Ciutat Morta, o qué hacer cuando la justicia imparte injusticia
Por Jordi Junca , 23 enero, 2015
“Ciutat Morta” (Ciudad Muerta) resucita la historia de cómo cinco jóvenes fueron acusados y a la postre declarados culpables de un delito que jamás cometieron. Es también un homenaje a Patricia Heras, uno de los cinco protagonistas que ingresó en prisión y terminó suicidándose. En resumen, un documental que ha ganado diversos galardones y que se retransmitió por primera vez el pasado sábado en la televisión pública. Y, desde entonces, esta historia no ha dejado a nadie indiferente.
4 de febrero de 2006, algo ocurre en la calle Sant Pere Més Baix de Barcelona. Alguien llama a la policía, el ruido es insoportable. Cientos de personas han ocupado un edificio que pertenece al ayuntamiento para celebrar una fiesta. Hay música, alcohol, se oyen gritos. La Guardia Urbana acude al lugar de los hechos con toda celeridad, pero entonces uno de los agentes cae fulminado al suelo. Algo lo ha golpeado, es evidente. Unas grabaciones muestran a los urbanos gritándose los unos a los otros, conminándose a ponerse con toda urgencia el casco. No se ve con claridad qué podría haberlo golpeado. Inesperadamente, ese se convertirá en el quid de la cuestión: de haberse sabido a ciencia cierta desde un principio, tal vez nada de esto hubiera sucedido.
A primera vista, todo parece responder a una macabra sed de venganza. A fin de cuentas, un policía ha resultado malherido y sus compañeros harán lo que sea por encontrar a alguien, sea o no el culpable. Tal vez arrastrados por ese sentimiento, arrestan a tres jóvenes que estuvieron más que nunca en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Dos eran chilenos, el otro argentino. Con las manos esposadas y pegadas a sus espaldas, de repente se ven envueltos por la terrible oscuridad. Y después, entre insultos racistas y burlas, reciben una paliza detrás de otra, primero en la sede de la Urbana en Las Ramblas y más tarde en la comisaría de Les Corts. Nadie les explicaba a aquellos tipos sudamericanos a qué venía todo aquello. A esas alturas, no obstante, la policía ya había decidido que una piedra era la responsable de las heridas de su camarada. Una piedra que, por supuesto, habían lanzado aquellos tres chicos latinos a la vez. ¿Venganza? Quizás hubiera algo más.
Altas horas de la madrugada, la policía acompaña a los presuntos culpables al hospital. Su estado es deplorable. Dicen los propios protagonistas que los demás los miraban con aprensión. Esa noche sintieron por primera vez la sensación de ser el individuo con las lesiones más graves en la sala de espera de urgencias. Uno se preocupa, claro. Después los médicos les guarecen de sus heridas con esa mirada indiferente, quién sabe si intimidados bajo la atenta vigilancia de un urbano. Mientras, algo está ocurriendo ahí fuera. Cuando los acusados vuelven a la negrura del furgón, he aquí la sorpresa: ya no son tres los detenidos, pues ahora son cinco. Con la aparición de esas dos nuevas incorporaciones, la historia da un vuelco.
Alfredo y Patricia venían de un bar del raval, quizás a kilómetros del lugar de los hechos. Entonces sufren un accidente en bicicleta, en el que sus cuerpos quedan considerablemente magullados. Dadas las circunstancias, resuelven que lo mejor será ir al hospital. En efecto, así es como el hecho A confluye con el hecho B. Es en ese punto donde ambas historias, unidas por esa maldita casualidad, se convierten en una sola. Dicen que Patricia es una joven de estética algo oscura, diferente al resto. En uno de los laterales de su cabeza, el pelo dibuja el tablero de un ajedrez. Tal como señala un testimonio que aparece en el documental, un caramelo para los policías: una descripción rápida y sencilla para el posterior reconocimiento. En su móvil hay un mensaje sospechoso. A ella, a Patricia, se la acusa de homicidio. Y ella, como todos los demás, pasará la noche en el calabozo, preguntándose por qué, y cómo, y cuándo.
