Cruzando el charco
Por José Luis Muñoz , 5 marzo, 2015
El viaje empieza 12 horas antes de culminarlo, cuando me despierto a las 6 de la mañana, cojo la maleta, después de la rápida ducha, y tomo el metro. Diez minutos en recorrer seis estaciones. En la plaza España, a la carrera, consigo subirme a un Aerobús que carga pasajeros en una isleta frente a un hotel: si llego a saber lo que ocurriría luego ni me molesto en correr y me levanto dos horas más tarde. Treinta y cinco minutos de viaje desde la Gran Vía a la T1 del Prat. Allí, la empleada de American Airlines de facturación me comunica una buena nueva cuando voy a retirar mi tarjeta de embarque: el vuelo lleva un retraso de cuatro horas. Mal tiempo en New York, me dice, para justificarlo, pero mi contacto en la ciudad de los rascacielos, Marc Emerich, me dice que apenas han caído cuatro copos de nieve.
Estar en un aeropuerto es estar en tierra de nadie. Todo el mundo parece en tránsito menos una veintena de vagabundos que han convertido la inmensa T1 en su casa y dormitan en bancos o saledizos. Desayuno café con leche, cruasán y zumo de naranja, consciente de que mi próximo café con leche, mi próximo cruasán y mi próximo zumo de naranja tomados al otro lado del Océano no serán así, Y escribo. Ventajas de llevar el portátil butacas es inhumanacon su modem correspondiente, sin dejar de consultar el panel de salida de vuelos que no se toman la molestia de actualizar. Y almuerzo a eso de las 12 un bocadillo de jamón ibérico y zumo de naranja aprovechando el voucher que me ha dado American Airlines para que la espera sea más soportable.
El AA 067 despega, según los paneles informativos, a las 10,00. Y cuando se superan las 10 ponen como hora de embarque a las 12:30. Y cuando se llega a esa hora de las 12:30 se retrasa una hora más. Y cuando se produce el embarque, se hace de forma inusualmente lenta, como si un retraso de cuatro horas fuera algo normal y asumible por el que ni siquiera hubiera que pedir excusas la compañía. Normal. Los pasajeros estamos acostumbrados a que nos maltraten por sistema, a no rechistar si nuestro vuelo se retrarsa, si perdermos un enlace, si se extravían las maletas, si la comida es sencillamente detestable, si la distancia entre los asientos es inhumana. Así es que embarco a eso de las 13:30 y el Boeing se sitúa en la pista de despegue sobre las 14 mientras yo pìenso, para mis adentros, que la próxima vez cogeré un barco.
Para compensar, el trayecto es balsámico en compañía de unas azafatas norteamericanas que no saben una palabra de español y están ya muy lejos del tópico de las de antaño: guapas, jóvenes y sexys. Una es ligeramente obesa y seca de caracter; la otra es muy simpática, extremadamente delgada, casi anoréxica, y rondando la sesentena o quizá más. Pero ni una sola turbulencia cruzando ese Océano infinito que separa el Viejo del Nuevo Mundo, y sobrevolamos la planicie costera neoyorquina nueve horas más tarde después de haber despegado de Barcelona, cuando es un poco más de las 16:30 hora local con tres grados positivos de temperatura y con todo el territorio a mi alcance visual nevado.
El trámite de aduana es rápido, quizá para compensar la demora del vuelo. Me toca un funcionario oriental que podría ser mi nieto si fuera más simpático. Cuando me pregunta en inglés el motivo de mi viaje yo le contesto que una semana. Su ¿por qué?, seco y con no muy buen acento español, me hace caer en la cuenta y responder turismo. Huellas dactilares de todos los dedos, fotografía y sellado de pasaporte. A la salida, por mucho que la busco, no encuentro la compañía Shutter que me había aconsejado coger Mary J., así es que tomo uno de los muchos taxis amarillos legales, tras rechazar la oferta de los ilegales, que esperan en ordenada fila a los pasajeros. Le doy las señas al conductor, que creo que es latino, pero me equivoco y me doy cuenta de ello cuando veo que cuelga del espejo retrovisor un abalorio con letras árabes, que le debe de dar suerte, le oigo hablar con un colega en un idioma ininteligible y leo su nombre en la acreditación que cuelga del tabique de vidrio antibalas que me separa de él para salvarle la nuca del disparo de un atracador: Hary Abemasar. Sirio. Pero no hablamos de Siria ni del Estado Islámico. La única palabra que pronuncia él es un Jesús cuando estornudo.
