Bucarest, el París de los Balcanes
Por José Luis Muñoz , 28 octubre, 2016
La mañana es fría, gris y desapacible, pero piensa Ulises que quizá ése sea el mejor ambiente atmosférico para disfrutar de la ciudad, del mismo modo que los escoceses no conciben su paisaje sin la lluvia. Bucarest (de Bukovie, bosque de hayas), con sus casi dos millones de habitantes, una ubicación que escapa de toda lógica (en el sureste del país y no en el centro, a merced de invasiones) y un catálogo de edificios sencillamente espectaculares, le espera.
Desayuna medianamente bien en un comedor situado en la planta sótano del hotel. Fallan los huevos revueltos, que no hay. Tampoco hay huevos a la plancha. Ni duros. Se ha acostumbrado Ulises en sus viajes a comer huevos de la forma que sean. Mientras bebe un café solo, porque no localiza la leche, y mueve el azúcar con el filo de un cuchillo, porque tampoco localiza las cucharillas, lee algunos diarios españoles por su ordenador, para ponerse de mal humor. Come queso parecido al feta, bueno; un par de cruasanes recién horneados; unta mantequilla en un panecillo blanco. Observa a sus compañeros de comedor, desperdigados por las mesas vestidas con mantel blanco: un par de chicas; una francesa de mediana edad que lee Vernon Subutex de Virginie Despentes y a la que está en un tris de preguntar qué tal la novela que en España publica Mondadori; dos hombres mayores que él, es decir, muy mayores, que desayunan solo fruta. Ningún personaje para su novela El sicario búlgaro, título provisional.
Sale a la calle con un jersey fino y decide que mejor ponerse una cazadora impermeable que compro cuando muchos años atrás estuvo navegando por el Cabo de Creus en un catamarán. Así es que sube a la habitación y baja de nuevo a la calle. Es el primer día de este largo periplo que Ulises, curtido para las bajas temperaturas, tiene frío.
Para ir al centro de la ciudad debe seguir la tortuosa, y cochambrosa, calle Traian cruzada por tranvías (celebra que la mayor parte del transporte público de la ciudad sea eléctrico, también hay trolebuses, aunque los cables le fastidien un montón de fotos) anormalmente estrechos y blancos de la época de Nicolai Ceausescu, por lo menos, que chirrían y van a velocidad humana). El recepcionista del hotel, un tipo joven con barba escasa y un peinado a lo dictador de Corea del Norte, le ha indicado que doblando por la Calea Calarasilor, que luego se convierte en Corneliu Coposu, llegará al centro, pero no encuentra esa calle, o falta la placa en alguna fachada de la vía, y pasa de largo y va a parar al Bulevar de Carol I, el primer rey de Rumanía que reino entre los años 1881 y 1914, vía que, en teoría, también le lleva al centro.
Ulises solía, en sus buenos tiempos, interpretar muy bien los mapas, pero en la vida se van perdiendo aptitudes, a la misma velocidad que neuronas, y no encuentra el centro, pero no le importa porque en su búsqueda descubre preciosas iglesias ortodoxas con nártex decorados con frescos e interiores suntuosos y exhaustivamente decorados hasta el extremo de no dejar un solo hueco libre, como la iglesia de Santa María de la Gracia, del siglo XVII y restaurada en el 1928, que tiene pinturas exquisitas en su nártex y en el interior, y conserva un lujoso relicario de plata en forma de la misma iglesia. Hace Ulises una especie de ruta por esas iglesias (mientras las búlgaras tienen cúpulas bulbosas y las griegas redondeadas, las rumanas optan por las cúpulas poliédricas) situadas a ambos lados de la Calea Victoriei por la que desciende después de haber cruzado por la plaza de la Universidad, en donde un edifico muy moderno y arquitectónicamente desafortunado (las paredes no tienen ventanas y el techo, un voladizo plano, sobresale sin sentido), presumiblemente el Teatro Nacional, frente al rascacielos del Hotel Intercontinental, le hace reparar en dos de ellas, especialmente. En una, un pope lee solemnemente versículos, y a veces los canta con voz grave, para tres feligreses sentados, una mujer que duerme, un tipo grandullón y al encarado y él si se cuenta como feligrés. Lo que ve en otra iglesia próxima a la plaza Unirii le llama más la atención: un grupo de beatos pasa una y otra vez, arrastrándose y de rodillas, por debajo del altar de las reliquias de un santo, y se maravilla de la agilidad de esos creyentes, de edad avanzada, que serpentean por el suelo de la iglesia hasta salir al otro lado de ese altar sin golpearse la espalda o la cabeza contra el mármol. Está viendo Ulises en Rumanía bastante más religiosidad que en Bulgaria, quizá porque los turcos no pisaron apenas esas feroces tierras valacas.
