Álvarez Ortega, el poeta español más europeo
Por Antonio Rodríguez Jiménez , 14 junio, 2014
El poeta cordobés Manuel Álvarez Ortega (1923) ha fallecido en Madrid. Se trata de una de las voces líricas más importantes de su generación. Dice su editor y amigo Juan Pastor en una nota hecha pública hace unas horas que fue “un hombre y una voz para el futuro que a pesar de haber estado siempre muy cerca de las vanguardias y de la vida literaria de nuestro país, su coherencia y posición de firmeza le han llevado al otro lado. A mantenerse alejado de la cultura oficial, de los grandes acontecimientos y de la dictadura cultural de nuestro tiempo. Pero su obra se reconoce, se traduce y se publica fuera de nuestras fronteras donde el interés por su poesía es cada vez mayor. En España, su biografía y el estudio serio de su obra creativa están por escribir”.
La Universidad de Saint Gallen (Suiza), junto a una treintena de poetas y escritores españoles, presentó ante la Academia Sueca su candidatura al Premio Nobel de Literatura en mayo de 2001. En junio de ese mismo año la Academia Sueca, por mediación del secretario del Comité Nobel, solicitó datos complementarios y aceptaron su candidatura. Nunca ganó el Nobel pero su obra posee la calidad suficiente para haberlo obtenido. Álvarez Ortega está considerado como un poeta clásico de las promociones de posguerra, por la profundidad de pensamiento, la belleza de sus imágenes y por la maestría en el uso del lenguaje. Es un poeta de culto que, ajeno a capillas o cenáculos, ha creado a lo largo de más de setenta años una corriente de vanguardia renovadora de los instrumentos líricos. A decir de la crítica, es el poeta español más europeo del siglo XX.
La obra de Manuel Álvarez Ortega ha evolucionado en el transcurso de los años hacia una poesía cada vez más metafísica y esencial, aunque repleta de imágenes surrealistas inmersas en unos versos básicamente musicales. Se trata de un poeta raro, isla, que no admite raíces estéticas concretas y que no le gusta que lo emparenten ni con los poetas de su generación (José Hierro, Gabriel Celaya, Blas de Otero), ni con los poetas de Cántico, que también pertenecen a su tiempo. Él se siente orgulloso de ser un poeta diferente, no influido plenamente siquiera ni por los poetas simbolistas franceses (a los que tradujo).
También dejó claro Álvarez Ortega su no afiliación con otros poetas: “Nunca he tenido inclinación a conocer personalmente a los poetas. Para mí lo importante es el libro, no el que lo escribe. Cuando yo editaba Aglae, recibía libros de mucha gente que por entonces empezaba. Uno de ellos fue Miguel Labordeta. Nos cruzamos alguna carta y ahí acabó la historia. De Cirlot tenía noticia por alguna publicación catalana y algún que otro libro suelto. Pero nunca contacté con él, nunca coincidimos en ningún sitio. Algunos de sus poemas llegaron a gustarme, pero no del todo, porque, a mi juicio, no acertaba con la fórmula adecuada, no sabía construir el poema. Eran muy ricos de ideas, y con frases muy afortunadas, pero el poema, como edificio unitario, siempre se tambaleaba”.
Sobre la tradición en general también era tajante como puede verse por sus declaraciones: “La tradición literaria me ha importado siempre muy poco, yo diría que nada. Si ha sido correcta o no su transmisión es asunto al que no dedicaré ningún espacio. Mi tradición, por decirlo así, me la he fabricado yo con los poetas que me importaron, muy pocos, seis o siete en nueve siglos”. De los pocos poetas que lo han influido figura Góngora, como él mismo reconoce: “A Góngora lo he leído desde el colegio. Alguna letrilla la sabía de memoria. Claro que cuando me di cuenta de su grandeza fue en mi adolescencia, al encarar las Soledades y el Polifemo. Por entonces también, a fuerza de leerlo, empecé a fijarme en los aspectos técnicos, en cómo construía el poema, cosa para mí de gran importancia. Góngora, siempre lo he creído así, es el poeta de nuestra lengua, un venero que nunca se agota. Cualquiera de las Soledades, por ejemplo, a cada lectura, aparece como un poema distinto, con nuevos matices, nuevos registros”.
Afín a las corrientes simbolistas y del surrealismo francés, su poesía se caracteriza por una vertiente sensual y repleta de imágenes brillantes que arrancan del vanguardismo y del 27, pero siempre con la expresión contenida, la elegancia musical del verso, la perfección estilística y una temática de preocupaciones existenciales en torno a la muerte y el tiempo que lo acercan a la tradición barroca y a la línea más metafísica del romanticismo anglo-germánico.
