54 Festival de Cine de Gijón. Primera jornada
Por José Luis Muñoz , 21 noviembre, 2016
De nuevo Gijón, una ciudad que siento mía por muchos motivos (Semana Negra; Premio Café Gijón recibido hace un montón de años; un par de amigos entrañables que siempre me ofrecen su hotel con encanto con cinéfilo incluido), y a la que siempre acudo cuando tiene lugar ese pequeño gran festival de cine, que este año promete pese a los recortes salvajes en su presupuesto, así es que, mientras me pierdo por sus calles, como siempre le sucede a este corresponsal acostumbrado a la cuadrícula barcelonesa, y compruebo que el ciclón que amenazaba la costa sólo se ha saldado con olitas de hasta nueve metros en Cudillero, salivo sobre el papel con el programa y empiezo a perfilar mi organigrama para ver el máximo de películas sin sufrir un empacho.
De la sección oficial prometen, pero que mucho, Layla M, film europeo sobre el islamismo yihadista; la estadounidense El Nacimiento de una Nación, que roba el título a la obra maestra, y fascista, de David Wark Griffith, muy oportuna en la Norteamérica de Donald Trump; Felices sueños del gran Marco Bellocchio, nostálgico del sesentayochismo; Paradise, de Andrei Konchalovsky, el director de Siberiada y El tren del infierno que ha regresado a Rusia; y Ma’Rosa del filipino Brillante Mendoza, un habitual del festival.
El festival arranca a muy mala hora, a las 16 horas (adiós siesta), con Layla M, una coproducción entre Holanda, Bélgica y Alemania de 98 minutos que habla de un tema más que candente, abrasador: el proceso de radicalización que sufre una joven holandesa de origen marroquí, inteligente y alumna aplicada, que no acaba de encajar en la sociedad occidental en la que ha nacido. Mientras sus padres, unos comerciantes de clase media que regentan una tienda de alfombras, se han integrado perfectamente en la sociedad de acogida, Layla (Nora El Koussour), inconformista, luchadora y rabiosamente adolescente, se sumerge en la interpretación más rigorista del islam (se cubre con el niqab) y frecuenta los ambientes más radicalizados de Ámsterdam soñando con ir a socorrer a sus hermanos musulmanes oprimidos y masacrados en Siria. La directora Mijke de Jong (Rotterdam, 1959), con amplia experiencia cinematográfica previa en temas sociales (Katia’s sister, Stop Acting Now, Bluebird y Frailer) retrata con fría corrección a ese personaje femenino que también se desencanta cuando consigue ir al terreno de lucha tras una boda rápida con su mentor espiritual Abdel (Illias Adabb). La realizadora holandesa pone el foco sobre esa arma que los yihadistas dominan a la perfección, que es internet y las redes sociales, el campo en donde se reclutan los guerreros de Alá mediante una hábil propaganda. Un film correcto que ilustra una realidad de rabiosa actualidad en esa Europa que tiene el caballo de Troya en sus entrañas e ignora cómo desactivarlo. Layla se desactiva a sí misma cuando acude en ayuda de sus hermanos de religión y se enfrenta a la sucia realidad en su camino de ida y vuelta que otras muchas Laylas han hecho. Quizá falta saber cómo Layla llegó a deslizarse por el filo de la navaja. Bien, pero muy por debajo de lo esperado.
El Festival me da una tregua larga, dos horas hasta la próxima proyección, así es que busco el Café Vienés, que por suerte se mantiene, tomo posesión de una mesa en la esquina (el local se llena luego) y hablo de paso con su entrañable dueño que me recuerda de otras ediciones. Mientras un chirimiri moja el asfalto, desenfundo mi precario portátil (de tanto machacarlo saltaron dos teclas, y sangre, sudor y lágrimas me cuesta escribir con este chisme parapléjico que tendré que jubilar pronto) hasta que el café se llena hasta la bandera. Meriendo porque, normas de la pensión con encanto, la cena no está incluida, y hoy toca ir a dormir tarde salvo si la última película es un pestiño, que mucho me temo que así sea.
