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BERKELEY

Por Eduardo Zeind Palafox , 3 mayo, 2015

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En el siglo XVIII dos espíritus magnos, británicos, razonaron la existencia de la materia. Uno, el obispo Berkeley, la negaba, y el otro, el doctor Samuel Johnson, la afirmaba. Éste dio una patada a una piedra y creyó demostrar su tesis al modo experimental. La piedra fue a parar adonde nadie podía percibirla, es decir, dejó de existir. Sólo existe lo que puede percibirse y lo que puede percibirse puede concebirse, transformarse en una idea. He aquí los rudimentos de la filosofía de Berkeley.

Berkeley pensaba que era parte del vulgacho y que el sentido común, el habla del pueblo, contenía sabiduría, pero que ésta, por culpa de los filósofos especulativos, se había deteriorado. Nació en Kilcrene, Irlanda, el 12 de marzo de 1685, época en la que el mundo creía que la razón y que el método matemático podían conducirnos a la verdad. La razón era en tales tiempos un instrumento infalible y su eficacia había sido demostrada por la física, de la que varios filósofos, incluso Kant, extractaron intuiciones útiles para sus obras.

Para Berkeley las reglas de la razón eran eternas, inmutables, y había que sacarlas del polvo del mal uso lingüístico. Su mundo era un sistema nominal. Determinar qué nombres representaban realidades y cuáles fantasías fue la tarea del irlandés, que prefiguró la moderna Filosofía Analítica, en la que los teólogos ven mera destrucción. Negó los asertos de Spinoza, Descartes, Hobbes y Newton. Al último le recordó que no es extraño que haya misterios en el mundo religioso cuando los hay en el de las matemáticas y a sus coetáneos les enseñó que la vanagloria nos hace pensar que el mísero mal que causamos en el mundo es un mal que aqueja a todo el cosmos.

Stuart Mill elogió su obra porque nos dio nuevas concepciones sobre la visión, la razón y la realidad. Sus libros más afamados son el “Ensayo de una nueva teoría de la visión” y el “Tratado sobre los principios del conocimiento humano”. El primero enseñó a Borges a lidiar con las infinitas tardes y el segundo casi le devolvió la vista.

Los principios de la filosofía berkeleyana son el inmaterialismo, el fenomenismo, el empirismo, el nominalismo y el teísmo. Todo existe en Dios, decía, y los fenómenos que produce se manifiestan en sensaciones y en cualidades, que juntas forjan objetos, o mejor dicho, ideas, nombres, que en sintaxis hacen la palabra divina. De tan grosero modo gloso su filosofía. La realidad, luego, es una serie de conceptos que trastocan nuestra visión. Hay dos tipos de visión, la que nos muestra “magnitudes tangibles” y la que nos muestra “magnitudes visibles”. Un hombre parecerá tener el tamaño de un molino merced a los trucos de la vista, que siempre esgrime emociones al percibir.

Tengo para mí que los siguientes versículos bíblicos vivían en la memoria del obispo (I Corintios 11-12): «When I was a child, I spake as a child, I understood as a child, I thought as a child: but when I became a man, I put away childish things. For now we see through a glass, darkly; but then face to face: now I know in part; but then shall I know even as also I am known».

Los niños creen en lo que ven con los ojos y los adultos en lo que tocan con el espíritu. Con el espíritu, hecho de tiempo y espacio, se toca lo eterno. El espíritu es el lugar donde se imprimen las ideas, es una noción y ha madurado cuando sabe distinguir lo que es mero símbolo de lo que es causa eficiente. El fuego no es la causa, sino sólo el aviso del dolor, se nos dice. Un fuego lejano es una estrella y uno cercano un dolor. Por eso en sus “Principios” dice sucintamente: “Explicar un fenómeno no es más que mostrar por qué, en tales o cuales ocasiones, nos afectan tales o cuales ideas”. Aún podemos sintetizar la aseveración diciendo: “esse est percipi” o “ser es ser percibido”.

La palabra no es una cosa, sino el signo de una cosa, «verbus mentis», intramental “magnitud visible”. Penetrar la raigambre del lenguaje es conocernos tal como somos y no sólo en parte. El lenguaje haragán causa “ideas generales abstractas”, o peor todavía, que pensemos en el “hombre” genérico, universal, esto es, en uno sin rostro ni gestos, cosa absurda, cosa que no es cosa, sino mera “imagen”. Las imágenes son hechas por la voluntad y las ideas captadas por el entendimiento. Los niños, siempre voluntariosos, se ahogan en imágenes, mientras que el adulto deja que la realidad mantenga flotando su mente.

Ver una imagen es ver a través de un espejo. Los espejos impiden palpar o distinguir las partes de los objetos que reflejan. Dice Berkeley: “La razón, entonces, de que cualquier cuerpo determinado parezca ser de magnitud finita o presente a los sentidos un número finito de partes, se debe a que éstos no tienen la agudeza necesaria para distinguirlas, y no a que las cosas sean así, pues ellas contienen un infinito número de partes”. No existe, luego, un “soporte de accidentes”, sino cualidades que al juntarse forman imágenes, que al ser criticadas, puestas en la criba lingüística, terminan siendo ideas.

El uso arbitrario del lenguaje confunde a la inteligencia. Tal vez debemos a Berkeley el realismo analítico de Bertrand Russell, que demostró la utilidad de la ontología lanzando al aire la piedra que el doctor Johnson había pateado. Nuestra precaria visión, concluimos, pone nombres a lo que no puede percibir, es decir, cualidades a lo que no existe. Para descansar de las arideces de Berkeley transcribo un poema de Wadsworth Longfellow, que es berkeleyano:

I shot an arrow into the air,

It fell to earth, I knew not where;

For, so swiftly it flew, the sight

Could not follow it in its flight.

I breathed a song into the air,

It fell to earth, I knew not where;

For who has sight so keen and strong,

That it can follow the flight of song?

Long, long afterward, in an oak

I found the arrow, still unbroke;

And the song, from beginning to end,

I found again in the heart of a friend.

Edvard Zeind Palafox

http://donpalafox.blogspot.mx/


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