Brasov, la Transilvania sajona
Por José Luis Muñoz , 31 octubre, 2016
Para llegar a Brasov, fortaleza, Ulises sigue una carretera de firme homogéneo y circulación discreta, pero cuando se aproxima a la Krondstadt alemana, a la ciudad de Stalin, como fue llamada entre 195o y 196o, la circulación se hace harto complicada en los arrabales que circundan la ciudad vieja y los giros, las líneas divisorias de las calles, el excesivo y rápido tráfico hacen muy arriesgada la conducción, que nuestro viajero ande tenso. Finalmente sale de ese caos circulatorio de la fea ciudad moderna y entra en el caos vial de esa ciudad antigua de calles estrechas y tortuosas, mal adoquinadas, hasta que en una de las revueltas aparece una iglesia y a cien pasos de ella el hotel que le brinda un cómodo aparcamiento. El hotel de Brasov es de aquellos antiguos con solera, confortable y cálido, en el sentido más amplio de la palabra ya que la calefacción va a todo rendimiento como si en la calle helara. Nuestro hombre deja la maleta en su cuarto, toma un caramelo de limón del mostrador de recepción para refrescar la boca y se lanza a descubrir la ciudad bien abrigado, pues desde que ha llegado a Rumanía nota que la temperatura ha descendido de forma considerable y ya no se acuerda de su atuendo de pantalón corto y camiseta sin mangas que lucía en Grecia.
Lo primero que hace, por la cercanía al hotel, es visitar esa iglesia que ha visto al llegar, con aspecto de castillo encantado, por sus seis cubiertas picudas de otras tantas torres, más que de templo religioso, que se encuentra a un centenar de metros resguardada por un muro de un par de metros, de espaldas a una de las numerosas lomas cubiertas de frondoso arbolado que salpican esa ciudad de montaña. Una calzada ascendente, marcada por una cruz cubierta, lleva hasta la catedral ortodoxa de la ciudad, la basílica de San Nicolás, que está bastante apartada del centro histórico. El interior, comparado con otras iglesias ortodoxas es pobre, ya la tienda que tienen todas, regentada por el vigilante del recinto, exhibe iconos de factura terrible. Ulises se interesa más por el cementerio, así es que pasa por debajo de un arco adornado con pinturas de ángeles que extienden la sábana santa y la resurrección de Lázaro, temas apropiados para un camposanto, y comienza su lento paseo entre las tumbas.
Los muertos de Brasov respiran el aire fresco de las montañas de alrededor. Hay tumbas de muchas clases. Los que tienen poder adquisitivo hasta han vallado la suya con rejas metálicas para que los importunos, como Ulises, no pisen su lápida. Cada tumba tiene su cruz, el nombre del que descansa allí para siempre, su fecha de nacimiento y defunción y algunas su fotografía. A través de estos datos Ulises trata de imaginar lo que fueron sus vidas. En una tumba reciente reina un cierto caos; sobre un montón de ramas de pino, coronas de flores y un sinfín de cruces de madera, de tamaño considerables, y sillas. Como los muertos ya no caben en el viejo cementerio, se ha habilitado al otro lado de la catedral ortodoxa uno nuevo y allí los difuntos descansan bajo losas de mármol.
Deja a los muertos en paz, atraviesa el muro, cruza una plaza con un monumento a los caídos por la patria, un soldado sobre un pedestal fusil armado con bayoneta en ristre, y sigue una calle empedrada flanqueada por edificios antiguos pintados en suaves colores pastel, que deberían ser repintados, pasa por delante del colegio Andrei Secuna, un recinto escolar inmenso de fachada pintada en amarillo desvaído en cuyo patio juegan los niños a la vista de los adultos, porque no está vallado, pasa por delante del bonito edificio de Información Turística pintado en siena y con los marcos de puertas y ventanas ribeteados de azul, que está cerrado (en esa época no esperan visitantes) y pasa por debajo de un arco por esa misma calle empedrada y a partir de allí ya empiezan a aparecer edificios interesantes, exquisitas cafeterías y restaurantes, como el Vila Katharina, pensiones con encanto. Advierte Ulises que casi todos los edificios por los que pasa, la mayor parte de ellos históricos (una placa en su fachada lo advierte) están pintados en suaves colores pastel, en una gama amplia que excluye el negro y los tonos oscuros.