Álvarez Ortega fue de los poetas que pensaban que la poesía es inexplicable y que en última instancia lo único explicable, o al menos, a lo único que podríamos aproximarnos es a los poemas. Creyó en la imposibilidad objetiva de acercamiento crítico del poeta a su propia obra. El poeta toma aquellos matices que percibe del mundo exterior y crea por sentido reflejo, por incidencia, lo que su ánimo intenta transferir: un estado, una sensación, o, simplemente un modo de ver aquello que se le opone. Piensa –como Ortega y Gasset— que el alma del verso es el alma del hombre que lo va componiendo, y que el poeta, cuando es sincero, lo que deja en su poesía es un sedimento de su vivir. Pero ese vivir que muchas veces es contado en tono elegíaco se convierte en algo que está más allá, en lo pretérito, algo que está totalmente muerto, que ya no existe. Y el poeta cordobés –como lo hizo Rilke– entona una extensa e inacabable elegía a la muerte, un canto continuo y circular, que va evolucionando en torno a las transformaciones del significante, que a su vez depuran la capacidad expresiva del poeta, proporcionando al contenido un valor creativo, que está muy lejos de la monotonía.
Manuel Álvarez Ortega perteneció a la primera promoción de posguerra. En 1949 fundó la revista Aglae, en la que editó dos de sus primeros libros, Clamor de todo espacio y Hombre de otro tiempo. Becado varias veces por la Fundación March en Francia para estudiar y traducir poesía francesa, fue autor de las antologías Poesía francesa contemporánea (1967), Poesía simbolista (1975) y Veinte poetas franceses del siglo veinte (2001), además de colaborar en la de Poesía belga contemporánea (1967) y haber publicado traducciones de Lautréamont, Laforgue, Saint John-Perse, Eluard, Breton, Segalen, Jarry, Apollinaire, Patrice de la Tour du Pin, Péret, Milosc, entre otros. Desde su primera obra publicada, La huella de las cosas (1948), han visto la luz más de una treintena de libros, algunos de ellos premiados y dos accésits al Premio Adonais (Exilio e Invención de la muerte). De su etapa inicial destacan Égloga de un tiempo perdido (1950), Clamor de todo espacio (1950), Hombre de otro tiempo (1950) o Tenebrae (1951 y 1973), poemarios que inaugurarían una línea surrealista, hasta llegar a obras claves en su trayectoria como Exilio (1955), Dios de un día (1962), Tiempo en el Sur (1972) y Despedida en el tiempo (1967), que alcanzará su punto álgido con Invención de la muerte (1964). Luego publicó Oscura marea (1968), Oficio de los días (1969) y Lilia Culpa (1984) . Sus inquietudes metafísicas se centran en Reino memorable (1969) y, sobre todo, el cambio formal que representa Génesis (1967) con todo un universo simbólico que configura su poesía. Con Fiel infiel (1977) vuelve a la evocación amorosa mientras el tema del tiempo y la muerte están en Carpe Diem (1972), Código (1990) o Fábula (1973), que presenta una visión irónica de la realidad. Desde otra edad (2002) y Mantia Fidelis (2008) presentan el tema del amor, mientras la rememoración y la lucha contra el olvido definirían obras como Escrito en el Sur (1979), Templo de la mortalidad (1982), Liturgia (1993) o Gesta (1988). A éstos le seguirá una etapa cada vez más trascendental en la que destacan Claustro del día (1995), Vulnerable dominio (1985), Corpora Terrae (1998), Acorde (1991). Otras obras suyas son Desde otra edad (2002), Égloga de un tiempo perdido (2003), Visitación (2005), Obra poética (1941-2005) (2006) y Cenizas son los días (2011).