El cine francés no falla casi nunca en su factura. En la sección Rellumes, Rosalie Blum, dirigida por Julien Rappeneau, es un cuento de hadas inspirado en una historia gráfica de Camille Jourdy cuyas piezas encajan en la secuencia final y componen todas ellas una cuidada filigrana. Tres personajes, Vincent (el actor francés de origen iraní Kyan Khojandi), un anodino peluquero (que no es El marido de la peluquera), que vive con su gato, una medio novia a distancia que no le hace caso y en el piso de debajo de una madre dominante y absorbente; Rosalie Blum (Noémi Lvovsky, la actriz de Casa de tolerancia), una madura mujer misteriosa en cuyo pasado hay un drama que la atormenta; y Aude (Alice Isaaz, a quien hemos visto últimamente en Elle), una jovencita, sobrina de Rosalie, de vida desordenada que apenas conoce a su tía pero empatiza con ella en cuanto la ve. Cuando Vincent entre en una tienda a comprar y vea a Rosalie su vida cambia porque está convencido de que ha visto antes a esa mujer, aunque no sabe decir cuándo ni dónde, y ciertamente no se equivoca. Vincent, desde ese momento, se obsesiona y espía a Rosalie; y Rosalie, a través de su sobrina Aude, sigue a Vincent. Imaginativa, agradable y simpática comedia, film brioche que, por suerte, no empalaga por exceso de azúcar, y cuenta con felices interpretaciones que hacen que el espectador empatice con los personajes. Bien, pero poco para esa primera jornada que presiento no me va a ofrecer ninguna sorpresa que me haga saltar en la butaca.
Me engaño. La siguiente película, impactante inicio en la sección Géneros Mutantes que selecciona el especialista Jesús Palacios, me hace saltar, o me sobresalta, que no acaba de ser lo mismo, aunque termino empachado de tanta sangre y hasta veo rasgos de comedia involuntaria en ese apocalipsis zombi. El coreano Yeon Sang-ho ofrece un buen recital de sangre, no tanto de vísceras, a costa de su film de zombis Train to Busan en el marco de un claustrofóbico convoy. El realizador de La ventana, El rey de los cerdos, Fake y Estacion Seul, que fue galardonado en el último festival de cine fantástico de Sitges con el premio al mejor director, deja la animación pasa dirigir este thriller de terror con imagen real y ecos de toda la amplísima filmografía subgenérica precedente. Puestos a encontrar una referencia, yo me inclinaría por la excelente 48 horas después del canario Juan Carlos Fresnadillo, porque los zombis del coreano parecen más rabiosos que cualquier otra cosa. Se ha dicho que el cine de zombis es la expresión cinematográfica de esta crisis social, y Yeon Sang-ho no rehúye lo social en su film: el mayor villano, que es de los pocos pasajeros del tren que sobrevive hasta el final, es un financiero; los héroes que se sacrifican por los demás son un vagabundo y un tipo tan fornido como solidario (Ma Dong Seok) cuya mujer embarazada (Ahn So-Hee) es una de las resistentes y parece una corredora olímpica a la hora de alcanzar y subirse a un tren en marcha; el padre de la niña protagonista (Kim Soo-an), es un brooker (el galán Yoo Gong) sin escrúpulos y padre descuidado que se redime salvando el pellejo de su hija y de otros pasajeros. Y la película dibuja bien esos dos bandos, el de los solidarios, que se preocupa del prójimo, y el de los insolidarios, la mayor parte de los viajeros de ese tren, que lo único que busca es salvar su pellejo aunque sea a costa del de los demás. Todo muy maniqueo. Los zombis de Train to Busan, machacados con bates de béisbol y ciegos (pero con un oído muy fino) se multiplican exponencialmente a mordiscos hasta el punto que en ese tren se cuentan con los dedos de una mano los que no han sido infectados y, en una de las escenas más brillantes, casi consiguen frenar esa máquina desesperada que intenta abrirse paso en el caos, colgándose de los estribos y dejándose arrastrar por las vías como un enjambre de avispas furiosas. Como todo film coreano que se precie no puede faltar, entre tanto derroche hemoglobínico, lo naif y sensiblero, con subrayados musicales y raudales de lágrimas, pero uno lo descuenta y la verdad es que es una película que entretiene.
Mañana más, y espero mejor, porque este arranque ha sido a medio gas.
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