67 Festival de cine de San Sebastián 7
Por José Luis Muñoz , 26 septiembre, 2019
Siete días ya y recobrando la esperanza de seguir viendo buen cine. Bajar temprano con el bus 13 me permite hasta escoger qué película ver. Me dejo guiar por mi instinto y salto a la casilla suiza. ¿Nostalgia por Alain Tanner? Quizás. A las 8:30 no hay cola en el cine Principal y los bares no han abierto aún. Le milieu de l’horizon de la directora suiza Delphine Lehericey está encuadrada en la Sección Nuevos Directores. Drama rural que gira en torno a Gus, el hijo de 13 años de un granjero, que ve cómo el mundo se derrumba a su alrededor: una sequía severa diezma la granja de pollos de su padre; el maizal agoniza; su caballo viejo se retira a morir; su primo, retrasado mental que vive con la familia en la granja, sufre un grave accidente; sorprende a su hermana mayor besándose con un estudiante alemán y, lo más dramático, su madre se fuga con una mujer de la zona de la que está perdidamente enamorada. Todo ello con el despertar de la sexualidad del muchacho. Sensible, exquisito y con subrayados dramáticos precisos, el film también homenajea la esforzada labor de esos hombres que viven de sus cosechas y animales y dependen de la bonanza del clima, así es que asistimos a su duro día a día, retirando los pollos que mueren por el calor y la falta de agua en su granja y paseamos con ellos por ese maizal echado a perder. Le milieu de l’horizon, rodada en Suiza, es un film notable. El papel de madre perturbada por su amor lésbico lo interpreta una Laetitia Casta cuya madurez es espléndida. A destacar ese prodigio de actor infantil llamado Luc Bruchez, el Gus del film. Lo siento, Alfred Hitchcock: las películas con niños dentro y con Charles Laughton funcionan.
Voy bien de tiempo camino de mi desayuno en Baluarte. Uno se construye cómodamente la vida con rutinas como esa más que nada porque no hay tiempo para improvisar. Voy tan bien de tiempo que hasta puedo callejear por el casco antiguo de San Sebastián y curiosear en la iglesia de San Vicente, del siglo XVI, admirar las tres portentosas esculturas de Chillida de su exterior (una pareja fundida en un abrazo; unas enormes manos entrelazadas; una gigantesca mano abierta) y pasar a su interior. Paseo por las naves de la iglesia, me detengo ante su retablo barroco dejándome llevar por la música ambiente que suena en el interior del templo. No es exactamente música religiosa sino clásica. Debería haber música, buena, en todas las iglesias.
Me entretengo tanto en el Baluarte que se me echa encima la hora de proyección del Kursaal. De nuevo una madre que abandona a los suyos, por depresión, no por amor, y una adolescente que debe hacerse cargo de su hermano pequeño hasta que no puede más como en La hija del ladrón. Rocks es cine social británico. La protagonista es una chica, de origen jamaicano y nigeriano, que habita en una zona suburbial de Londres. No hay drogas ni alcohol de por medio sino pobreza sistémica y quizá desarraigo en esa Europa multicultural y multiétnica que hace muchos años dejó de ser blanca. Las compañeras de colegio de Rocks, así la conocen porque es como una roca, son negras, como ella, musulmanas, hindúes y alguna blanca, pocas. Pero la película no va de conflictos raciales sino de una persona joven, que, sin tocarle, tiene que asumir responsabilidades que sus mayores no ejercen. Las interpretaciones son muy naturales, de hecho creo que la mayor parte de sus actrices son chicas que se interpretan a sí mismas ante una cámara que tanto es la cinematográfica como la del móvil en filmación vertical para dar una mayor pátina de realismo al film. Dirige Sarah Gavron, una directora (este festival es muy femenino) británica con larga experiencia cinematográfica y la película compite en la Sección Oficial representando al Reino Unido.
Me pierdo la comida en Okendo porque no hay mesas disponibles. Me agencio un zumo de melocotón en la frutería de siempre y luego me siento en una terraza del Bulevar para que me soplen 10 euros por una cerveza y un sándwich de queso y jamón (desisto pedir un bikini al camarero de la otra vez). A mis espaldas unos productores mexicanos que hablan de películas de narcos. Tendría que torcer demasiado el pescuezo para verles la cara. Sólo tenemos que limitarnos a mostrar nuestro día a día, se dicen.
Hace un día radiante y tengo tiempo de sobra. Me voy dando un paseo al puerto viejo encajonado bajo el monte Urgul. Restaurantes de pescado, unos al lado de otros, con platos a precios astronómicos. Subo por unas escaleras a la terraza del Acuario. En esa zona nunca estuve. Desde allí las vistas al enfurecido Cantábrico son espectaculares, una película más del festival. A pesar del buen día que hace, sigue el mar de fondo batiendo con fuerza contra los peñascos y la escollera formada por bloques de mármol negro y los barcos que se aventuran fuera de la bahía de la Concha galopan sobre las olas, y una de ellas, que rompe con un fuerte latigazo, me empapa de espuma sin que me dé tiempo a reaccionar. Fue esa séptima ola, la más fuerte, que saltó el muro de protección y me cayó desde el cielo.
Nematoma, una coproducción entre Letonia, Lituania y Ucrania, presentada a la sección Nuevos Directores, resulta ser una de las películas más inquietantes y originales del festival. Jonas, un ciego que ejercita una brusca coreografía bastante incomprensible, consigue, con su pareja de baile vidente, ser seleccionado en un concurso televisivo de bailes de salón. Vytas sale de prisión tras haber pasado años de condena encerrado por haber matado a su esposa, es rechazado en los trabajos por sus antecedentes y se acoge a la protección de la iglesia. Dos historias paralelas aparentemente sin conexión. Cuando Vytas ve a Jonas bailando en el televisor del centro de acogida religioso en que está, trama su venganza. Film negro con una puesta en escena fascinante (las primeras secuencias de una camioneta conducida por Vytas circulando a toda velocidad por una carretera con una mujer ensangrentada en la parte de carga, y de Jonas, con la camisa llena de sangre, internándose en un bosque y tropezando con un grupo de ciervos enormes en una laguna estancada son sencillamente impresionantes a nivel visual) y final de verdadero impacto, de esos que se graban en la retina y duelen. El lituano Ignas Jonynas, su director, es un maestro a la hora de retratar las atmósferas malsanas de este film tenebroso que cobra todo su sentido en los minutos finales.
Amores fraternales, a continuación, en el mismo cine Principal. Diecisiete se llama la película de Daniel Sánchez Arévalo que está en la Sección Oficial del festival pero no va competición. Una comedia de parejas que es una road movie por la región de Santander y algunos de sus paisajes más hermosos. Héctor, muchacho conflictivo que ha cometido varios hurtos, entra en un correccional e inicia en él una terapia con perros; cuando lo separan del perro del que se encariña, se escapa; con su hermano mayor intentan localizar ese perro y, de paso, llevar a su pueblo a su octogenaria abuela que quiere ser enterrada donde reposa su marido. Ese viaje absurdo, que lo hacen en una autocaravana con camilla medicalizada para la abuela, les sirve a los hermanos para estrechar lazos. Argumento descacharrante donde los haya que concitó por mi parte mínimo interés. Eso sí, hay que reconocer que los diálogos entre los dos hermanos, constantes, tienen chispa.
Llegados a este punto, me queda un día y medio de festival y he visto todas las películas que van a competición con lo que ya podría ir elaborando una quiniela que seguramente dará, dado mi proverbial buen ojo y mi escasa coincidencia con los jurados, muy pocos aciertos.
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