la cabeza tapada por la capucha del batín, en los altavoces del recinto en el que se celebra el combate ha comenzado a sonar Gonna fly, el tema principal de la banda sonora de la película Rocky. Al otro lado está Pernell Whitaker; su forma física es insuperable, parece que su torso haya sido dibujado con un cincel.
Los dos púgiles se dirigen al centro del cuadrilátero y se miran. Parece que mientras lo hagan estén aguantando la respiración. Como si el acto de respirar pudiera mostrarle una debilidad al rival. Regresan a sus esquinas y tragan todo el oxígeno que han dejado de inhalar durante el cruce de miradas.
Suena la campana que da inicio al primer asalto y ambos se dirigen nuevamente al centro del ring para comenzar la pelea. Baila uno alrededor del otro moviendo sin parar los pies, parece una coreografía ensayada.
Tras un par de minutos titubeantes, el potro lanza un derechazo que impacta en el estómago de Whitaker haciéndole retroceder unos pasos. Vuelven a colocarse en el centro y nuevamente intercambian sus miradas, pero por la rectitud de sus rostros da la impresión que ninguno de ellos tenga ya ganas de seguir bailando.
Mi padre apaga el cigarrillo, después sonríe y por último dice:
-A este chico no hay quién le pare.
Pero justo un instante después de pronunciar aquellas palabras, descubre que no son ciertas. El segundo asalto comienza con el boxeador americano llevando la iniciativa, gira alrededor del púgil español, golpeándole continuamente en la cabeza, en el torso, en los brazos… como el inagotable tic-tac de un reloj. Y es a partir del segundo asalto cuando mi padre deja de sonreír.
El combate se decide a los puntos. Gana Whitaker y perdemos todos los que nos hemos levantado de madrugada, pensando que estábamos a punto de asistir a uno de esos acontecimientos que quedan grabados en la memoria para siempre.
Mi padre se levanta y sale a la terraza sin decir nada. Se enciende otro cigarrillo y fuma pausadamente con los codos apoyados en la barandilla.
Salgo y me coloco a su lado. Le miro. Son casi las cuatro de la madrugada.
-No ha peleado mal –le digo.
-No, no ha peleado mal –dice él.
-Quizá haya revancha –digo.
-Es posible.
Da una larga calada y lanza el cigarrillo al vacío. Miro la colilla precipitándose contra el suelo y me parece una luciérnaga, o una linterna diminuta.
-De joven quise ser boxeador –dice mi padre.
-¿De veras? –le pregunto.
-Como lo oyes. Tuve una buena racha, gané cuatro o cinco combates seguidos como amateur y encontré un buen entrenador. Tuve incluso un par de peleas semiprofesionales.
-¿Y qué pasó?
-En un combate me rompieron el pómulo y perdí el conocimiento. Pasé un par de minutos inconsciente tumbado boca arriba, con los brazos en cruz, encima de la lona. Después de aquello me asusté y decidí dejarlo.
-¿Y nunca pensaste regresar? –le pregunto.
-Sí –dice-, un par de años después intenté volver a competir; aún era joven y pensé que quizá podría tener una segunda oportunidad.
-¿Y lo hiciste?
-¿Volver a pelear? –me pregunta.
-Sí, justo eso –le digo.
-Una vez –dice.
-¿Y qué pasó? –pregunto.
-Me noquearon a los treinta segundos.
Durante un instante no habla nadie. Me cuesta asimilar su escueta respuesta.
-Vaya –me limito a decirle finalmente.
-Algunas veces las segundas oportunidades no sirven de nada. Por eso hay que intentar aprovechar las primeras –dice.
Y después de decir aquella frase regresa al salón. Yo le sigo.
Antes de apagar el televisor lo observamos durante unos segundos, un periodista entrevista a Poli Díaz, le pregunta por el combate y él contesta que solamente puede pensar en seguir entrenándose para preparar su siguiente pelea.
Mi padre apaga la televisión y volvemos a la cama.
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