Bajo la sombra de Duchamp
Por Jordi Junca , 20 mayo, 2014
Cuando el sol se decide a retirarse para que sea la luna la que se ocupe del cielo, no es raro ver como se llena la Plaça dels Àngels (o coloquialmente conocida como la plaza del MACBA) de gentes de toda clase, extranjeros y locales, skaters y meros espectadores, personas que ya pensaban quedarse u otras que lo hacen de improviso. Este sábado noche no es una excepción, salvo por las caudalosas riadas de seres humanos que rodean el lugar, cuya corriente te arrastra irremediablemente hacia el quid de la cuestión. Ya desde el CCCB los pulmones sienten como penetran en su interior las vibraciones de una base electrónica, mientras los oídos recogen las conversaciones que al unísono recuerdan las canciones de un bar que ya cierra sus puertas.
Hoy no es un día cualquiera, se trata de la noche de los museos que, como el nombre indica, consiste en lo siguiente: una noche en la que los museos abren sus puertas fuera de su horario habitual y, además, cuidado, lo hacen de forma gratuita. A su alrededor se prevén actividades también inusuales tales como conciertos, música electrónica, recreaciones históricas y un largo etcétera. Es una buena manera de activar el tránsito dentro de las salas de los museos, en una época donde solo unos pocos gozan de ese reconocimiento necesario para que sus pasillos reproduzcan el eco de unos zapatos que se dejan llevar entre las muestras. Son las once de la noche y hemos doblado la esquina, el aforo de la plaza casi completo, mientras las luces de unas carpas instaladas para la ocasión iluminan la fachada del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona; han acertado, hablamos por supuesto del MACBA. En seguida uno se da cuenta de que la noche de los museos ya no es tanto un evento cultural sino que traspasa sus propios límites para convertirse, en realidad, en una festividad que se sitúa ya en el ámbito social. Una música sin letra acompaña las voces de los hombres y las mujeres y complementa así las conversaciones distendidas; una música electrónica que tal vez ha ocupado el lugar del que antes (antes es hace mucho tiempo) se había apoderado la música de cámara. Alrededor de las carpas, la multitud viste a su antojo, y forma un tapiz cuyo contenido es igual de abstracto que las composiciones de Kandinsky. Ya hemos tomado una cerveza, quizás haya llegado el momento de hacer honor al nombre que preside la velada.
Atravesamos la puerta de entrada sin demasiados problemas, por suerte no se han formado grandes colas y parece que hoy el colesterol no obstruirá las arterias. Uno podía pensar que el silencio iba a tomar el control una vez dentro del MACBA; sepa, entonces, que se equivocaba. En efecto, todavía la misma música del exterior nos acompaña en el interior del museo, sirviéndonos de conexión entre el arte y la calle, entre lo que está dentro y lo que está fuera. Las paredes son blancas, el suelo es también pálido y el muro principal está compuesto por múltiples paneles de cristal. Todo ello transmite una tranquilidad que se ve interrumpida por el ajetreo, el intercambio de impresiones en lenguas reconocibles pero que no alcanzamos a entender, de fondo unos pasos frenéticos que temen perderse algún detalle. Al mismo nivel de la plaza, nos encontramos con una exposición que se centra en el territorio del Riff, donde tal vez algunos españoles se acuerden de nuestras travesuras pasadas. Es el momento de darse cuenta de que, o bien el MACBA no expone arte, o bien habíamos confundido hasta ahora el término. Atravesamos una hendidura entre la espesura de un mar incoloro. Tras él, llama la atención la ausencia de pintura y sentimos el vacío que deja atrás la escultura. En su lugar, portadas de cómics árabes y cajas de cerillas del continente africano, elementos que, la verdad, no hacen más que desconcertarnos. Acto seguido, salimos por otra hendidura situada en el extremo opuesto de la exposición y respiramos fuerte, reconfortados, cuando por fin vemos los primeros cuadros. Entre ellos, un Tàpies que incluye volúmenes que interrumpen la planicie habitual del lienzo. No lo entendemos, no conseguimos otorgarle un sentido, pero por lo menos es un cuadro. Por el momento, eso ya es suficiente.
