Altamira, de Hugh Hudson
Por José Luis Muñoz , 2 abril, 2016
Viendo Altamira de Hugh Hudson uno no tiene más remedio que relacionarla con Encontrarás dragones del franco británico Roland Joffé, aunque los personajes hagiografiados en las dos películas, el arqueólogo Marcelino Sanz de Sautuola, descubridor de las cuevas de Altamira (el mérito fue el de un perro que se perdió en ella), y monseñor Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, poco tengan que ver salvo su país de pertenencia. Tanto el británico Hugh Hudson (Carros de fuego, Revolución) como el franco británico Roland Joffé (Los gritos del silencio, La misión, Vatel) fueron, en el pasado, directores potentes sumidos ahora en el olvido. Digo esto porque esas dos películas, rodadas en España, trabajos de encargo para ensalzar a dos personajes patrios, huelen demasiado a cine mercenario, es decir, a películas rodadas con escaso entusiasmo por sus directores.
De lo que no hay duda es de que Hugh Hudson aporta oficio a esta producción española, en cuya lista de mecenas aparece el apellido cántabro Botín financiándolo, y que la película, llena de tópicos—sobre todo en alguno de sus personajes, como el monseñor inquisitorial de sombrero de teja que interpreta un irreconocible Rupert Everett con el cráneo rasurado—, funciona medianamente bien, se ve con agrado, es entretenida, está bien filmada, y mejor fotografiada por José Luis Alcaine en paisajes cántabros de indudable fotogenia, y contradice ese célebre dicho de Alfred Hitchcock de que una película con niño dentro (con perro y con Charles Laughton), esta vez niña, María (Allegra Allen), la hija del denostado arqueólogo español, está abocada al desastre. Hugh Hudson salva el expediente, y hasta Antonio Banderas lo hace encarnando al protagonista Marcelino Sanz de Sautuola, que consigue que olvidemos su desdichada carrera norteamericana, en este film hagiográfico que establece un conflicto entre el arqueólogo cántabro y el geólogo Juan Vilanova (Nicholas Farrell) y los darwinistas incrédulos, capitaneados por Émile Cartahiac (Clément Sibony), que niegan hasta la saciedad, es decir, hasta que se descubren otras cuevas prehistóricas en Francia, la autenticidad de las cuevas de Altamira (insinuaron que las pinturas eran una falsificación moderna), y negaron la existencia de la Capilla Sixtina del arte rupestre prehistórico, y tradicionalistas católicos para los que era incomprensible que alguien con aspecto de humanoide pudiera tener tamaña altura pictórica.
Hugh Hudson palia la falta de espectacularidad de su relato cinematográfico, en la que no sucede nada relevante, con las pesadillas con bisontes que tiene la niña y eso le permite introducir algún efecto especial chirriante y forzado, que parece un retal de las comedias disparatadas y estúpidas de Ben Stiller de la franquicia Noche en el museo.
Altamira se ve bien, se olvida pronto y cuenta en su haber con la presencia de la actriz iraní Golshifteh Farahani, encarnando a Conchita, la esposa del arqueólogo, una belleza racial que aporta su mirada triste a su personaje melancólico y vive una historia de amor platónica con un pintor restaurador francés (Pierre Niney), al que acusan de pintar los bisontes de Altamira, un apunte nada relevante, y una banda sonora firmada, nada menos, que por Mark Knopfler. Después de Altamira todo es decadencia, dijo Pablo Picasso. Después de Altamira dudo que Hugh Hudson remonte su carrera.
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