¿Tradicionalista o modernista?
Por Eduardo Zeind Palafox , 15 marzo, 2016
Por Eduardo Zeind
En un libro de Edmundo O´Gorman leo que todavía interesa la pugna entre la idea de “modernismo” y la de “tradicionalismo”. Ambos vestiglos, en gigantomaquia brutal, moviéndose poco destruyen mucho. Hora es de aniquilar sus desmanes.
El enemigo peor de toda batalla conceptual es la crítica, que está hecha de términos fraguados con inocencia. Se es inocente cuando se camina derecho hacia las cosas, cuando no son un instrumento que nos permite ir a otras cosas, sino cuando son, por sí mismas, interesantes.
El modernista vive según la razón y el tradicionalista según la moral. La razón, para serlo, soslaya los sentimientos. La tradición, para ser, evita el sereno computo de los objetos. La razón destruye todo parentesco y enarbola la utilidad. Lo que no sirve, en el modernismo, es suprimido. La tradición, en cambio, crea parentescos, pero daña las jurídicas normas, útiles para organizar sociedades.
De modo simple aseveremos que el modernismo mejora las normas, que según el Derecho brotan del Estado, son coactivas y crean deberes y obligaciones, y que el tradicionalismo multiplica los parentescos, crea hermanos donde sólo hay amigos. Es menester recordar, antes de seguir razonando, el concepto griego de “politeía”, que significaba “ideales filosóficos y políticos”.
Filosofar es sistematizar, razonar, y politizar es regular las relaciones de los hombres, que no se distinguen por ser racionales, sino por ser sentimentales, peculiaridad demostrada por los esfuerzos recientes de los filósofos del siglo XX y por todos los hijos de Noé.
La filosofía sistematiza lo que la política le otorga, que es realidad mudable. La realidad es un conjunto de cosas que por estar juntas, por integrarse, crean un objeto, algo discernible y que puede intuirse sólo mediante conceptos, llamado circunstancia. Distingamos la palabra “circunstancia” de la palabra “situación”. La segunda palabra figura un tiempo y un espacio, y la primera un tiempo, un espacio y un problema. La realidad es un problema, y un problema, si es de orden vital, es una antítesis inevitable, es realidad haciéndose, “realitas in essendo”.
Nadie ignora que el modernismo no puede paliar los verdaderos problemas humanos, que son abstractos, ni que el tradicionalismo no basta para aplacar la inmensa curiosidad humana, siempre con la mira puesta en las cosas de la tierra. La tradición, cual hogar, nos refugia, pero a la vez nos encierra. El modernismo, cual aventurero, nos regala experiencias que anonadan, pero a la vez nos hace eternos errantes.
Quien un día es moderno y otro amador de la tradición constantemente debe elegir o ser moral, amigo de la bondad, o ser lógico, amigo de la verdad. La verdad, universal, abre puertas de instituciones, y la bondad, que es relativa, abre puertas de hogares.
¿Alguien puede, como pregunta O´Gorman, gozar los beneficios de la modernidad sin ser moderno? ¿Alguien puede gozar de la tradición sin ser tradicionalista? ¿Podría el norteamericano común y corriente ser buen católico, digamos, y ser genial banquero? ¿Podría el mexicano ser magno comerciante y ser ejemplar moralista? La fuerza de tantas preguntas saca a la luz que muchos quehaceres de la modernidad exigen despreciar al prójimo. Luego, prefiero ser tradicionalista.
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