Después de aquel día fatídico, vinieron juicios y sentencias que jamás tuvieron que celebrarse. A todo esto, la Guardia Urbana mantenía su historia, en la que una piedra golpeaba a su compañero y lo dejaba en estado vegetativo. El tribunal, liderado por una mujer de cuyo nombre no quiero acordarme, entiende que el relato facilitado por la policía es el que tiene validez. No lo duda un instante, incluso se diría que da por hecho que los inculpados mienten. Quizás por su aspecto, quién sabe, o tal vez por su procedencia. Si bien a Alfredo lo absuelven, los demás ingresan en prisión mientras esperan que se celebre el juicio definitivo. Paralelamente, unas inquietantes grabaciones revelan que hay otra versión. El que por aquel entonces era alcalde de Barcelona, deja entrever que existe un informe que cuenta una historia muy diferente. Según ese segundo relato, el objeto causante de todo el embrollo habría sido una maceta, que se habría dejado caer desde lo alto del edificio donde se estaba celebrando la fiesta. Llegados a este punto, permítanme refrescarles la memoria: casualidades de la vida, aquel inmueble pertenecía al ayuntamiento.
Y así, después de cargar durante más de seiscientos días un peso que no les pertenecía, dos de los chicos sudamericanos son liberados. El tercero, Rodrigo Lanza (una de las caras más reconocibles de «Ciutat Morta»), llega a estar entre rejas hasta cinco años. Patricia Heras, por su parte, logra, después de dos años presa, una especie de libertad chapucera que le permite salir al exterior durante el día para volver a estar reclusa por la noche. No podrá soportarlo. Y un día, después de escribir decenas de poemas desgarradores, decide dar el salto. Durante quizás treinta segundos, la pantalla enfoca una ventana flanqueada por cortinas amarillas. Por desgracia, la única salida que encontró Patricia.
Han hecho falta ocho años para saber la verdad o, como dice Jordi Évole, para que la mierda salga a flote. Ello ha sido posible gracias a la colaboración de diversos testimonios, expertos en diferentes campos y los abogados de la defensa, quienes han aglutinado las pruebas suficientes para sostener lo siguiente. En primer lugar, los médicos forenses aseguran que una piedra lanzada desde la calle jamás podría alcanzar la velocidad suficiente para dejar a un ser humano en coma. Por otro lado, una comprometida grabación muestra como el encargado de realizar los informes policiales, allá por el 2006, podría reconocer la existencia de una doble cara de la moneda. Y por si eso no fuera suficiente, dos de los policías presentes aquel 4 de febrero, han sido inculpados recientemente por presuntas torturas. Un conjunto de irregularidades que podrían haber sido confirmadas si no fuera por qué los servicios de limpieza arrasaron con todas las pruebas esa misma madrugada y, con ellas, los posibles trozos de cerámica de la maceta que impactó con el desafortunado policía. Permítanme, de nuevo, que les recuerde que el lugar de los hechos pertenecía al ayuntamiento. Y si, lo han adivinado. Es el mismo organismo el que organiza las unidades de limpieza.
Esta es la historia de como una mentira piadosa, una mentira que pretende defender a un estamento, crece de tal forma que asfixia a una mujer hasta la muerte. Es el relato terrorífico de como un sistema permite que alguien se pudra entre cuatro paredes putrefactas, aun a sabiendas de que no fue suyo el error. La constatación de que, al parecer, y espero equivocarme, vivimos en un mundo donde la ley encaja mejor con el artificio bien construido que con la verdad. En definitiva, un mundo donde unos muchos pagan los errores y los caprichos de unos pocos.
¿Qué hacer cuando la justicia imparte injusticia? Supongo que siempre nos quedará rezar.
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