«Blood Father». Mel Gibson se acerca.
Por Emilio Calle , 30 agosto, 2016
Para ser un actor y un director que se ha granjeado algo más que el favor de los taquillazos, es bastante infrecuente ya que el nombre de Mel Gibson aparezca en la cartelera (más allá de sus episódicos cameos en lo peor de la serie B). Diez años han pasado desde que, contra todo pronóstico y contra toda opinión, dirigiera de forma magistral esa arriesgadísima crónica de una doble exterminación que se llamó «Apocalypto». Y cuatro desde que se dejó ver sólo como actor en la, pese a lo irregular, extraña y divertida «Vacaciones en el infierno». Con el proyecto siempre apartado de llevar a la gran pantalla lo que él denomina como una versión personal de «Fahrenheit 451», parece que se ha centrado en su nueva película como director, «Hacksaw Ridge», cuyo estreno tendrá lugar el próximo noviembre, un alegato pacifista que, teniendo en cuenta su sorpredente trayectoria y su visceralidad visual, tiene ya visa para ser una de las obras más esperadas del año.
«Blood Father», que llega ahora a nuestros cines, parecería un proyecto menor, algo rodado, como hacen otras tantas estrellas, para que nadie se olvide de que aún sigues en activo. Menor, sí, pero plagada de principio a fin de más hallazgos de los previstos, aunque al final todo se quede en territorio de nadie (algo, que todo hay que decirlo, también es de agradecer dados los ataques de moralina a los que nos tienen acostumbrados últimamente). El principio de la película es un ejemplo perfecto de sus virtudes: una joven de diecisiete años compra una cantidad enorme de munición en un supermercado. Balas y chicle. A lo que que intenta añadir un paquete de tabaco. Pero no pueden vendérselo. Es menor de edad para fumar, pero no para comprar cajas y cajas de municiones. Y así arranca esta obra de cine negro, pero que no tarda en dejarse llevar por los aires de un «western» crepuscular. Estamos en la frontera, donde, tal y como nos cuenta uno de los personajes, se está erigiendo una muralla construida con las planchas que se utilizaron durante la guerra de Vietnam para improvisar pistas de aterrizaje, y que hubo que llevarse de vuelta a casa cuando perdieron el conflicto. La aridez, la despiadada soledad, la ausencia de una ley que no dicten las armas, los desarraigados que malviven en caravanas y existencias desvencijadas por el fracaso, las motos usurpando la mítica de los caballos en los caminos domesticados, el culto oscuro y enloquecido a la infamia del exterminio. Es el gran acierto de la obra, su seca ambientación, que sin ser demasiado aventurado es complicado no pensar que sea dominio del propio Gibson, que atesora mucho más cine del que lleva su director, Jean-François Richet. Porque el argumento no llega ni a esquema: un ex convicto (tranquilos, era culpable, no fue a la cárcel por error ni nada de eso) que malvive en el desierto haciendo tatuajes, recibe la llamada de su hija, la cual ha caído en medio de lo peor de lo peor de los grupos que controlan el narcotráfico. Y es en su primera parte del metraje, cuando la película se asienta mejor, es más seguro su avance. Pero un desenlace precipitado termina despertando cierta indiferencia final que desluce sus logros. Y como regalo, y pese a que apenas hay personajes en la película, uno se encuentra con actores de la talla de William H. Macy, Michael Parks o Diego Luna, y con la confirmación del talento de Erin Moriarty, que ya dio avisos de su talento en la primera temporada de «True Detective».
Algo más de guión no le hubiera venido mal para afilar sus muchas aristas.
Pero desde luego deja con ganas de que se estrene ya la nueva película de Mel Gibson como director.
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