Alba Iulia, esplendor imperial
Por José Luis Muñoz , 15 noviembre, 2016
El viaje de Ulises acaba en Alba Iulia, en el centro de Rumanía, y difícilmente podría tener mejor final. Karlsburg, el nombre germano de la ciudad, a orillas del río Mures, es una población de estética imperial que rezuma historia por todos sus poros. Sus cerca de 60.000 habitantes se concentran en una metrópoli, tan moderna como aséptica, que rodea un espectacular y pequeño centro histórico perfectamente delimitado por una muralla impecable que se conserva maravillosamente bien. Pero nadie vive dentro de él, salvo algún viajero como Ulises que llega en su Skoda blanco sin espejo retrovisor y sigue las indicaciones para llegar a su hotel.
El nombre de la población viene de la dominación romana, cuando Apulum, su nombre dacio, fue conquistada por el emperador Trajano en el 106 y allí se estableció la XIII Legión Gémina. De la huella romana queda un pequeño museo que Ulises visita en solitario, no bien deja las maletas en un hotel palacio, el Hotel Medieval, cuyos empleados visten de época: medias blancas, pantalones azul celeste ajustados, casacas del mismo color y sombrero de tres picos.
La escultura de bronce de un aguerrido centurión romano le da la bienvenida a Ulises, que pasa, luego, a un recinto abierto que muestra algunas de las esculturas conservadas de próceres y dioses; a continuación, en una nave moderna, con techado y paredes de cristal, observa varios objetos antiguos, esculturas de Trajano, uniformes de legionarios romanos con sus cascos, armaduras, escudos y espadas, y ve, en sesión privada, un audiovisual sobre el esplendor de esa ciudad de la Dacia conquistada por los romanos cuyo castro sirvió para construir la ciudadela.
La ciudad fue pasando por varias manos y todas la engrandecieron, reforzando con fosos la defensa de la fortaleza. En el siglo IX se la llamó, con razón, la ciudadela blanca, porque los sillares de sus construcciones son de ese color predominantemente. El duque húngaro Gyulia la convirtió en capital de su territorio y la hizo ortodoxa. Juan Hyundai, voivoda de Transilvania cuyo castillo de Hunedoara visitó Ulises el día anterior, la convirtió en bastión para frenar el avance de los turcos.
Alba Iulia fue un importante enclave cultural y político, una ciudad racional y esteticista. Durante el reinado del príncipe Gabriel Bethlen se dotó de una academia. En el siglo XVIII se erigió la biblioteca Batthyanaeum. Uno de los primeros trenes partió de esa población. Y en 1918 se produjo en la ciudad los fastos de la unión de Transilvania al reino de Rumanía.
Regresa a su Hotel Medieval cuando el estómago se lo dicta. Es el único comensal en el restaurante y el único cliente que atiende un camarero vestido de época con peluca, pantalones ajustados a media pierna y medias blancas. La comida, a ser sincero, no está a la altura del establecimiento, salvo el postre exquisito, tres bolas dulces polenta en un lecho de crema y salsa de frutos rojos, porque la sopa de carne, que Ulises confiaba fuera una especie de gulasch, le decepciona por su carencia de sabor y exceso de agua. Va a salir a estirar las piernas, porque los días son cortos y le apetece pasear más que hacer una reparadora siesta, cuando la recepcionista del hotel, una chica delgada y elegante, le ofrece una visita guiada al sótano del hotel que Ulises acepta de buen grado, así es que, siguiendo a un joven guía que se cubre la cabeza con un sombrero de tres pisos, descubre el corazón medieval del hotel, el que justifica su nombre: salones subterráneos con mesas largas y sillas incómodas de altos respaldos, armaduras medievales de caballeros templarios que se establecieron en la zona tras la caída de Jerusalén, espadas, mazmorras…Ulises agradece en inglés macarrónico los servicios de su guía y sigue explorando por su cuenta la ciudadela, así es que cruza ese trasunto de patio de armas que rodea el hotel, con exquisitas esculturas de mármol blanco y fuentes sin agua, y sale al exterior.
