El primer disparo de Klaus
Por Víctor F Correas , 1 septiembre, 2015
Klaus no entiende nada. Él sólo avanza apuntando con su fúsil, con el que aprendió a disparar hace apenas un par de semanas. Avanza junto al resto de compañeros por campos recién sembrados y cuyas cosechas no se recogerán; por carreteras endebles, que tiemblan al paso de los coches y de los carros de combate. Klaus está feliz.
Es la primera vez que sale de su pequeño pueblo, un caserío con encanto al pie de las montañas de Baviera. Y como él, otros tantos que caminan a su lado. Incluso ya se le pasó el estremecimiento que recorrió su cuerpo cuando el sargento de su compañía segó la vida de un par de campesinos con sendos tiros en la cabeza. Le dio por ahí, les vino a decir. Y no serán los últimos, apostilló. Para eso están allí; para hacer más grande a Alemania. Lo ha dicho el Führer, y con él lo será. Klaus no lo duda mientras lanza una mirada al cielo, por el que asoma un sol tímido cuando vence la resistencia de las nubes. De pronto, llegan a una granja. Una mujer enlutada los recibe con cara de no entender nada. El marido sale de la parte posterior de la casa armado con una guadaña y observa a los soldados, circunspecto. El sargento se aproxima a él y le chilla en alemán. El anciano se encoge de hombros y termina por musitar algunas palabras también en alemán. El sargento le tira al suelo y le vuela la cabeza de un tiro. La anciana chilla y se arrodilla junto al cuerpo de su marido y luego golpea con rabia las botas del sargento. Éste hace un gesto a Klaus, que duda. El gesto del sargento, duro, es una orden taxativa. Klaus se llega hasta él y sin pestañear dispara una ráfaga a la anciana, que cae junto a su marido. Bien hecho, le felicita el sargento, que ordena después prender fuego a la granja. Para están allí, para eso han invadido Polonia. Tal que hoy hace setenta y seis años. El primer día que Klaus mató a una persona. Y no sería la última.
Así comienza el repaso a este uno de septiembre, que bien podía haberlo hecho con Klaus apoyado en la barandilla de un barco fondeado en las aguas del Atlántico Norte. Aunque, en lugar de Klaus, podría llamarse François o Harry y ser miembro de la expedición franco-americana que desde hacía días buscaba en el fondo del mar, matarile, los restos de un barco hundido bastantes décadas atrás. Y Klaus, François o Harry, seguramente contendría la respiración al ver aparecer en la superficie del mar el pequeño submarino que rastreaba la zona con la esperanza de encontrar los restos del barco. Y gritaría de júbilo cuando, al abrirse la escotilla, alguien apareciera gritando que sí, que al fin los habían encontrado. A más de cuatro mil metros de profundidad. Los restos del mítico Titanic, tal que hoy hace treinta años.
Y más, que el día dio para mucho. Como para que el coronel libio Muamar El Gadafi destronara al rey Idris aprovechando que se encontraba de visita en Marruecos, hace cuarenta y seis años, y se adueñara de los destinos del país; o la sonda Pioneer 11, que tal que hoy hace treinta y seis años pasaba por encima del anillo más externo de Saturno, sobrevolando sus nubes a más de veinte mil kilómetros de altura. A esta hora, la Pioneer debe andar por donde Cristo dio las tres voces o más allá, perdida en la eterna inmensidad estelar; O Vasco Núñez de Balboa, que hoy hace quinientos dos años se adentró en el interior de Panamá junto a una expedición formada por ciento noventa españoles y unos ochocientos indígenas. Quería ser el primero en contemplar un nuevo mar desconocido y del que los indígenas decían que era inmenso. Para eso debían atravesar el istmo y ascender la cordillera del Chucunaque. Y ahí lo dejo, comenzando esa aventura. El día 25 la finalizo. Palabrita del niño Jesús.
Ahora, muertos y nacidos en el día. De los segundos, dos. El primero, uno que daría mucho la brasa musical. Un organista y clavicembalista que, con el tiempo, sería célebre por una melodía repetitiva y empalagosa, pero que se sigue tocando pase el tiempo que pase. La obra es el Canon en Re mayor y la compuso el tipo que nació hoy hace trescientos sesenta y dos años, Johann Christoph Pachelbel. El otro lo hizo hace quinientos sesenta y dos años en Motilla, Córdoba, y se ganaría la vida como militar al servicio de sus católicas majestades Isabel y Fernando. Y fue bueno, muy bueno; de los mejores que ha dado este país. Tanto, que le llegaron a llamar El gran Capitán. A él, a Gonzalo Fernández de Córdoba.
El que la palmó, hoy hace trescientos años, fue Luis XIV en Versalles, dejando un país hambriento, en declive y con una estructura social a punto de reventar. Que terminaría por estallar ocho décadas después.
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