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Una noche con el viejo Duvall

Por Emilio Calle , 13 mayo, 2014

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Resulta cuanto menos desconcertante que en una cinematografía como la nuestra, vejada, maniatada y arrinconada por un gobierno que tiene entre sus grandes miras arruinar la cultura (frente a un público que sigue apoyando en taquilla las obras de nuestros cineastas), haya lugar para producciones que se salgan de la norma, logrando escapar del cerco al que están sometidas por subvenciones o cualquier otro tipo de apoyo que ayude a garantizar la estabilidad de una industria tan debilitada. Es el caso de “Una noche en el viejo México” (Emilio Aragón, 2013), que se ha llegado a la cartelera esta semana (en uno de esas tomaduras de pelo al público, pues varios meses antes de que se estrene ya le hayan sido otorgados varios premios, en este caso dos Goyas), coproducción entre España y Estados Unidos. Según parece, el guión de la película, firmado por William D. Wittliff (escritor de cierto prestigio gracias a trabajos como “Leyendas de pasión” o “La tormenta perfecta”) llevaba más de una década en manos del actor Robert Duvall, sin que nadie se decidiese a producirlo. Visto el resultado, es complicado imaginar los motivos por los que el mítico interprete guardaba culto a ese guión (una fidelidad comparable a esas dos décadas que esperó Clint Eastwood para rodar “Sin perdón”). Quizás sólo se debiera que Wittliff es también el autor del personaje más querido de Duvall, uno de los dos vaqueros de la magistral serie televisiva “Lonesome Dove” (1989), donde el actor encontró un personaje al que le prestó todo su talento, que no es poco. Pero “Una noche en el viejo México” ha terminado en la mirada equivocada de un director, Emilio Aragón, que ni durante un solo segundo del metraje logra situarse en un género, el western (y además, en una de sus más oscuras transmutaciones, el western crepuscular), más preocupado en llevar la historia a su terreno, que en ser él quien se atreva a cruzar la frontera hacia la que se dirige su protagonista. Sus referentes parecen centrarse en “No es país para viejos” (la adaptación de los hermanos Coen, desde luego, ni el menor asomo de la aridez abisal de los paisajes McCarthyanos y su novela), al punto de que algunos críticos han señalado las torpes semejanzas entre el personaje interpretado (o más bien, forzado a interpretar, que aquí su gran talento es anulado) por Luis Tosar con el Anton Chigurh de Javier Bardem. Pese a que el arranque del argumento funciona, Aragón se pierde pronto en ciertos tintes de un sentimentalismo forzado (él mismo confiesa que hizo cambiar todo el tercio final del guión), y a medida que se adentra en la historia lo único hace es limitarse a filmar a un actor que sí construye su personaje, mientras el director no logra entroncar con el género bajo cuyos parámetros debería estar filmando. Sin embargo, cuando todo acaba, cuando nada de lo visto queda en pie en la memoria del cinéfilo, uno sale de la sala agradecido por el privilegio de haber vuelto a ver un infalible Robert Duvall, del que se podría hacer exégesis de cada uno de sus gestos, lamentando que se le haya puesto tan estrecho cerco a su genio como un referente ya más que clásico en la historia del cine.
Nacido en San Diego, California, en 1931, este actor posee una de las filmografías más insólitas de la historia del cine. Más de seis décadas delante de la cámara dan para mucho. Pero es que Robert Duvall ha sacado en todos sus papeles el máximo partido, sin importar la calidad de la obra. Y aunque la sola mención de su nombre ya convoca imágenes de sus grandes personajes, no hay que rebuscar mucho en su biografía para descubrir que Robert Duvall ha estado, en mayor o en menor medida, implicado en obras maestras y ha trabajado con lo mejor de lo mejor que ha dado el cine. Y también con lo peor.
Tan sólo su debut ya le hace formar parte, y parte importante, de un hito. En 1962, Robert Mulligan lleva a la pantalla “Matar a un ruiseñor”, donde logra una conjunción de elementos que han hecho de ella el título mítico que es. Siendo una historia con una variedad inaudita de personajes, Robert Duvall debía encargarse del más complicado de todos: Arthur «Boo» Radley, el misterioso y siempre oculto vecino (encerrado casi a perpetuidad en la casa de sus padres) de los niños protagonistas, el cual jugará un papel decisivo al final de la película. Para encarar el reto, Duvall pasó dos meses sin que le diera la luz solar (sin pertenecer a la escuela del Actor’s Studio, sí que se alimentó intelectualmente del método Meisner, de muy parecidas raíces) y se atrapó también dentro del maquillaje que la hacía parecer un albino. Tenía 31 años. Algo mayor para hacer su primera película. No era cuestión de perder la oportunidad. No lo hizo. Logró que a partir de ese momento todos los directores más importantes de Hollywood volvieran su mirada hacia él. Encadenaba películas únicas, una tras otra, sin importar que sus papeles fueran diametralmente opuestos: “La jauría humana“(Arthur Penn, 1966), su primer encuentro con Marlon Brando; “Bullit” (Peter Yates, 1968); “Llueve sobre mi corazón (Francis Ford Coppola); “Valor de ley” (Henry Hathaway, 1969); “M.A.S.H.” (Robert Altman, 19790); “THX 1138” (George Lucas)… Hay actores que ni en toda su vida logran trabajar con directores de esa talla. Robert Duvall lo resolvió en apenas una década, y ya estaba todo preparado para subir al olimpo de los mitos.