Enfilamos una rampa que nos conduce al segundo piso, sin saber muy bien a qué atenernos; los músculos de las piernas siguen en tensión, preparados por si finalmente tuviéramos que huir. Ahora podemos elegir entre tres hendiduras, cada una escondiendo en su seno un mundo por descubrir. Paseamos por el simple hecho de pasear, dejando que sean los pies los que decidan qué umbral profanaremos, pero entonces vemos una puerta que atraviesa el cristal y un pasillo que nos conduce a una terraza. Antes de salir, sin embargo, una cama enorme se precipita hacia el piso de abajo y la impresión nos obliga a detenernos. Sobre el lecho, deambulan anárquicamente un sinfín de cables metálicos y marcos de ventana, un caos que aparentemente solo tendría sentido en un sueño. Resulta que estamos en lo cierto: un panel nos rebela que el título de la obra es Despertar Sobtat, lo que vendría a significar Despertar Repentino. Salimos a la terraza, fumamos un cigarro. Ya estamos listos para continuar.
“Despertar Sobtat”, la desconcertante escultura de Tàpies que se precipita hacia el vacío
Es en ese momento, el cerebro engañado por la nicotina, cuando la hendidura que quedaba más a la izquierda nos parece la adecuada. Ingresamos en la estancia y en unas pantallas se suceden imágenes de individuos de diferentes países. Más adelante, unas tablets están dispuestas sobre una mesa redonda, de manera que el público pueda manipularlas. Posamos la yema del dedo sobre la pantalla y después la arrastramos de un extremo al otro. La fotografía que habíamos estado observando desaparece, y de inmediato otra se encuentra en su lugar. Repetimos el proceso varias veces, hasta que nos damos cuenta que en la base de las imágenes aparece un texto. Después de leer varios de ellos, comprendemos que se trata de una especie de red social dedicada única y exclusivamente al colectivo gitano. Aturdidos, abandonamos el lugar, casi a la carrera, volviendo a sentir esa necesidad de toparse con una pintura, aun asumiendo que no comprenderemos ni un ápice de su contenido. Llegamos a la conclusión de que tal vez el arte ya no tenga nada que ver con Velázquez, ni con Goya, ni tan siquiera con Picasso.
A pesar de todo, ya en el mismo piso encontramos otras dos estancias que se asemejan ligeramente a lo que veníamos buscando. En primer lugar, ingresamos en una exposición dedicada a la arquitectura comprendida entre los años setenta y los noventa. Lo primero que sentimos es un cierto alivio, puesto que el arte de diseñar edificios es en efecto un arte o al menos no resulta difícil vincularlo con otras expresiones artísticas, lo que nos lleva afortunadamente a nuestra zona de confort. Lo segundo, comprendemos algo mejor el triunfo del funcionalismo, aquella arquitectura cuyas formas se adaptan a sus funciones y necesidades; en cualquier caso, tenemos la corazonada de que ya andamos por el camino correcto. Algo más tarde, entramos en una sala oscura, y nuestros oídos recogen entonces una melodía conocida: la voz de Paco Pil y su mensaje claro y conciso. En efecto, la exposición trata sobre la relación entre la música de los ochenta y una sociedad que entonces empezaba a liberarse: la época de la ruta del bacalao, la movida madrileña, las raves y el indie. Aunque no era lo que esperábamos, al menos sí nos resulta familiar.
Caemos en la cuenta, en este preciso instante, de que hemos trazado una ruta ilógica y que nos hemos dejado para el final la exposición que se ubica en el centro de la pared, si, de nuevo, blanca como la primera página de una historia que se resiste. Así pues, aunque algo más situados, seguimos perdidos entre un mar de información, cuyas olas nos arrastran sin que nada podamos hacer al respecto. Sea como fuere, ingresamos en la sala central con la certeza de que ahora todo ya solo puede mejorar. A mano izquierda, unos trípticos presentan unos rostros fotografiados y, junto a ellos, pinturas que podríamos catalogar de abstractas y que, sin embargo, parecen guardar alguna relación con la fotografía. La curiosidad nos arrastra hasta un panel que nos rebela que, a decir verdad, son las imágenes reales las que vienen después de las pinturas y así, de hecho, resulta que el autor se dedicó a hacer pruebas sobre tablillas de madera para después fotografiarse de manera que pintura e imagen guardaran esa semejanza. Ese juego artístico mejora nuestro humor, aunque de hecho hace rato que ha entrado en una dinámica ascendente. Nuestras sospechas se confirman cuando, a mano derecha, vemos lo que parece ser una copia de las Señoritas de Avignon, ese cuadro que, por supuesto, conocemos perfectamente. Nos acercamos un poco más y comprobamos que en realidad no se trata de las Señoritas de Avignon, sino que en su lugar, en perfecta substitución, se encuentran los Señoritos de Avignon, a los que distinguimos sobre todo por un bigote negro, afilado, y por cierto añadido con pericia. Evocamos entonces una Gioconda también rematada con un mostacho, aunque a decir verdad no sabríamos decir quien fue el autor de tamaña fechoría, su nombre se encuentra en algún lugar de la lengua. Las ensoñaciones terminan cuando de repente vemos una estantería al lado de una silla de estudio, ambas rodeadas de catenarias que nos hacen concluir que, se supone, aquello también es una obra de arte. En fin, nada es perfecto.