Ulises pasea despacio, como si estuviera en el siglo XVIII, por esa ciudadela histórica, cetatea, de palacios suntuosos y amplias avenidas flanqueadas por las catedrales católica y ortodoxa, una ciudad que culminó Carlos VI de Habsburgo que cambió el nombre de la ciudad y la convirtió en Alba Carolina o Karlsburg, en su honor. Le faltan las medias blancas, la casaca, el sombrero de tres picos y un bastón de empuñadura de oro para volar a esa época, así es que Ulises, con sus contradicciones históricas, con su aversión monárquica, se pasea por todas esas amplísimas avenidas diseñadas para que circularan por ella los carruajes regios, pasearan las mujeres encorsetadas exhibiendo sus bustos por sus generosos escotes y los caballeros amanerados que, a su paso, se quitaban el sombrero y les hacían una reverencia, personajes que Ulises ve replicados en bronce, mezclados con los escasos viandantes, en sus paseos por esa ciudad extraordinariamente bella, apoteosis del barraco, por la que retrocede trescientos años.
Visita, porque está abierta, la suntuosa catedral católica de San Miguel, de exterior románico e interior gótico del siglo XII, en donde están las tumbas de Juan Hyundai y su esposa polaca Isabel Jagellón; cruza la acera, deja atrás la escultura ecuestre de Mihail Viteazul, voivoda de Valaquia, para cambiar de fe y atravesar el claustro de la catedral ortodoxa neorrománica de La Reunificación, dominada por el campanario de 58 metros de altura, en donde fue coronado en el año 1921 Fernando I de Rumanía, cuyo busto, junto a la reina María, preside la puerta de entrada. El iconostasio, en madera negra, es elegante, pero echa en falta el encanto y el misticismo que tienen las viejas iglesias ortodoxas rumanas que ha visto anteriormente y el olor de los cirios. Toma fotos de la bóveda, mientras pasea, de los fieles, sentados en los pocos asientos, que rezan. Dos murales de los reyes Fernando y María flanquean la puerta y cerca de ellos, el barbado y terrible voivoda Mihail Viteazul, la antítesis de esos dos distinguidos reyes modernos de una breve dinastía que se extinguió en 1947.
En la plaza en donde está ese pequeño museo romano, que ha visitado por la mañana, se alza el edificio neoclásico de la universidad, de fachada amarilla y blanca, y Ulises examina varias esculturas de bronce, que se mezclan con los escasos viandantes, y una enorme campana de iglesia del mismo metal coronada por cuatro cabezas y con un trabajado altorrelieve.
Anochece de forma espléndida, con colores rosáceo y azul y nubes que parecen dibujadas en un cielo limpio, y a Ulises le envuelve el silencio, porque a la ciudadela no le llega el fragor de la moderna ciudad extramuros; cruza la puerta occidental y el puente levadizo, que salva el foso que circunda la muralla, y se detiene a homenajear el impresionante obelisco de Horea, Closca y Clisan, los cabecillas transilvanos que se alzaron contra los señores feudales y fueron ejecutados, que es el riesgo que corre todo aquel que se rebela contra el orden existente.
Hay muchas puertas en Alba Iulia, todas con profusión de altorrelieves, ornadas con esculturas clásicas, y se las imagina Ulises cerrándose cuando el enemigo exterior acechaba, y se imagina batallas sangrientas durante la Edad Media, y luego esas batallas elegantes del siglo XVIII en donde se enfrentaban ejércitos de caballeros espléndidamente uniformados con normas muy estrictas de combate que cumplían a rajatabla con la misma exquisitez que cortejaban a las damas. Pasea por ese gigantesco foso, ahora libre de agua, que cercaba la ciudad y que se ha convertido en un impresionante y bien cuidado parque por donde, como si fueran fantasmas de otra época, los guardas hacen rondas con vestidos de época y falsos fusiles al hombro, o arrastrando sables en sus fundas, colgadas de sus cinturas. Todo, el color de las hojas otoñales, esa suave brisa que sopla, el verdor del césped, la luz menguante del sol a esas seis de la tarde que anuncia un cielo estrellado en unos momentos, le parece mágico, porque le traslada a otra época, hasta que sus pasos le guían al patíbulo, a esa horca que pende y se mece con el viento, a ese tocón de madera con la enorme hacha hincada en ella que descabezaba a los reos, a esa rueda de los tormentos a la que eran atados los infelices para ser despiezados por el verdugo de turno, en donde seguramente fueron ejecutados los rebeldes Horea, Closca y Clisan. Lo más terrible y abyecto del ser humano, la violencia y la crueldad, como contrapunto a tantísima belleza; el dualismo de la naturaleza humana; el hombre como generador de lo mejor, pero también de lo peor, reflexiona Ulises, las manos en los bolsillos y las solapas de su tabardo alzadas, porque cuando ha desaparecido el sol bajan las temperaturas, mientras regresa a ese palacio barroco que es, por un día, su regia residencia.
Hay, en el aire, aromas de leña encendida.
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