En 1972, Coppola adapta “El Padrino”, obra casi aplastada por los superlativos que se le dedican. Habiendo trabajado con él, conociendo su maestría, Coppola le ofrece a Duvall el papel de Tom Hagen, hijo adoptivo de Vito Corleone (quien lo recoge de la calle y le abre las puertas de su vida pese a tener ascendencia irlandesa) y que con el tiempo se hará “consigliere” de la familia. Siendo una película tan llena de secuencias magistrales, y con actores como Brando o Al Pacino campando por sus fueros, era empeño complicado destacar. Pese a ello, Duvall logra dos momentos sublimes en los que únicamente es su poder como actor lo que eleva las escenas a una categoría a la que solo tienen acceso muy pocos interpretes. La primera es en la cena que mantiene con el productor que no termina de entender lo que implica el favor que le está “pidiendo” Vito Corleone. La mirada que le dedica Robert Duvall cuando se levanta de la mesa tras constatar la negativa, y sabiendo ya que esa misma noche decapitarán a un caballo para meterlo en la cama donde duerme el productor, resulta mucho más inquietante que el sangriento y aterrador despertar. La segunda, ese desolador momento en el que tiene que informarle a su padre adoptivo, que yace en una cama medio moribundo, que acaban de matar a su primogénito, que le han disparado con encono hasta dejarlo irreconocible. Ese instante, con Duvall prácticamente arrodillado pues arrastra la culpa de haber podido evitar el asesinato, sin saber muy bien cómo decírselo, desarma por su ternura, por su tristeza, por su profunda humanidad, arrastrándonos a la comprensión de personajes con los que en principio no cabría identificación alguna (una de las grandezas de «El Padrino»). Ese es Robert Duvall. Te puede helar la sangre o desfigurarte el alma tan solo con sus gestos, sin algarabías en las secuencias, o planteamientos espectaculares. Y todo en la misma película.
Pero lo mejor aún estaba por llegar.
El éxito de “El Padrino” (más que refrendado por su incontestable secuela) no hizo más que seguir obligándole a vivir en cierto ostracismo de gran secundario, esos pilares tan apreciados por el cine estadounidense, que muchas veces no logran dejar atrás ese título vitalicio. Sydney Lumet, Herbert Ross, Sam Peckinpah, Coppola (con el que de nuevo repetiría en esa obra siempre por descubrir que es “La conversación”), John Sturges y otros muchos genios del cine le querían en sus películas. Y bien pudo ser ese su porvenir.
Pero Coppola había perdido la cabeza. Sabiendo en la trampa en la que se metía, comenzó a rodar “Apocalypse Now” (1979). Infiernos aparte, entre los muchos méritos que hay que concederle a su director es que, con la pesadilla en la que transformó ese rodaje, logró crear una película en la que todos sus personajes podrían ser los verdaderos protagonistas. No es que les regalara escenas estelares. Es que repentinamente, esos personajes eran la película. Y quién mejor para ser ejemplo de este empeño coppoliano que el Coronel Kilgore, el insólito militar encarnado por Robert Duvall, mitad hombre, mitad surfista, tan pronto humanitario como déspota, que comanda una flota de helicópteros con la que arrasa pueblos vietnamitas, y que asegura que no hay nada como el olor a Napalm por la mañana. Viendo su interpretación se puede acceder a todo de aquello de lo que Coppola necesitaba hablarnos hasta perder la cordura.
Nada de esto sirvió para que la academia accediese a refrendar la singularidad de su estilo, y tuvo que ser en un ejercicio menor el que permitió que la tan perseguida estatuilla de un Oscar cayera al fin en los méritos de Duvall. “Gracias y favores” (Bruce Beresford, 1982) y la historia repleta de tópicos sobre un vagabundo que en otro tiempo fue cantante de música country, fueron el perecedero vehículo con el que los estudios premiaban la labor de un actor excepcional. Y con ello, podían devolverle a sus papeles de secundario. Porque con la excepción de sus dos única películas como director, “Camino al cielo” (1997) y “Assassination Tango” (2002), y algún que otro título sin trascendencia, lo cierto es que Robert Duvall raramente logra hacerse con papeles protagonistas. Su sola presencia es de una solvencia que incluso en películas que ni siquiera deberían estrenarse, cada vez que él toma la pantalla uno puede llegar a creer que está viendo cine de altísima calidad cuando en realidad no ve más que desbarres de marketing.
Es por eso que esta noche en el viejo México resulta tan decepcionante. Emilio Aragón se ha limitado a dejar que todo el peso de la película recaiga en la insalvable órbita del actor. Pero no debió abandonarle solo en ese empeño. Y la fugacidad final de su director viene únicamente a renovar algo que ya sabíamos. Incluso con todo en su contra, como en esta insípida propuesta, Robet Duvall ha terminado por resultar más grande que sus papeles y llega a donde no llegan sus personajes.
El trabajo de un gran maestro filmado por un mal aprendiz.


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