Billy no está
Por José Luis Muñoz , 9 mayo, 2020
El Covid 19 no es nada selectivo; mata a potentados y a pobres de solemnidad, barre de izquierda a derecha, no repara ni en credos ni en razas ese monstruo invisible y microscópico que ha puesto en jaque a toda la humanidad y nos ha auto encarcelado tras diezmarnos.
El bicho redondo, azul y trompetudo se acaba de llevar a un personaje siniestro y debo confesar que no me alegro por ello ya que, por lo general, no me alegra ninguna muerte. Hace unos días me preguntaron qué hice cuando murió Franco un 20 N de 1975. Contesté que no descorché una botella de champán como sí hicieron millones de españoles que vieron que con su muerte se abría un nuevo período histórico y la democracia formal estaba a la vuelta de la esquina. No había nada que celebrar, en mi caso, puesto que el dictador había muerto en la cama (eso sí, torturado hasta la extenuación por los suyos en su intento absurdo de mantenerlo con vida, aunque fuera vegetativa) y no había sido juzgado. Ese día pensé en Salvador Puig Antich, una de sus muchas víctimas, y en todas las que había causado el franquismo y aún yacen en las cunetas.
A Billy el Niño se lo ha llevado el Covid 19 (no me sale “la”) sin haber sido juzgado, sin habérsele retirado sus medallas al mérito (de haber torturado eficazmente y con sadismo a un sinfín de luchadores antifranquistas). El tipo, además de sádico, era un cobarde que se aprovechaba de su situación y la indefensión de sus víctimas. Me he quedado con las ganas de que alguien le hubiera partido la cara en plena calle como sucedía con los torturadores argentinos cuando eran descubiertos, o que un taxista lo hubiera echado de su vehículo a patadas cuando huía de las cámaras.
Ese policía nefasto, ejemplo de lo que jamás debe ser un servidor de la ley, formaba parte de la escuela de torturadores de la BIPS (Brigada de Investigación Político Social) como los hermanos gemelos Creix en Barcelona. A Antonio Juan Creix lo conocieron algunos de mis camaradas de lucha. De él habla Alfons Cervera en su novela La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona: Ese mismo pobre y famoso policía que se arremangaba con delicadeza la camisa finalmente llena de sangre en el siniestro subterráneo de Vía Layetana. Yo conocí a un tal Olmedo (no encuentro ninguna referencia en Internet de ese policía, así es que quizá no se llamaba así o, al estar en segunda fila, pasó desapercibido) de lejos, cuando con su gabardina blanca y su habano entre los dientes, siempre con gafas oscuras, encabezaba las patrullas policiales que arrancaban los carteles que los partidos políticos colgaban en mi facultad de Letras. Lo hacía con furia y los hacía añicos mirándonos a todos desafiante. Era particularmente odiosa su persona y su actitud chulesca, parapetado por su cohorte de grises. Confieso que me quedé con las ganas de ajustarle las cuentas, tirarle uno de esos pesados bancos de hierro desde el piso de arriba de la facultad cuando cruzaba el patio. Él se encargaba luego de señalar a quién se debía detener, comandaba más tarde a las escuadras de antidisturbios que tomaban al asalto la universidad y nos apaleaban a conciencia un día tras otro.
Creíamos que con la llegada de la democracia toda esa gentuza sería expedientada, expulsada de la policía y juzgada como malhechores. Nos quedamos con las ganas. Nos hemos quedado también con las ganas de ver a Antonio González Pacheco juzgado, condenado y encarcelado. El Covid 19 ha actuado antes que la justicia y nos ha hurtado ese momento.
Tu cuerpo doblado con la espalda en el vacío sobre la mesa que es como la mesa donde Victoriano el carnicero degollada los cerdos el día de la matanza en Los Yesares (Alfons Cervera).
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