Relación entre poesía y ciencia
Por Eduardo Zeind Palafox , 8 mayo, 2014
Me importa mucho que este artículo deje claras cuáles son las relaciones que hay entre el método científico y el arte, pues tan peculiares relaciones explican y señalan meridianamente los límites de nuestro conocimiento. Hay sitios a los que el método científico de las ciencias no puede llegar; hay, usando una metáfora aneja al tema, zonas escabrosas del conocimiento imposibles de trazar con los pobres instrumentos rectilíneos de la ciencia. La ciencia real siempre será teoría. Teoría viene de «theorós», que significa ser partícipe de algún acontecimiento, algo así como un «espectador». Todo espectador tiene, claro es, expectativas, es decir, nunca espera en la nada, con la cabeza vacía. En nuestra cabeza, en nuestra mente, «mens», siempre hay imágenes que han sido construidas, según los lingüistas, por el lenguaje o notación que nos rodea. Nótese que el músico con todo hace música, o que al religioso todo se le revela a modo de hagiografía o patrística, o que para el habitante de un país colonizado todo está íntimamente relacionado con el país colonizador. Tales hombres actualizan todos los días el idioma que hablan, lo hacen plástico, elástico.
Un idioma que no es actualizado por sus hablantes cae en la anquilosis, en un formalismo oneroso que impide manifestar nuevos sentimientos y experiencias, pensamientos y conceptos. Sin conceptos nuevos no hay ciencia nueva, y sin sentimientos nuevos no hay arte nuevo. Y quien no tiene ni arte ni ciencia enciérrase en la religión, solía decir Goethe. Sostienen los profesionales de las ciencias sociales que las metáforas sirven tanto para pensar lo que la ciencia no puede pensar como para hacer que la ciencia siempre piense las mismas cosas. Metamorfosear, relacionar las sombras y un sentimiento agorero con el negro pelaje del perro que de pronto se nos aparece, fue construir un campo semántico nuevo, una zona nueva de pensamiento, pero también fue un encerrarnos en la superstición.
Cuando un pueblo es dominado por otro más fuerte sucede que el pueblo dominado adopta las metáforas o campos semánticos del que le somete, y al hacerlo adquiere, sin saberlo, ciertas imágenes o categorías mentales de las que no podrá zafarse si no hace un ingente esfuerzo teórico, si no deja de ser partícipe para hacerse espectador del lenguaje que le impusieron. Y sólo es posible hacernos espectadores si nos alejamos de aquello que nos obnubila, que nos impresiona. El idioma español, que es usado por muchos países que en otros tiempos fueron colonias, debe ser alejado o hecho una especie de «cinemática del lenguaje», expresión acertada de Ortega y Gasset. Una «cinemática» de esta clase nos permitiría observar cómo las metáforas van cambiando con el transcurrir del tiempo, de la historia, así como vislumbrar cuáles son los límites perceptivos de las ciencias y filosofías que en tal historia se han inventado. Ahí se columbrarían los horizontes de la imaginería, del ingenio de un pueblo.
Un país libre es el que hace su propia filosofía, es uno que construye su propia estética, su propia manera de sentir. Mas no se crea que existe un «sentir puro», inocente. No hay tal. Sentir, percibir, es verificar nuestras expectativas. No hay, decía Hume, un «yo puro», sino siempre un «yo pienso», un «yo quiero», un «yo temo». ¿Qué es pasión para alguien que mucho ha vivido cerca de las cordilleras andinas? ¿Qué es pasión para quien ha frecuentado el Etna? Para el primero será algo enorme, alma que llena el espacio, el cuerpo; para el segundo será ardor, calor, fuego. ¿Pero qué será pasión para el que ni ha visto los Andes ni el Etna? Será lo que los otros digan que son ambas protuberancias telúricas. Tal ciego, digámoslo así, tendrá que conformarse con una «cosmovisión fracturada», término que usa Ángel Rama en su instructivo libro `Transculturación narrativa en América Latina´. Una visión fragmentada, parcelada, ni nos da materia para hacer conceptos ni imágenes generales. Conocer pequeñas zonas de Buenos Aires a través de fotografías y de visitas breves no nos permite emitir un juicio sano sobre Buenos Aires.
Pensemos en el caso de los quechuas que Arguedas reconstruye en su novela `El zorro´. Ellos, para menesteres económicos usan la lengua española, conquistadora, y la suya, el «quechua», para la intimidad. ¿Pero qué sucede cuando pasamos más tiempo comerciando que tratando a nuestros parientes y amigos? Que los comerciantes se hacen nuestra nueva familia, por lo que nos vemos en la necesidad de convertir la lengua del «ius comercium» en lengua lírica, onírica. Rama apunta que «los usuarios de una lengua pública se ven forzados a una constante tarea de invención lexical, semántica y hasta sintáctica, en el ámbito privado, para flexibilizarla y hacerla buena conductora de la afectividad familiar o grupal». Hasta aquí vemos suscitado un proceso natural, mas cabe preguntarnos si en algún momento tal «invención» llega a conformar una «cosmovisión pura», una «cinemática pura». Pero si no existe un «sentir puro» tal vez tampoco exista una «comisión pura».
Dejemos a un lado el concepto de «pureza» y usemos uno más apto para nuestro caso, el de «mitología». Los dioses de los indígenas, dicen los etnólogos, son muertos por la ciencia de sus conquistadores. Cuando muere el mito muere el alma de las cosas, muere la voz del árbol, la sabiduría del águila, la sentencia del viento y el capricho del agua. El `Zorro´ de Arguedas es obra que procura rescatar la magia quechua. He aquí algunos ejemplos de poesía, que es rescate de la magia… Dice un personaje del `Zorro´ que hay gente desvalida que vive «donde no hay sol ni luna», y otro se queja porque para el conquistador la palabra del borracho, que diga «verdad verdadero, del Señor so cuerpo corazón mismo, no vale». Mírese que en el primer caso se ha preferido el modo negativo que el positivo, que se ha preferido hablar de los astros que el puente, posible símbolo de la industrialización; y nótese que en el segundo caso hay distinción entre la «verdad formal», idiomática, y la «verdad del corazón».
Arguedas confiesa en su discurso `No soy un aculturado´ lo siguiente: «¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico». Es lo mágico, la capacidad de hacer mitos, magia con las palabras, lo que permite que una cultura sobreviva, se desarrolle y crezca. Hesíodo y Homero, cuenta Herodoto, dieron a Grecia sus dioses; Dante, comenta Vargas Llosa, dio a Italia excelsa panoplia de deslumbrantes imágenes cristianas, y el `Fausto´ de Goethe inoculó el espíritu científico en Alemania. En la obra de Arguedas hay magia y mito, hay una semántica resistente a todo ataque, tanto, que vaticino que ni el Etna ni los Andes, derrumbándose, destruirían tal imaginería.
Edvard Zeind Palafox
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