Cuando pasa por delante de la embajada griega, se le ocurre hacerle una foto, porque está ubicada en un edificio histórico, y le sale disparado un guardia de una garita que le llama míster, y, tras comprobar que Ulises no habla rumano, le larga un explícito No foto. Bien. Ulises obedece y retrata, a continuación, la réplica de un templo griego que está dentro del recinto de la embajada mientras mira de reojo a ese guarda ofuscado y celoso cumplidor de su deber.
El Hospital Coltea, un enorme palacio de estilo francés del siglo XIX diseñado por el arquitecto Joseph Schiffler rodeado de jardines y protegido por una verja, está al lado de una iglesia ortodoxa con tres cúpulas octogonales. La verja está cerrada a cal y ondean en la entrada dos banderas rumanas.
El mapa, que no entiende, porque se ofusca, le indica que el centro histórico está al lado de un río, y sigue uno que descubre y le lleva, en dirección contraria, a las afueras de la ciudad. Cuando vuelve sobre sus pasos, decide preguntar a un viandante, que resulta ser norteamericano que acaba de llegar a la ciudad; al guarda de un parking que le dice que no es de Bucarest y no sabe nada; y, finalmente, a un grandullón y desdentado tipo, que pesca en ese río que no es el que busca, que le indica que tiene que cruzar la enorme plaza Unirii y girar a la derecha.
Lleva dos horas perdido desde que salió del hotel, pero no le importa porque sigue descubriendo rincones insospechados e interesantes. La plaza Unirii, Unidad, es un espacio verde gigantesco, diseñada en tiempos de Nicolai Ceausescu, el malogrado zar comunista, en donde hay fuentes que funcionan, tenderetes de vendedores de iconos (algunas monjas ortodoxas, que no ha visto ni en Bulgaria ni en Sofía, ataviadas con un pequeño bonete, y, sobre él, la toca negra monacal, se encuentran entre las vendedoras) y Ulises, que todavía no ha encontrado el centro histórico después de tres horas caminando, se detiene a curiosear, mirar y preguntar precios. Son esos iconos, todos pintados a mano, realmente preciosos, pero mucho se teme Ulises que si llena una de las paredes de su casa con semejante decoración van a creer que ha abrazado la fe ortodoxa.
Encuentra finalmente el centro histórico de la ciudad cuando ya casi es la hora de comer. Ese núcleo urbanístico está poblado por enormes edificios regios del siglo XIX, que ahora son bancos, iglesias ortodoxas, restaurantes con terrazas, bares y comercios que ocupan una extensa zona peatonal. Pasea Ulises por esa fastuosa París de los Balcanes deteniéndose a admirar algunos de sus más espectaculares edificios como el Museo Nacional de Historia de Rumania, enfrente a otro gigantesco palacio que es la sede del Banco CEC, en la Calei Victoria, los Campos Elíseos de la ciudad, y entra en la basílica más antigua de la ciudad, y la que más devoción concita (los fieles depositan cirios encendidos y hacen cola para besar un relicario), la de la Anunciación o de san Antonio, del siglo XVI y restaurada en 1928, en piedra rosácea, arcos de apariencia románica y con una única cúpula. Lo hace luego en la basílica Zlatari.
La efigie del temible Vlad Tepes, Vlad Drácula El Empalador, que se estableció en Bucarest en 1459, aparece presidiendo unos restos arqueológicos próximos a la iglesia de la Anunciación. Entre columnas y capiteles abatidos, la mirada despiadada de ese personaje de leyenda y viejo conocido de Ulises, eriza el vello. Con sus inhumanas prácticas, el héroe nacional rumano, un tirano psicópata sediento de sangre, contuvo a los turcos y no los dejo establecer en Rumanía, así es que Ulises no espera ver una sola mezquita en el país.
En una pequeña calle de ese centro histórico de la ciudad descubre dos de sus más extraordinarias joyas. La Strada Stavropoleos, nombre que le suena a griego a Ulises, es una pequeña calle peatonal que nace en la Strada Smârdan y muere en la Calea Victoriei. En una de las esquinas, casi oculto por el edificio de estilo neoclásico que alberga el Banco de Crédito Rumano y enfrente de un edifico de fachada limpia de inspiración versallesca, con balconadas historiadas decoradas con esculturas y columnas dóricas, está la diminuta basílica Stavropoleos, Liliput en esa calle de gigantes arquitectónicos. Bajo arcos, que parecen de inspiración turca, y enmarcados por cuatro columnas, el diminuto nártex está decorados por murales exquisitos cuyo colorido han ido atemperando los siglos. El interior, de planta cuadrada, es una miniatura abigarrada de extraordinarias pinturas murales que cubren sus paredes hasta la cúpula tras cruzar tres arcos sustentados por dos columnas dóricas, y ante el santuario resplandece un iconostasio con veinte pequeños iconos enmarcados en una arquería dorada de madera en altorrelieve y cuatro iconos grandes. Solo en ese reducido recinto, Ulises llega a una especie de éxtasis místico contemplando esas minuciosas pinturas, que son como escenas cinematográficas de la narración cristiana, y se sienta en uno de los bancos para digerir tantísima belleza. Sin duda ha visto iglesias ortodoxas más espectaculares, pero es la de Stavropoleos una de las que más gratificación le causa. Definitivamente las iglesias ortodoxas rumanas son verdaderas pinacotecas en donde la vista se pierde en la infinidad de detalles de sus frescos.
