Canadá, de Richard Ford
Por José Luis Muñoz , 25 marzo, 2014
Editorial Anagrama, 2013. 510 páginas
Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944), con una obra literaria que se circunscribe a siete novelas—Un trozo de mi corazón, La última oportunidad, Incendios, El periodista deportivo, El día de la independencia, Acción de gracias y Canadá—más tres libros de narraciones, es, con toda justicia, uno de los mejores escritores norteamericanos vivos con permiso de John Irving, Dom DeLillo, Philip Roth, Paul Auster, Cormac McCarthy, Joyce Carol Oates, Thomas Pynchon, entre otros, porque la lista de autores magistrales en EE.UU. es interminable.
Canadá, poco más de quinientas páginas adictivas que se leen como un suspiro, que atrapan al lector en cada uno de sus renglones, es una novela mestiza—género negro, retrato de familia, novela de iniciación, narración de carretera, relato costumbrista—en la que Ford maneja magistralmente el punto de vista narrativo: Dell Parsons, un adolescente de familia de clase media, con progenitor exmilitar y madre estricta, cuya vida da un giro de 180 grados a partir del momento en que sus padres, incomprensiblemente—para saldar una deuda y soslayar una amenaza—, deciden atracar un banco y los cogen, claro. Aquel momento—el momento en que anunció que estaba atracando el banco y esgrimió la pistola, en que añadió “que nadie se mueva o disparo”—fue tal vez el momento en que mi padre más disfrutó realmente y más él mismo se sintió (desde que había arrojado una miríada de bombas sobre Japón), cuando experimentó la euforia de estar haciendo al fin lo que llevaba tanto tiempo deseando hacer. Con los padres encarcelados, los caminos de Dell y su hermana gemela Berner se bifurcan. Ella irá a parar a una familia de adopción y él cruzará la frontera para instalarse en Canadá bajo la protección del siniestro Arthur Remlinger. El sonido que emitió la pistola fue pam. No era de gran calibre. Una pistola de mujer; he oído que las llamaban así. No oí gritos ni voces. Mi ventanilla estaba cerrada, y la calefacción funcionando. Pero también hoy los disparos que mataron a Crosley.
Richard Ford domina la trama y la hace ascendente; dibuja a la perfección esa familia en la que se intuye una cierta disfuncionalidad que los hijos tratan de minimizar porque es su familia; mima el detalle, algo que es muy de agradecer en los novelistas norteamericanos famosos por sus exhaustivas descripciones, y crea una serie de personajes fascinantes, además del protagonista narrador, a los que el lector puede sentir hasta cómo respiran por sus páginas gracias a sus precisos retratos físicos. Mildred era una mujer grande, de caderas cuadradas y talante autoritario, con pelo negro, rizado y corto, ojos pequeños, oscuros y penetrantes, labios pintados de rojo y cuello carnoso. Llevaba la cara maquillada con polvos que enmascaraban—aunque no muy bien—la tosquedad de su tez. Novela de acción, sí, de viaje, también, de iniciación, sobre todo, la del joven Dell Parsons privado de la protección paterna a una edad en la que la necesita, y de pérdida de la inocencia. Me había pasado con la palabra “criminal”. Siempre había significado una cosa. Bonnie y Clyde, Al Capone, los Rosemberg. Ahora significaba mis padres.
La prosa de Richard Ford es sencilla y cálida, extraordinariamente ajustada a lo que narra, llena de matices sensoriales: paisajes, interior de las viviendas, olores, luces, el ambiente como elemento narrativo indisociable de lo que se cuenta. Con frases cortas, sin subrayados innecesarios, consigue transmitir al lector el horror de las situaciones con breves y concisas palabras: Y eso fue lo que yo recuerdo más vívidamente: la ligereza de aquel pequeño, extrañó peluquín manchado de sangre. A través de capítulos breves, perfectamente armados y cerrados sobre sí mismos, y diálogos extraordinariamente naturales, el autor de El día de la independencia seduce al lector con todo su artificio narrativo, muy visual, que dar a lugar, sin dudas, a una película, porque su narrativa es mjy cinematográfica.
Una novela extraordinaria Canadá, un pedazo de vida y buena literatura, tierna, emotiva y, a veces, tremendamente dura, sobre el aprendizaje forzoso de la vida cuando falla alguno de sus puntales y del desvalimiento sale uno reforzado si consigue sobrevivir. Uno cree estar leyendo a Charles Dickens—adolescentes, o niños, huérfanos que acaban en manos de personajes oscuros, como le ocurre a Dell Parsons con Arthur Remlinger—en pleno siglo XXI.
Soberbia y recomendable muestra de literatura con mayúsculas.
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