Cámara Gesell, de Guillermo Saccomanno
Por José Luis Muñoz , 21 junio, 2014
Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) es uno de los mejores narradores vivos argentinos. Autor de las novelas Situación de peligro, Bajo bandera, La indiferencia del mundo, El amor argentino, El pibe, El buen dolor, La lengua del malón, El amor argentino, El oficinista y Un maestro, ha sido galardonado, entre otros, con los premios Biblioteca Breve (El oficinista), Rodolfo Walsh, en cuyo jurado estaba el que esto escribe (Un maestro) y el Hammet que concede la Semana Negra de Gijón a Cámara Gesell.
A través de una multiplicidad de voces, nunca impostadas, Saccomanno pone en pie este fresco sobre la Villa (su Villa Gesell en donde vive desde hace más de veinte años, en otro nuevo juego de palabras), una población de veraneantes que es una alegoría de una Argentina sumida en el caos, la violencia, el hambre y la injusticia, un cosmos enloquecido que el autor, en otro juego de palabras, mira, como Dios—No se culpe a nadie. En todo caso, el gran culpable no es otro que el autor de nuestros días. Y si, creer que Dios es el escritor de nuestra historia, no nos libra de la culpa, pero alivia—desde una cámara gesell, ese invento del psicólogo y pediatra estadounidense Arthur Gesell que permite a los policías ver a los interrogados sin ser vistos por ellos.
De Guillermo Saccomanno se dice que es el Roberto Bolaño argentino. Cámara Gesell es una novela épica, poderosa, puede que la más ambiciosa que se haya planteado su autor, y quizá sea esa ambición la que la pierda. El protagonista indiscutible de la novela es la Villa—Puede pensarse que si uno fuera un caminante extraviado que divisa en el horizonte un pueblo y ese pueblo es la Villa, tal como se la ve desde este médano, podría parecer la salvación: hospitalidad, refugio, un plato de comida, un descanso para el cuerpo agotado y el alma atormentado. La Villa como salvación, puede pensarse. Pero todos sabemos que ésta es una imagen ilusoria. La Villa es la perdición. Todos estamos perdidos en este lugar—. Y los humanos que merodean por ella, que se asesinan y se cojen, que roban, secuestran, violan e incendian, son meras células de ese cuerpo putrefacto en donde domina el mal—Y no hay manera de volver a ser el que uno era, ese estado de inocencia, una suavidad transparente que sólo nos vuelve cuando observamos a los chicos. Me dirán que los chicos tampoco son inocentes, que tienen deseos y en ellos ya está latente, agazapado, el mal—.La multiplicidad de actores, con sus propias voces, hace que el lector se pierda y que no acabe de ver a los personajes comparsas de ese gran drama humano que es la novela.
A veces descriptiva, con raigambre popular—Decirle pulpería al Quitapenas es darle categoría. Hay una parrilla en un rincón negro, unos chorizos carbonizados, una tira de vacío reseco. Hay un mostrador corto donde apenas pueden acomodarse tres o cuatro—, o brutalmente sexual—Cuando Valeria, la mujer del farmacéutico Marconi, deja los chicos en el Nuestra Señora, al bajar de la 4, ahí están los barrenderos. Dejan de laburar para mirarla. La calentura con que miran los negros. La calentura con que me coje Alejo. Me gusta que me haga el orto. Chorrearlo. Y que nos filme. Le encanta. Pajero—, la violencia es una constante en la novela poblada de seres que se dejan llevar por sus instintos de supervivencia—Y cuando abrió los ojos, empapado, porque Dante era siempre de despertarse empapado, los tenía encima, la piba embarazada, con un bombo de pocos meses y una 22. El pibe, con una 9. Llevaban capuchas, camperas, jeans y zapatillas. Ella le puso el caño bajo el mentón. Se equivocaron, dijo Dante. Soy un seco. Comprendo que necesiten guita si van a ser padres, pero no tengo un mango—, y siempre cuajada de reflexiones—Lo que todos sabemos de todos, como es previsible, siempre es más de lo que sabemos de nosotros mismos. Te diría que para nosotros mismos somos desconocidos. Nos vemos en el espejo al lavarnos la cara en la mañana, cuando enderezamos el retrovisor o de refilón mientras pasamos frente a una vidriera, pero quienes vemos no somos nosotros.
La variedad textual de Cámara Gesell es asombrosa; el esfuerzo estilístico de su autor, encomiable. Incluye esta novela coral noticias de prensa, anuncios terapéuticos, monólogos interiores, acción sangrienta, diálogos certeros y realistas, todos ellos escritos en una prosa que fluye sin apenas adjetivaciones y salpimentada de argentinismos. Salta Guillermo Saccomanno de la primera persona y la tercera a la siempre difícil segunda que tiene la virtud de implicar al lector en el texto, meterlo en él con voluntad protagónica, y lo hace con soltura y de forma natural, lejos de la artificiosidad.
Frente a la ambición y grandiosidad de Cámara Gesell, que está extraordinariamente bien escrita como todo lo que sale de la cabeza del argentino, me quedo con la mucho menos ambiciosa y más modesta, incluso en páginas, El oficinista. La desmesura de la última novela de Guillermo Saccomanno, que a punto estuvo de perderse porque un ladrón le robó al autor el ordenador a punta de pistola, acaba apabullando a un lector incapaz de aprehender sus muchos personajes y registros de este libro barroco, aunque estos, los personajes, sean meras células que corren por las arterias de la Villa.
Menos muchas veces es más.
Título: Cámara Gesell
Autor: Guillermo Saccomanno
Género: negro
Editorial: Seix Barral, 2013
ISBN: 978-84-322-2025-8
Páginas: 623
Precio: 23 €
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