Cuatro horas andando es mucho y hay que reponerse y esa calle estrecha le ofrece la segunda sorpresa. Ve un restaurante de terraza exquisita al lado del cerrado y emblemático Negresco, el Caru cu Bere, e intuye un interior espectacular, así es que entra para comer. La intuición no le falla. El Caru cu Bere, que ocupa un local histórico del siglo XIX, del esplendor de Bucarest, perteneciente a la familia de rancio abolengo Nicolae Mircea, tiene el aspecto de cervecería muniquesa a la que hay que sumar un glamour extraordinario que solo se ve en París o en Viena. El local, abierto desde 1879, tiene techos de trabajado artesonado, cristaleras con vitrales emplomados con figuras exquisitas del noucentismo, paredes decoradas con murales, columnas de mármol rosáceo, y, en la planta de abajo, una orquesta de señoritas, del conservatorio de música, ataviadas con vestidos de organdí dorados, que interpreta con sus violines obras de Schuman, Tchaikovski, Brahms para los comensales. El local, dos plantas (desde la superior se tiene una buena visión de las concertistas y de una barra de bar situada en el centro), está abarrotado, pero una elegante camarera uniformada le consigue una mesa en una esquina. El menú es una especie de periódico de época, y nuestro viajero, que ha entrado a ver más que a comer, elige lo más sencillo, así es que Ulises saborea una exquisita sopa gulasch, una buena cerveza de barril y un flan casero enorme mientras escucha una rapsodia húngara y El capricho italiano.
Abandona ese local exquisito con pesar, callejea un rato más por las calles peatonales, da unas monedas a unos músicos callejeros, contempla con cierto horror las extremidades amputadas de unos cuantos mendigos que recorren esas calles y piden limosna exhibiendo sus miserias, y baja por la calea Victoriei hasta el río Dámbovita, que no encontraba, que cruza la ciudad. Siguiendo uno de sus márgenes, por el paseo de la Independencia, y tras atravesar otro parque gigantesco (Bucarest tiene un sinfín de pulmones verdes bien cuidados y tupidos de árboles), llega al Bulevar de las Naciones Unidas y allí encuentra la otra cara de la ciudad, la opuesta a la basílica de Stavropolos y al restaurante Caru cu Bere, el Parlamento, el mastodóntico edificio de la época de Nicolai Ceausescu, el más grande del mundo tras el Pentágono norteamericano, que ocupa los 34o.ooo metros cuadrados de un barrio histórico que desapareció, en una amplísima avenida diseñada para los desfiles militares. Mientras recorre el perímetro del edificio, envuelto por jardines, un kilómetro largo por cada lado, rememora la caída del dictador rumano que termino ante el pelotón de fusilamiento incapaz de comprender que su tiempo había terminado. El telón de acero, finalmente, resulto ser un muro de barro.
Acaba su visita a la capital de Rumanía, la tierra de los rumanos / romanos, el único país latino que habla el idioma de Julio César y Cicerón (hay una escultura de la loba del Capitolio en una de las plazas de la zona peatonal; la escultura de un romano con la loba en brazos está en las escaleras del Museo de Historia de la Nación Rumana) en la plaza de la Universidad. Frente al enorme edificio universitario, de estilo neoclásico, y al otro lado de las esculturas de tres prohombres, se alza un palacio comprado por la Banca Comercial Rumana. No es Drácula quien chupa la sangre sino la banca. Desde la plaza, por casualidad, vislumbra Ulises las tres cúpulas doradas y bulbosas de la iglesia ortodoxa rusa de San Nicolás. El exterior está siendo rehabilitado, pero puede pasar Ulises al interior para descubrir una iglesia muy diferente a las anteriores, sin nártex, con un iconostasio sin apenas iconos pero realzado por artesonados de madera pintados con pan de oro e iconos muy grandes que flanquean la puerta al santuario.
Coge un taxi para regresar al hotel, porque las piernas ya no dan más de sí, y mientras recorre esas amplias avenidas jalonadas de edificios regios de estilo neoclásico, Bauhaus, Art Decó, realismo socialista que se van iluminando según llega la noche, se pregunta de dónde le vino esa repentina riqueza a la capital rumana para alzar esa lista interminable de palacios y como desapareció de la noche a la mañana toda esa opulencia.
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