Denzel Washington, un Premio Donostia en llamas
Por Emilio Calle , 20 septiembre, 2014
La 62ª edición del Festival de Cine de San Sebastián no pudo tener un arranque más cinéfilo. Dentro de la ceremonia de inauguración, Denzel Washington recibía el Premio Donostia a toda su carrera. Y esta vez, alejándose de las polémicas suscitadas por otras decisiones a la hora de adjudicar el galardón (como le ocurrió a Ewan McGregor, por ejemplo), no creo que haya espectador que no considere a Washington una verdadera leyenda viviente del Séptimo Arte. Hace mucho que dejó de ser actor para convertirse en un mito. Y sin su mirada, el cine no sería el mismo.
Nacido el 28 de diciembre de 1954 en Nueva York, e hijo de una familia de fuertes convicciones religiosas, Denzel Washington pertenece a esa estirpe de actores cuya vocación se despierta, tardía, por un encontronazo, empujado por la casualidad, como un amor a primera vista del que ya uno jamás logrará despertarse. Quiso ser médico, y también estudió periodismo. Sin embargo, participando en unas funciones teatrales durante un campamento de verano, quedó poseído por el insalvable hechizo de las tablas. Dejó de lado sus aspiraciones a ser periodista, y tanto en San Francisco como en Los Ángeles encontró conservatorios donde alimentar ese inesperado apetito por la interpretación. Apetito, en su caso, insaciable porque jamás ha dejado de participar en obras teatrales (donde su nombre tiene la misma mítica que en el mundo del cine). De hecho, y de no ser por su condición de mega estrella en la gran pantalla que le lleva a aceptar proyectos muy de su agrado, Denzel Washington está prácticamente dedicado a trabajar en exclusiva para el teatro y en su incierta carrera como director de cine.
Prácticamente desde que empezó a participar en las películas, fue considerado el heredero natural del primer actor negro que había logrado colocarse entre las grandes estrellas de cine, que rompió reglas y acabó con la tiranía de que un intérprete de color pudiese aspirar a una papel protagonista: Sidney Poitier. Denzel Washington aceptó ese legado, pero no se conformó con mantenerlo intacto, tuvo la osadía de llevarlo aún más lejos. En 2002, Poitier fue elegido por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood para recibir el Oscar Honorífico. ¿Y quién se lo entregó? El propio Washington, escenificando así el impecable relevo entre dos artistas que han luchado, y cómo, por acabar con la todavía latente lacra de ser actores negros en una cinematografía cuyas aristas racistas y discriminatorias, aunque menores, siguen provocando lamentables tensiones raciales (basta con recordar el reciente escándalo que se montó cuando ciertos rumores, obviamente infundados, apuntaban a que Denzel Washington estaba entre los candidatos para ser el próximo 007, algo que soliviantó las iras de los fans de Bond, y no por su condición de mejor o peor actor, es que en pleno siglo XXI aún resulta inconcebible pensar que un espía británico pueda ser negro, y eso que en teatro acaba de interpretar a Bruto en «Julio Cesar», versión Shakespeare).
Tal vez por eso, desde sus primeras películas Denzel Washington nunca se ha alejado ni un milímetro de proyectos reivindicativos, incluso desafiantes, muy consciente de su credo y de su raza. Las noticias sobre su contundente talento teatral muy pronto llenaron su agenda de proyectos cinematográficos que fue aceptando con cuenta gotas, con directores muy interesantes (Norman Jewison, Sidney Lumet…), aunque todas las miradas se volvieron hacia él en “Grita libertad” (Richard Attenborough, 1987), donde interpretó al activista negro Stephen Biko, a quien le costó la vida desafiar el abominable cerco que fue el “apartheid”. Denzel Washington (frente a otro actor de talento infinito como es Kevin Kline) logró superar el descafeinado planteamiento de Attenborough, director sobrevalorado donde los haya, y sacudirse de encima el blando sentimentalismo que ocupaba gran parte del metraje para ofrecer una interpretación soberbia, con esa misteriosa profundidad emocional (esquiva y al mismo tiempo reveladora) que ya es marca de la casa.
Dos años después rodaba “Tiempos de Gloria” (Edward Zwick, 1989), un proyecto que sobre el papel no podía tener más alicientes. En él se contaba la historia del primer regimiento de soldados negros que participó en la Guerra de Secesión estadounidenses, tras aprobar una ley que ponía fin a la discusión entre los propios mandos del ejército del Norte, reacios a poner armas en las manos de hombres de color, aunque estuvieran luchando para librarlos de la esclavitud. Un regimiento comandado, obviamente, por un hombre blanco (Mathew Broderick). Sin embargo, la gélida dirección, unida a cierto tufillo final que te dejaba la sensación de que el verdadero protagonista era el coronel y no los soldados, desinflaron las expectativas. Pero entre las ruinas que quedaron se alzó, inmenso, Denzel Washington, en una de las interpretaciones más preciosistas de su carrera. Y llegó el Oscar a Mejor Actor Secundario. Y con él, el temor a ser encasillado, e incluso a quedarse encerrado en papeles siempre alejados del protagonista. Un secundario de lujo. Algo que no estaba dispuesto a permitir, así que sus siguientes proyectos son un batiburrillo de comedias, cine negro y de nuevo películas con tintes raciales. Nada a la altura de lo que se avecinaba.
