Cataluña, año 0
Por Carlos Almira , 28 octubre, 2017
En la democracia gobierna efectivamente el pueblo. En los sistemas de partidos, representativos, el pueblo sólo elige (o mejor dicho, ratifica) a los que le mandan. Que la democracia sea un sistema político mejor, más justo, más cercano a la razón que el estado de partidos, no es algo evidente, sino que en todo caso, debe ser demostrado, o por lo menos argumentado. No es el propósito de este artículo. Si parto de esta distinción es porque, para intentar definir e interpretar lo que está pasando en Cataluña y en España, en Europa, me parece imprescindible definir primero algunos de los términos claves que se han de utilizar en la discusión, para que ésta sea lo más fructífera posible, y no un diálogo de sordos. Ni en España, ni en Europa, ni si me apuran, en el mundo, existe un solo país donde gobierne realmente el pueblo. No hay pues, democracia. Ni se la espera.
Ahora bien. Si el sistema de partidos, representativo, es como creo, incompatible con el gobierno efectivo del pueblo (pues no pueden mandar a la vez, unos pocos y la mayoría), ¿por qué no se reconoce? ¿Por qué ese afán de pervertir el lenguaje, y no llamar a las cosas por su nombre, al pan pan, y al vino, vino? Creo que aquí, una vez más, puede sernos muy útil y esclarecedora, la Historia.
La necesidad, la urgencia de la democracia como fuente de legitimación del Estado de Partidos, no ha existido siempre. El régimen político basado en una Constitución, una pseudo división de poderes, un parlamento (unicameral o bicameral), elecciones y partidos políticos, primero casi siempre bajo la forma monárquica y después, en algunos casos, republicana, no necesitó legitimarse como «democrático» hasta después de la derrota militar (que no espiritual), del nazismo y del fascismo, en 1945. Tras la Independencia de los EE.UU. y la Revolución Francesa, la fuente de legitimidad del poder pasó de la esfera religiosa a la esfera de la nación. A veces, en algunas constituciones, se habló del pueblo en vez de la nación. Pero en general, durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, los sistemas liberales representativos no necesitaron ni buscaron auto denominarse, violentando el lenguaje, «regímenes democráticos». La democracia no se identificaba, en este imaginario colectivo, con la libertad sino con la anarquía, o incluso con el período del Terror de los jacobinos. El gobierno de los pocos se presentaba como la expresión de la voluntad libre de los individuos, primero de los más ricos y mejor formados, luego, a regañadientes, también de las clases medias y los trabajadores, y por último, de las mujeres; siempre por supuesto, que fueran franceses, españoles, alemanes, es decir, miembros de la propia «nación».
Cuando el modelo liberal del sistema representativo entró en crisis (desde el último tercio del siglo XIX hasta la primera posguerra mundial), surgieron dos nuevas fuentes de legitimación del gobierno de los pocos sobre los muchos, que inmediatamente entraron en feroz competición entre sí: la clase trabajadora y la comunidad nacional. Es decir, el leninismo y el fascismo. Ninguna de las dos, obviamente, podía desembocar, de un modo evolutivo, en el gobierno efectivo de la mayoría, es decir, en la democracia, como tampoco había podido hacerlo la voluntad libre de los individuos, es decir, el modelo liberal anterior.
1945 no fue el triunfo de la democracia sobre el fascismo, sino el triunfo (fundamentalmente militar), de los regímenes basados en estas dos fuentes de legitimidad: la clase obrera y la voluntad de los individuos, sobre los regímenes basados en la fuente de legitimidad comunitario-nacional. Como es bien sabido, aún antes de que callaran las armas, los dos modelos vencedores entraron en «guerra» entre sí.
Y aquí viene lo importante: el modelo liberal comprendió que no podía permitirse una nueva crisis, como la que había dado lugar en tantos países (pero no en todos), a su desbordamiento leninista o fascista. La única forma de conjurarla, en el plano ideológico (en el plano económico fue el Plan Marshall y el llamado Estado del Bienestar), era ensanchar su discurso legitimador, incorporando al individualismo liberal el obrerismo en su versión social-demócrata. Pero como no se podía decir en EE.UU. ni en Europa occidental, que el gobierno de los pocos sobre los muchos era el gobierno de los trabajadores, se recurrió al término «pueblo», mucho más ambiguo y transversal. Es decir, a la ilusión del gobierno del pueblo, osea, a la democracia.
Ahora imagínese en este momento, el escenario siguiente: imagínese un país cualquiera de la Unión Europea, donde las instituciones que se reclaman legitimadas para ejercer el gobierno, son ocupadas por unos pocos, usando del poder coercitivo del Estado, unos pocos a quienes no ha elegido nadie a tal efecto. Quedan las Leyes, claro, pero ¿y el famoso mandato popular? Imagínese a un señor, a un pequeño grupo de señores (y señoras), que disuelven un parlamento y destituyen a un gobierno, con la Ley en la mano y con todas las razones que se quiera, pero, de momento, sin ningún mandato popular que los justifique. Si esta situación, que es de hecho un estado de excepción, se prolonga en el tiempo, ¿qué resultará? Que el gobierno de los pocos se ha quedado desnudo, como el emperador del cuento infantil. Desnudo delante de todos nosotros.
Pues, hoy por hoy, el gobierno del señor Rajoy y sus aliados parlamentarios, no podrán decir que actúan en nombre de Dios, como los Reyes Absolutos del Antiguo Régimen; ni de la voluntad libre de un grupo de individuos específico, de la sociedad, como los regímenes liberales anteriores a 1945; ni de la clase trabajadora, como Lenin; ni de la comunidad nacional del pueblo, como Musolini o Hitler; ni del «pueblo», como los Estados de Partidos en occidente, posteriores a 1945. ¿De quién, entonces?
De ahí la urgencia de las elecciones autonómicas en Cataluña. El Emperador no puede estar mucho tiempo desnudo. Y la gente necesita de la ilusión, de la democracia, para vivir. Necesita de la extraña convicción de que ella misma, se ha congelado las pensiones, se ha bajado los sueldos, ha legislado para facilitar su despido libre, ha bajado los impuestos a las grandes empresas y se los ha subido (impuestos indirectos), a sí misma, en virtud de su sola voluntad soberana.
¡Ah, claro, es por la Economía! Perdón. Padre nuestro que estás en los Cielos, ¿por qué te has olvidado de mí?
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