La sinagoga Beith Israel, un edificio moderno de 19o1 de ladrillo salmón y blanco, la encuentra a la izquierda está cerrada, pero la verja que cierra el recinto adyacente está abierta, así es que Ulises entra en un patio estrecho, adornado con banderitas de Israel que cuelgan de cables entre paredes, a husmear y se encuentra con un modesto memorial al Holocausto, un poliedro de mármol negro con los nombres de las víctimas judías de la ciudad, 24o, entre ellas 38 niños, de ese crimen monstruoso, a la memoria de los más de 15o.ooo que fueron sacrificados en toda Transilvania.
Por entre esas casas hermosas de fachadas desconchadas, asoma el campanario con un reloj historiado de una gran iglesia, así es que Ulises deja esa calle adoquinada por la que bajaba para tomar una de las estrechas transversales que le lleva a la explanada de tierra en donde se encuentra la Iglesia Negra, la catedral evangélica de Brasov de una austeridad que hiela acostumbrado nuestro viajero a la policromía de las iglesias de culto ortodoxo. El único punto de color del exterior de esa catedral, bien llamada Iglesia Negra porque sus sillares son muy oscuros (un incendio la medio destruyo en 169o), es ese reloj empotrado en la torre del campanario, historiado. El edificio gótico, del siglo XIV, construido por sajones transilvanos, es el mayor edifico de su estilo que hay del sudeste de Europa. Por dentro impresiona la altura de sus tres naves, 65 metros y su longitud, 89, e imagina Ulises como resonará el órgano de cuatro mil tubos, uno de los mayores de Europa, pero la desnudez ornamental que impuso el luteranismo a sus templos le causa un cierto escalofrío a Ulises que echa en falta la calidez ortodoxa y su borrachera de colores. Sin esculturas, sin cuadros, con una simple alfombra y austeros tapices de Anatolia en algunas de sus paredes, la catedral luterana de Brasov, que tiene servicio de misas solo los domingos, le encoge el estómago, así es que tras recorrerla rápidamente sale del nuevo al exterior.
La plaza Safului, la plaza del Congreso, el epicentro de la ciudad antigua, está a dos pasos de la Iglesia Negra y tiene vistas a las montañas que rodean la ciudad, en la cima de una de las cuales se leen el nombre de Brasov suspendido entre la arboleda. En esa enorme plaza, en cuyo centro se alza el edificio del ayuntamiento, un edificio de planta cuadrada, paredes pintadas en color salmón y campanario. La plaza, construida por los sajones, está rodeada de edificios barrocos pintados en diversos colores, una paleta cromática amplia. Mientras la cruza, curiosea en las cafeterías, restaurantes y tiendas de esa ágora bastante despoblada de gente y en cuyo suelo adoquinado comen bandadas de palomas, Ulises tiene un dejà vú. La plaza central de Brasov le recuerda a otras ciudades centroeuropeas, polacas, por ejemplo, a Cracovia, aunque está era infinitamente más cuidada y exquisita. En uno de los laterales de la plaza, detrás de ese ayuntamiento que ocupa una considerable superficie de ella, descubre una pequeña iglesia ortodoxa, identificable gracias a una cúpula de forma ovoide, metálica, a la que se accede a través de un pasadizo que huele deliciosamente a guiso de carne. Bajo el síndrome de la ortodoxia estética, franquea la puerta de esa iglesia y se sienta en una de las pocas sillas a contemplar una boda íntima que tiene lugar en esos momentos. El pope, barbado, pero no en exceso, pregunta cantando a los novios y ellos le responden de forma inaudible. Le extraña a Ulises la ausencia de invitados a esa boda privada y se alza, después de un rato, previendo que la ceremonia va a ser larga.
Por la calle peatonal de la República, que nace del extremo sur de la plaza, desciende Ulises y pasea por una de las vías más concurridas de la vieja Brasov, llena de cafeterías con sus terrazas con parasoles, aunque al sol no se le espere, restaurantes, pastelerías, heladerías, farmacias, tiendas de ropa y suvenires. Admira los edificios barrocos a derecha e izquierda y se detiene a fotografiar sus historiadas ventanas.
Sale el sol un rato, lo suficiente para calentar una terraza en donde se sienta Ulises para ver pasar a la gente. Un camarero que habla español le ofrece una carta plastificada. Elige, porque no quiere riesgos, una sopa gulasch de nuevo y una cerveza Ursus a precisión. El postre es una contundente tarta de queso. Y café para no dormirse.
Regresa a su hotel para hacer la siesta, que se prolonga más de lo debido. La calefacción tiene la culpa. Es noche cerrada cuando Ulises regresa sobre sus pasos, de nuevo al centro histórico. Brasov, iluminada por unos focos tenues, con aceras que son espejos por la lluvia, es aún más bella.
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