Porque en 1992 Spike Lee (con el que Denzel ya había trabajado) logra poner en pie su obsesión de llevar a la gran pantalla la vida de Malcolm X.
La película, antes de rodar un solo fotograma, ya nació rodeada de controversias, polémicas y hasta incidentes violentos. Y tras su estreno, una irreconciliable división de opiniones entre los que consideran “Malcolm X” como una obra maestra y los que la ven demasiada impregnada del ego de Spike Lee (tan buen director como impecable bocazas), sin por ello restarle méritos a un trabajo tan arriesgado. Pero allí estaba Denzel Washington para crear una de sus interpretaciones más impresionantes, y desde luego de las más desafiantes. Su apasionada entrega al papel le llenó de premios en el extranjero (Oso de Plata en el Festival de Berlín, por ejemplo), pero a excepción de la crítica neoyorquina, su país no aplaudió con el mismo entusiasmo su encarnación de un personaje que puso en jaque al gobierno de Estados Unidos acusándolo de racista.
Tras rodar a mayor gloria de Tom Hanks la un tanto insípida “Philadephia” (Jonathan Demme, 1993) y formar parte del reparto coral de “Muchos ruidos y pocas nueces” (con Kenneth Branagh repartiendo su histrionismo a diestro y siniestro, y con Denzel Washington demostrando su experimentado conocimiento del mundo shakesperiano, autor del que ya había interpretado varios montajes en teatro), entrará en contacto con el director con el que más llegó a trabajar, Tony Scott, cuyo suicidio puso drástico final a una de las relaciones cinematográficas más interesantes entre actores y directores que se conocen, y justo antes de rodar juntos lo que muchos consideraban una verdadera herejía y un imposible, y que no era otra cosa que filmar un remake de “Grupo Salvaje” (Sam Peckinpah, 1969) con Washington como protagonista. Dicho encuentro se produjo en “Marea Roja”, espectacular combate interpretativo entre Washington y Gene Hackman, ambos principales oficiales al mando de un submarino nuclear que se ve en la tesitura de disparar o no sus misiles sin tener una confirmación oficial. Cuatro títulos más conformaron esta relación: “Déjà Vu”, “Asalto al tren Pelham 123”, “Imparable” y, destacando sobre ellas, “El fuego de la venganza” (u «Hombre en llamas» sin el oportuno spoiler de los distribuidores), película que alcanzó cierta repercusión no por méritos propios (que los tenía), si no por las alabanzas que Quentin Tarantino le dedicó, un verdadero derroche de talento de Denzel Washington interpretando a un hombre de pasado violento que buscando alejarse de la amargura legada por sus propios crímenes termina recalando en cruzada mucho más cruenta de todas aquellas de las que trataba de escapar. Su deber de ser el guardaespaldas de una niña se transforma en una ira inclemente cuando la pequeña es secuestrada y aparentemente asesinada. Habrá quien encuentre excesivo el siempre enloquecido tratamiento con el que Tony Scott afrontaba sus películas. Pero tuvo que ser un verdadero regalo del destino encontrar a un actor que entendiese su forma de narrar, y, como el propio director, apostarlo todo en cada proyecto.
Pero dicha interpretación de Denzel Washington ya formaba parte del drástico cambio que le había dado a su trayectoria, y con la que al fin dejaba de ser el nuevo Poitier para revelar un potencial difícilmente superable. Y es que tres años antes una película le permitió desvelar que ese lado oscuro que a veces se asomaba en sus personajes podía desarrollar una fuerza tan arrolladora o más que la que generaba en papeles libres de tanta turbiedad. “Día de entrenamiento” (Antoine Fuqua, 2001) le colocó en la piel de un escalofriante policía que debe pasar su primera jornada con el que será su nuevo compañero (Ethan Hawke), al que en apariencia irá adoctrinando en los pormenores de su recién estrenado puesto, aunque en realidad sus intenciones son muy distintas. Con un guión muy hábil, pero sembrado de trampas, es la interpretación, amoral, despiadada y aterradora de Denzel Washington, la que realmente sostiene y vertebra con verdad la película. Sin el virtuosismo del actor, es más que probable que el film no hubiera pasado de ser una obra más de las muchas que se estrenan (y a día de hoy, seguimos esperando que Antoine Fuqua repita el prodigio). Con él, “Día de entrenamiento” adquiere por momentos un dramatismo y una sabiduría sobre el género negro verdaderamente lúcidos. El Oscar al mejor actor sólo fue el colofón de la riada de admiración que se ganó con su forma de abordar el papel.
A partir de entonces, interpretaciones impecables y siempre cargadas de honestidad en títulos no siempre elogiables, pero que con él a bordo garantizaban que al espectador le costase apartar la mirada de la pantalla. Y aunque sus dos películas como director no se hayan ganado muchos elogios, es imposible dudar que Denzel Washington sigue siendo un hombre cargado de sorpresas. Su mirada prodigiosa, su equívoca sonrisa, sus siempre enigmáticos gestos que parecen esconder mucho más de lo que muestran son presagios de que su inmenso talento aún tiene mucho material para hacernos soñar.
Y por si a alguien se le había olvidado la clase de actor que es, ahí está el Premio Donostia para recordarnos que continúa siendo un intérprete excepcional en cualquier sentido. Un prodigio de sensibilidad. Un maestro. Otro genio que se mueve a su antojo en el mundo de las luces y las sombras.
Gracias Denzel Washington.
Gracias San Sebastián.
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