Una última rampa nos facilita el acceso al tercer y último piso. Es casi la una de la madrugada, hora del cierre, así que no hay tiempo que perder. Optamos por entrar en una sala dedicada, parece ser, al cine. Observamos las pantallas que ofrecen imágenes de diferentes producciones cinematográficas de diversa índole, aunque las prisas nos impiden ahondar demasiado y mucho menos formular un discurso. Sin embargo, una de esas cintas nos llama especialmente la atención: en su explicación, escrita en letras claras sobre fondo oscuro, se utiliza una palabra que le dará sentido a todo; al arte, a la sociedad posmoderna, al hombre y a la cultura que van de la mano. Efectivamente, dice el panel que la película en cuestión basa gran parte de su contenido en el ready-made. Es entonces cuando nos acordamos de las clases de arte, recibidas en aulas oscuras cuyas diapositivas alumbraban pobremente los rostros adormecidos de los estudiantes. El ready-made, aquello que Marcel Duchamp concebía como el futuro del arte, una idea que de hecho sostenía que todo es artificio o, dicho de otra manera, cualquier cosa es susceptible de convertirse en arte bajo el influjo de la presencia humana. Visualizamos aquel urinario al que el artista francés bautizó como Fountain, probablemente la obra por excelencia en lo que se refiere al ready-made. De repente, todo adquiere un sentido. La silla y la estantería, reflejan un momento clave del artista en concreto, una sensación percibida en otro lugar y otro contexto, a los que uno se ve arrastrado a través de los muebles a priori insignificantes. Las tablillas de pintura que carecen de significado, y que sin embargo representan, sin saberlo, un rostro humano que iba a ser fotografiado después. Las cajas de cerillas árabes, que nos trasladan a un lugar y un instante, que quizás transmiten el sufrimiento de unos hombres cuya identidad se nos escapa. También La Gioconda a la que Duchamp añadió un bigote fino pero perfectamente apreciable, dotando de nuevos matices a lo que en teoría ya tenía su propio sentido.
La obra de Duchamp titulada “Fountain”
En ese instante se nos ocurre que quizás la sociedad posmoderna, en la que dicen los expertos que nos situamos, esté llena de esos ready-made. Proponemos que tal vez el arte se crea y se destruye en el hombre, que acaso sea el propio ser humano el que decida, sin saberlo, qué es o no es arte. En cualquier caso, parece que los límites de lo artístico se empezaron a ampliar con la irrupción de las vanguardias, siendo su evolución natural el posmodernismo, en el que todo vale y todo tiene cabida. Según el testigo de Duchamp, uno diría que el arte está en todas partes y que el artista, en este contexto, es el encargado de percibirlo e inmortalizarlo, para después mostrarlo al resto de hombres que, ocupados en el día a día, no han sido capaces de distinguirlo. El arte, pues, ya estaría hecho, siendo el cometido del hombre liberarlo de su cautividad.
Navegando entre las divagaciones, salimos por la misma puerta por donde habíamos entrado; ahí fuera, la plaza sigue repleta de gente que va y viene, que se deja impregnar por la música o que por el contrario huye guiada por la luz de las farolas. En ellos se percibe la voluntad de una sociedad que aboga por la variedad, que defiende la liberación de los estereotipos, en perfecta sintonía con el movimiento artístico que, se supone, estamos viviendo. De hecho, puede que estén creando una obra artística sin saberlo. En efecto, desde la distancia percibimos los colores variados de los ropajes, las risas de una velada agradable, la visión de un hombre que observa una mujer y la acecha. Todos ellos forman un cuadro que solo a nosotros, alejados lo suficiente, se nos rebela. El museo del MACBA es la constatación de un mundo regido por el posmodernismo, en el que sociedad y arte se retroalimentan, en el que uno es consecuencia del otro. Llegados a este punto, se nos plantea una pregunta obligada: ¿Qué fue antes? ¿El hombre o el arte? Nuestra respuesta sería, en todo caso, que aún hoy seguimos bajo la sombra de Duchamp.
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