Clasificar, fragmentar, destruir el Ser
Por Eduardo Zeind Palafox , 28 enero, 2016
Por Eduardo Zeind Palafox
Detrás de la tradicional clasificación del Derecho hay una definición del hombre, a saber: ente vivo, civilizado, peculiar, capaz de ser dueño de cosas y de adquirirlas. Es, usando palabras de la clásica filosofía, alguien con vida privada, cartesiana, “subjetiva”, y con vida pública, aristotélica, “objetiva”. De la subjetividad emergen las facultades y de la objetividad las garantías. Hay, véase, un lugar donde estar, donde podemos ser.
Penetremos velozmente ese sitio, que parece espacio vacío, siendo en verdad espacio ideológico, recordando al maestro Althusser.
Tres ramas posee el Derecho Subjetivo, y son: la pública, la política y la civil. Lo público nos beneficia por el simple existir. Todos tenemos derecho a vivir, a respirar, a expresar nuestros pensamientos, a la “vivencia”, mezcla de experiencia y concepto. Lo político, lo que nos vuelve existencias veracruzanas o sevillanas, cuida nuestras actividades, deja que en México, por ejemplo, seamos laicos, judíos o budistas, que podamos proferir cualquier opinión prohibida en otras tierras. Lo civil, a su vez, resguarda nuestra vida lírica, nuestros gustos, nuestra personalidad, y también nuestras pertenencias y contratos.
Parece que andamos, luego del recorrido palabrero, en la edénica libertad, ilusión que se tambalea en el Derecho Objetivo, que se divide Externo e Interno. El Externo se ramifica en Privado y Público, es decir, trata las relaciones entre naciones y extranjeros (del italiano en Israel, por ejemplo) y entre puras naciones (de las guerras o pláticas entre Alemania y Perú, por ejemplo), respectivamente.
El Interno, por su parte, también se bifurca privada y públicamente. La parte privada versa sobre lo civil y lo mercantil, sobre las acciones realizadas como individuos y como comerciantes. La parte pública, más grande, se clasifica así: constitucional, administrativa, penal, procesal (que es o civil o penal), laboral y agraria. Tales divisiones harán que cualquiera conozca la estructura del país en que vive. ¿No es notoria la angustia por la política y por la economía? ¿Qué injusticias nacen de un conjunto de normas impuestas después, digamos, de que se han distribuido las riquezas y las noblezas?
Toda clasificación es un análisis y todo análisis es un ordenamiento, pintura de un proceso, de un movimiento, de una fuerza. Las fuerzas que ocupan a nuestro pensamiento producen disquisiciones, y luego discursos, ciencias, de las que nacen las filosofías populares, que juntas son, usando palabras poéticas de Borges, un “cristalino laberinto”, lugar del que se huye no usando los ojos, sino las manos. Palpemos dando extensión al asunto, esto es, filosofando vitalmente, orteguianamente.
En su libro España invertebrada sostiene Ortega que las naciones se unifican cuando sus gremios y científicos se especializan sin mirarse airados. Hay salud social, dice, donde el médico reconoce y vitorea la labor del político y la aprovecha y la difunde. Todo esfuerzo, escribe el genial español, crece geométricamente donde hay “elasticidad social”, donde se sabe que los funestos efectos hipocráticos son causados por los maquiavélicos.
¿Pero qué acaece cuando unos profesionales creen ser quid de la sociedad, cuando desdeñan las otras ciencias? Pasa que nacen los “compartimientos estancos”, médicos que hacen del bisturí una espada o políticos que hacen de las palabras medicinas para curar pobrezas. Hacer de las gentes (tolérese el plural literario, idóneo para expresar lo que siento) ciudadanos que sólo “son” cuando tienen, que sólo son tenidos por compatriotas y dueños de vida privada, de alma, cuando poseen títulos y afanes comerciales, es desnaturalizarlos, estancarlos.
Según la clasificación del Derecho vista, que es o quiere ser retrato de la “esencia humana”, nacimos para tener y luego para hacer y para ser. Teniendo se acrecen nuestros derechos, nuestro ser se expande, lo que significa que su tamaño no aumenta de manera autónoma, sino dependiendo de cosas, cosas que nos restan autenticidad. Las cualidades de las cosas que aumentan nuestro ser se transforman, poco a poco, hegelianamente, en nuestras, y al suceder tal metamorfosis nos volvemos, por ser entes compuestos, conceptos vacuos, paralogismos, algo que no puede ser conocido ni por los sentidos, ni por los conceptos, ni por la ciencia.
Ignoro si los marxistas del día han examinado la sutileza comentada, que por ser sutileza opera sin escandalizar.–
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