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Arte moderno, quiero que vos me creáis a mí

Por Eduardo Zeind Palafox , 18 septiembre, 2014

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Curiosa impertinencia cometen los nuevos escritores asentando en actas, tratados, versos descuadernados y proclamas altisonantes sin más período que el impuesto por la respiración, que hay substancial diferencia entre los clásicos y los modernos literatos. Ellos creen, porque lo han leído en la prensa u oído en tertulias diletantes, que todo lo moderno es «progresista». 
 
La literatura cambia, ciertamente, mas no progresa. Sólo cabe hablar de progreso en la ciencia, en la mecánica y en el matrimonio. Sólo bajo burlas y mueras nos atreveríamos a decir que la belleza de hoy es más hermosa que la pretérita; sólo un necio se aventura a escribir ensayos sobre los «avances» de la estética, que es más rápida que la moral. La estética, según la entienden los germanos, es filosofía del arte. La filosofía, antes de ser asunto de profesionales del trabalenguas y de técnicos lexicográficos, es búsqueda de unidad. 
 
Poco o nada comprenderíamos de la antropología sin la apoyatura de la sociología, y nada de ésta sin consejo etnológico, siempre extractado del hontanar lingüístico, como nos ha enseñado Lévi-Strauss y compañía. Con todo, es posible y necesario preguntarnos por las condiciones en las que los hombres viven en nuestro siglo y además si dichas condiciones mejoran la comprensión de lo bello. Azorín apuntaba que los hombres de ciudad sienten mejor la naturaleza que los hombres que nacen en ella, y que los campesinos, por nacer entre el verde de la planta, el púrpura del cielo tardío y el olor animal, dejan de percibir con «vista táctil» o «tacto visual». 
 
Si creemos a Azorín también creeremos que somos los hombres de hoy, que vivimos entre paredes, mejores que nuestros ancestros para describir raíces, ramas, frutos, nubes y astros. ¿Luego los Hesíodo, los Homero, los Virgilio y los Horacio percibieron diáfanamente la cortesanía? Posiblemente. 
 
Para no trompicar merced a un pensamiento simétrico, quiero decir harto inocente, dividamos el arte en dos apartados, en el semiológico y en el morfológico. El arte semiológico registra substancias informes, nuevas, diciéndolo cómodamente, y el arte morfológico pulimenta formas acabadas. El último hace «progresar», diría Wittgenstein, las representaciones. Pero entiéndase que la palabra «progresar» significa aquí depurar, humanizar. Las pinturas rupestres, clásicas porque clasificaron lo que en su momento era desorden, representan crudelísimos bosquejos de animales, y las modernas animales detallados. 
 
Inexorablemente el arte moderno abreva de la sangre del viejo, anciano que padeció el váguido y la suspensión. Ortega y Gasset escribió que sólo podemos penetrar en el arte viejo si sentimos las ideas que en boga estuvieron en los tiempos de su creación. Un sentimiento nuevo logrará extenderse por doquier, en la universidad y en el teatro, si adquiere forma comprensible, una «morfología»… fama.  
 
Fácilmente ha anidado en los juicios de los críticos la idea de que lo «moderno» es cosa viva, semiosis perenne, pues ignoran la historia del arte, que abriendo sus entintados, marmóreos y sonoros folios, demuestra, a decir de Goethe, que no hay ideas nuevas, sino renovadas. Ortega, tan capaz de facilitar lo complejo, de ser cortés con el bellaco e indocto, en su artículo «Nada moderno y muy siglo XX» arbitró: «Además, lo viejo goza de una fisonomía autorizada: como a nuestros abuelos y nuestros padres y nuestras magistraturas, lo hemos encontrado al nacer con el carácter de una realidad que se nos imponía, que imperaba en nosotros». 
 
El mozo que a las artes dedica sus días medita y siente que hay dos mundos, el pasado, ajeno, lejano, y el suyo, presente. Todo lo del pasado, para él, está acabado, formado, es «lógico», y lo presente está por hacerse. Él cree que el amor que siente por la apenas avecindada es novedad nunca antes vista, y se lanza a buscar empolvados versos que jamás lo satisfacen por vetustos, por sus palabras de museo y académicos morfemas que pronunciados lo harían pasar por doctor y no por enamorado. ¿Y qué hace? Hace sus rimas e inventa, si fue elegido por los dioses, una nueva técnica, mas no un nuevo arte. 
 
Hay arte nuevo donde hay nueva técnica, nuevo sentimiento, nueva perspectiva, nuevos materiales, nuevos tonos, nuevos sentidos. Al artista recién nacido le ocurre lo que al Quijote al narrar las peripecias que arrostró en la cueva de Montesinos. ¿Qué novedad aportó el Quijote al arte? La velocidad para inventar dislates con materiales conocidos, hoy vueltos psicología freudiana.  Recordad, y me muestro imperativo para dar sabor clásico a mis líneas, el cierre del capítulo XLI de la parte segunda del «Quijote», que bien podría simular el diálogo entre un maestro renacentista y un procaz bardo moderno: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más».  
 
Profesor Edvard Zeind Palafox 
http://donpalafox.blogspot.mx/


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