Crítico y filólogo
Por Eduardo Zeind Palafox , 3 mayo, 2014
Los filólogos del jaez de Dilthey o de Menéndez Pidal escrutan con sus ojos enamorados, que es decir de lince, el léxico de las obras literarias, pues en éste encuentran el desarrollo de las epistemologías nacionales, de las estéticas que representan el sentir de uno u otro pueblo; los críticos de la prosapia de Lugones o de Borges, contrastados, examinan tomos enteros, párrafos yuxtapuestos o pegados con el pegamento de la intención, y todo para determinar la ontología o la armonía de una novela, obra de teatro o madrigal. Los filólogos, véase, inducen, van de la endecha a la tragedia, de la lágrima al diluvio; los críticos, en cambio, deducen, van del himno a lo pastoril, del Etna al ardor del enamorado.
Mas los críticos, si son honestos, poseen erudición filológica, así como los filólogos sinceros adquieren la habilidad de observar paisajes aquende y allende las meras sílabas, morfemas, flexiones y declinaciones. No es bien traer por los cabellos exégesis delicadas, oníricas, sutiles, para detallar los movimientos del alma que un autor hizo al fraguar su obra, y tampoco es saludable achacarle la responsabilidad de una creación a los contornos en los que vivió un poeta. El mucho inducir nos hace racionalistas, cartesianos; el mucho deducir nos hace empiristas, discípulos de Hume. Debe el filólogo probar las palabras que encuentra, probarlas en los hornos que son los libros; y debe, sentenciemos, el crítico descomponer cual alquimista los elementos que componen las obras que interroga.
Últimamente leí el artículo de un afamado economista, de un diletante que se atrevió a decir que García Márquez no es la cumbre de las letras latinoamericanas, sino Borges, dictamen con el que mucho coincido, pues los libros de García Márquez siempre nos dejan un sabor parecido, americano, similar al sabor que deja la obra de Carpentier o de Sarmiento, de José Hernández o de Vargas Llosa, todos lugareños con pretensiones universales. Lejano entre los hombres el buen Borges, cosmopolita, diferentemente llévanos de lo oriental a lo occidental, de lo mágico a lo mítico, de lo lógico y escolástico a lo paradójico y simbólico, si me autoriza el amable lector soltar tan grandes ambigüedades, desusada peculiaridad ésta que hace del argentino un autor superior a los demás y buen ejemplo, si recordamos sus `Prólogos´ y los artículos que hizo para `Sur´, del buen quehacer del crítico agudo e ingenioso, que no se obnubila con fruslerías morfológicas ni se arredra con mamotretos.
En variopintos artículos de Larra hay ideas parecidas a las de Borges, por lo que citaré un preciso texto del romántico clásico que alumbra las tareas del crítico; el texto, elogiando la obra de teatro `Los celos infundados´, de Martínez de la Rosa, afirma de ésta que tiene «un estilo decoroso, un diálogo admirablemente cortado lleno de viveza y donaire, una versificación robusta, un conocimiento extremado de los recursos dramáticos y de los efectos teatrales». ¡Grande elogio de la destreza! Y a renglón seguido dícenos que la urdimbre de la obra revélanos «al filósofo, al crítico, al autor cómico, al poeta, al escritor, en fin, que se presenta en primera línea a exigirnos el aplauso que de derecho le debemos». Sacamos en limpio que el crítico sabrá apuñar con gracejo cada palabra, que conocerá el ardid de la sintaxis, madre del tono, vehículo del sentimiento, siendo éste la materia del arte. Concluyamos, así las cosas, que sólo está autorizado para la crítica el poeta, pues imitar es interpretar, interpretar comprender, y comprender el genio es ser también hombre de genio.
E. Z. P.
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