Breda y una de sueños por soñar
Por Víctor F Correas , 25 mayo, 2015
Sueños. Soñar, rendir cuentas a la vida con la esperanza de que esos sueños nos lleven donde queramos, al lugar que nos corresponde. Soñar.
Porque soñar no cuesta nada. Y eso es la vida, en definitiva: sueños. Somos lo que somos, esos sueños de cada uno por cumplir. Alguno tomará esto como resaca post noche electoral, y no. Porque hace 334 años se largó de este valle de lágrimas Pedro Calderón de la Barca. Sus obras eran sueño, y la vida lo es. Por eso no dudó en llamar así a una de sus celebérrimas obras. Soñar no cuesta nada, ni tampoco esperar que los sueños de cada uno hagan mejor la vida que nos ha tocado vivir. Soñar es lo que queda. Y en eso estamos, en lo que nos enseñó Don Pedro.
Eso, y pesadillas como la de Pompeya, que Edward Bulwer-Lytton nos enseñó a conocer a través de las páginas de una novela que, seguramente, muchos hemos manoseado en más de una ocasión. Esa ciudad en llamas, arruinada por la ira del Vesubio. Lytton nació en Londres tal que hoy hace 212 años. Merecía la pena recordarlo.
Y un par de breves apuntes históricos antes de ir a lo importante del día. El primero hace 120 años, cuando en 1895 Oscar Wilde fue acusado de ‘indecencia mayor’ por mantener relaciones con el hijo del marqués de Queensberry. Dos años de trabajo forzados por ser homosexual. Así las pagaban entonces. Esa sociedad, tampoco muy distinta a lo que se respira todavía por según dónde camines. Cumplida la pena, Wilde se largaría a París ―con razón―. Allí moriría dos años y medio después, casi en la indigencia. Ahora resulta curioso pasear por Dublín y toparte con una estatua suya, a modo de homenaje. Manda cojones.
Y otro que las pasó moradas tal que hoy hace 494 años fue Lutero, Martín de nombre. Un edicto, el de Worms, lo declaraba hereje, además de ponerlo fuera de la ley; e invitaba a cualquiera que tuviera ganas a pagarle un pasaje al infierno sin temor a sanción alguna. Luego vino lo que vino. Lógico. No se podía esperar otra cosa.
¿Y ya? No. 390 años atrás, en 1625, la escena no puede ser más colosal: soldados expectantes, con ojos cansados, picas en alto, pies en el suelo y la mirada al frente. Y al frente, su general, Ambrosio Spínola, contemplando el panorama: una ciudad rendida a sus pies, al valor y entrega de sus soldados. Los mira complacido, sonriente, porque no le han fallado. Una vez más. La ciudad es suya. Breda se ha rendido. Justino de Nassau ha claudicado después de un año de asedio y miles de muertos y mutilados. Entre ellos, su hermano Mauricio. Luego Velázquez plasmaría sobre un lienzo el recuerdo de aquella triunfal jornada. De las que no quedarían ya muchas más.
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