Entre los galardones que ha recibido destacan los accésit al Premio Adonais en 1953 y 1963, el Premio Nacional de Traducción de 1967, el Premio de la IV Bienal de Poesía de León en 1976, el Premio de Poesía Ciudad de Irún en 1978, el I Premio Mundial de Poesía de la Fundación Rielo en 1982 o el Premio de las Letras de Córdoba en 1999. En mayo de 2001, la Universidad de Saint Gallen, junto a una treintena de escritores españoles, presentó ante la Academia Sueca su candidatura al Premio Nobel de Literatura, reiterada asimismo, en mayo de 2003, por el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Para hablar de la poesía de Álvarez Ortega hay que situarse justo en la postguerra, en esa época en la que estaba tan de moda la poesía social, en la que era muy intensa la influencia de Machado y de Unamuno. Entonces, este poeta raro, que no pertenece a ningún grupo conocido ni a bandería determinada, tiene la ocurrencia de mirar al exterior, mostrando con ello una inteligente postura. Su insistencia en el apartamiento, en el cultivo de una poesía con caracteres de universalidad, fundada en el esteticismo y construida con una exquisita complejidad, creada a base de pasión e inteligencia, con especial cuidado de la imagen y del lenguaje en general, este no seguir la corriente de la mayoría le costó que su poesía fuese apartada durante años de las antologías y de los premios. Todo esto fue marcando, de alguna manera, su propia personalidad y Álvarez Ortega se mantuvo siempre independiente de cenáculos y capillas, y no hizo lecturas públicas ni dio conferencias. No se prodigó a sí mismo y se sumergió en un voluntario exilio y huyó de la parafernalia fácil, de la publicidad. Llegó a decir que “en un país enfermo, cualquier gusto que signifique un propósito de curación es un insulto para los que viven de la enfermedad. En poesía también: cualquier intento de dignificación atenta contra aquellos que cimentan su nombre en lo más trivial y deleznable”.
En 1972 comienza a producirse en España una recuperación lenta del poeta cordobés, desarrollándose un interés especial por parte de un grupo de poetas jóvenes. En ese mismo año se publica la primera antología de su obra, que venía precedida del primer intento serio de acercamiento. Se trata de un interesante, breve e intenso estudio de Marcos Ricardo Barnatán y de una selección amplia de sus poemas. También en Las Palmas, la revista Fablas editó un número homenaje en el que participaron destacados críticos, que pretendían hacer público el reconocimiento del magisterio poético de Álvarez Ortega.
En cuanto a la crítica, ha dicho sobre su poesía Antonio Colinas que “su obra es uno de los testimonios más acabados, significativos y más desconocidos de nuestra postguerra. Yo creo en la progresiva revitalización de su fecunda obra”.
Por su parte, Guillermo Carnero manifestó que la escritura de Álvarez Ortega resulta generada por un leitmotiv que, a través de sucesivas matizaciones, le sirve de permanente motor. Se trata de un concepto desencantado de la naturaleza humana, que el poeta asume y con la que se siente en todo caso solidario. “Para Álvarez Ortega el hombre es un ser degradado que tiene una compensación, la carnalidad, la cual, considerada tanto un don como un castigo, da razón del hedonismo y también de la satisfacción amorosa”.
Para Álvarez Ortega sólo el lenguaje puede reflejar el universo múltiple y contradictorio del existir. Se trata de un lenguaje que se convierte en un centro hiperbólico –como ha apuntado Jaime Siles–, generador de sí y generado, donde se sustantiva lo exterior distante. A través de él se desliza el color por el que el mundo pasa. En su cosmos poético está latente la huella del gran maestro de la metáfora, Luis de Góngora, junto a la de los poetas del 27 y las literaturas europeas como la inglesa, la alemana y la francesa con sus correspondientes movimientos expresionista, surrealista, romántico y simbolista, que han formado en él una especie de costra cultural que ha ejercido un papel impermeabilizante de corrientes superfluas o de modas pasajeras, haciéndolo un entusiasta del cultivo de la lengua.
Una de las armas expresivas del lenguaje utilizadas por Álvarez Ortega es la metáfora. En su primer libro publicado, La huella de las cosas, escrito entre 1941 y 1948, o sea, iniciado cuando el poeta tenía 18 años, ya se puede apreciar el manejo de ésta:
“Más de súbito en mis labios se hiela un deseo /…/ Por la ventana abierta el invierno tiñe las cosas/ de un color íntimo y nuevo /…/En el jardín bostezan los naranjos melancólicos / y en sus troncos de cal los rosales envuelven / la impaciencia roja de sus tiernas corolas./ Y se transfunde la tarde / al reflejarse en la pupila muerta del pozo”.
Dice Álvarez Ortega que el poeta no polariza sólo el fruto de una vocación humana, sino también una esencia que comunicar o una existencia que trascender. Considera al poeta como una vía de exploración, un intento de profundizar –a través de las cosas y de los sentidos– en la contradictoria unidad del mundo. Quizá sea también un acto de comunión, por medio del cual el hombre, el poeta tiende a identificarse en cada una de las múltiples metamorfosis, con todo lo que vive o ha vivido paralelamente a su existir.
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