Árida meditación sobre la democracia
Por Eduardo Zeind Palafox , 24 septiembre, 2014
La democracia es una técnica y no una ideología. Es una técnica, pues trata de instaurar un modo de elegir gobernantes y no una especie de gobernantes. La elección de gobernantes que se hace mediante la técnica democrática es, por cierto, autoritaria. La autoridad del demócrata es el «pueblo». Pero el «pueblo» no es una cosa, sino una idea. La democracia es la monarquía de la idea de igualdad.
La democracia, así, es una mera técnica útil para manejar la idea de «pueblo». Hay «pueblo» sólo bajo ciertas condiciones. El «pueblo» no está hecho de una substancia, sino de varias. La ideología, a su vez, se encarga de legitimar una elección, una técnica. La ideología o política que se estiba sobre la técnica democrática, vista desde esta árida perspectiva, consta de tres etapas: la formativa, la electiva y la jurídica.
¿Por qué es tan difícil que estas tres etapas se cumplan ordenadamente? Porque los pueblos piensan que son democráticos antes de serlo, es decir, porque no se forman para solucionar necesidades reales, sino para satisfacer ideologías extractadas de la historia, que ha hecho de la noción «pueblo» un epitalamio, pensamiento lírico, plebeyo.
Ortega y Gasset escribió que el «plebeyismo» nació de los «resentidos», del «pueblo» cerval, desordenado. Sin gobernante, sin orden, no hay «pueblo». Sin gobernante, sin líder, sin héroe, sin filósofo, esto es, sin un rector intelectual, no hay «pueblo», sino masas enfermas que no afanan derechos, sino privilegios, dice don José. El plebeyo, parte de la masa, creyéndose demócrata «se irrita al ver tratados desigualmente a los iguales» y no «al ver tratados igualmente a los desiguales», según afirma nuestro autor en su artículo «Democracia morbosa».
Explanemos diciendo que la «democracia» procura que todos tengan «a la mano» las mismas técnicas para sobresalir y que no afana «escamotear» los privilegios ganados por los mejores. La democracia sólo es fiel a su fin cuando impide que los mejores abusen de los peores y no cuando intenta reducir a los mejores a condición pueril. Un «pueblo» sano, «democrático», desea crear héroes, y sabe que cualquier perseverante puede serlo. Un «pueblo» enfermo, en cambio, desea parir mediocres y alzarlos sobre urnas. Es el voto del ignorante, del «analfabeto político» al que B. Brecht vituperó, el que fabrica tiranos.
Profesor Edvard Zeind Palafox
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