La circulación por la autovía es caótica. Lo que se podría hacer en treinta minutos, a lo sumo, se convierte en el triple, noventa. Los accesos a Nueva York parecen colapsados por un tráfico que se ha multiplicado en esa hora punta en la que los trabajadores vuelven a sus hogares después de ser explotados laboralmente. La nieve cubre los parterres y los tejados de las casas de barrios infames y gigantescos de ciudades dormitorio fronterizas con la Gran Manzana que dejamos atrás. Y por fin, el taxi amarillo emboca la entrada de la isla, cruza el Hudson por un túnel, aparece en Central Station y me deja en la Sexta esquina la 47 porque el tráfico hacia Times Square está aún peor. Marca el contador 52 dólares, pero me cobra 58. No me deja a la puerta del hotel, sino a una manzana de él, y me indica que dé un centenar de pasos por la nieve sucia que cubre la acera y lo veré. No muy confiado, por si alguien que me cobra seis dólares de más me ha tomado el pelo y me ha dejado en el otro extremo de la ciudad, avanzo por la acera tirando de mi troley y respiro aliviado cuando leo el nombre del Night Hotel Times Square, en el centro neurálgico de la ciudad.
¿Un hotel? No lo parece sino una discoteca de moda. La luz es tenue, suena constantemente música ambiente y unos peces tropicales se mueven dentro de enormes peceras que el huésped encuentra una vez salvado el torno de la puerta giratoria. ¿Recepción? Parece no existir. Hay tres mostradores, tipo islas, y detrás de ellos un empleado negro y una latina. Voy a la latina. Le pregunto si sabe español. Afirmativo. Le entrego mi reserva de Booking, el pasaporte y la VISA. Relleno un impreso al tum tum con mis señas personales puesto que con la escasa luz rojiza de discoteca no puedo leer nada. Y la recepcionista me entrega la tarjeta.
La habitación está en el piso 8. El ascensor es lento. También la puerta se abre con lentitud. La habitación 815, que encuentro después de numerosas pesquisas, es pequeña pero tiene una cama grande, plasma, una mesa de escritorio y una pequeña ventana por donde entra la luz y el bullicio del vecino Times Square. Hago ya mi primera foto. Y bajo luego a recepción a esperar a mi amigo neoyorquino Marc Emerich con el que contacto vía mail.
Marc Emerich se presenta al cabo de media hora. Viene de Brooklyn. Hace ocho meses que no le veo y lo encuentro más cambiado, con la cara más afilada y una barba poblada que le cubre medio rostro y le hace parecer más mayor de lo que es: 33 años. Calza botas, lleva ropa deportiva impermeable sobre un forro polar que le compré en Alaska y un gorro de lana le cubre la cabeza.
Lo primero que visitamos, ya de noche y con un frío que corta la cara, es Times Square. La esquina más famosa del mundo brilla como siempre, de forma inusual, con un despilfarro de luz que hace que parezca de día. Hay tipos vestidos de Mickey Mouse, la Pantera Rosa, Superman y Batman que se fotografían a cambio de unos cuantos dólares con los turistas. El tráfico es incesante y de las entrañas del subsuelo emerge ese humo blanco, el vapor de agua de la condensación, que está indisolublemnenbte unido a la ciudad de Nueva York desde que Martin Scorse rodara Taxi Driver. Porque eso es Nueva York, para mí, un gigantesco plató de cine, una ciudad que siemore uno ha visuitado mucho antes en las opantrallas del cine, que no le resulta en nada extraña sino familiar, en la que nada más desembarcar en ella ya eres neoyorquino de pleno derecho. Y como dos neoyorquinos cruzamos Manhattan a buen paso, cogemos el infecto metro lleno, literalmente, de ratas, con andenes que nunca se han restaurado ni limpiado a juzgar por el color negro del suelo y su textura pegadiza, y cogemos uno de esos desvencijados trenes metroipiluitanos que nos desembarcan en Chinatown, el gigantesco barrio de los chinos de Nueva York que lleva tiempo robando territorio a Litaly Italia, cada vez más Litaly.
Marc Emerich me recomieda un restaurante vietnamita. No buscamos mas porque son las 9 PM y el frío arrecia. El restaurante es largo, desangelado, sólo hay tres mesas ocupadas de un total de una veintena, y la iluminación, una ristra de pequeñas bombillas de colores que cruza em diagonal el techo, escasa. A duras penas puedo leer la carta. Finalmente nos decididmos, dado el frío ambiental y para entrar en calor, por dos sopas. Yo de pollo al curry y Marc Emerich de ternera, y ambas con fideos de arroz y huevo. Las raciones no son tamaño oriental sino americano, es decir, XXXL. Dos cuencos gigantescos. Las sopas son excelentes. Pedimos un par de cervezas Hanoi a precio prohibitivo: 4 USD cada una. A la hora de pagar tengo que calcular la engorros propina del 10% que es absolutamente obligatoria ya que con ella el cliente paga el sueldo del camarero.
Regresamos andando al hotel. Marc Emerich me acompaña porque no se fía de mis dotes de orientación. Recuerdo algunas calles de Greengich Village, aunque sea de noche, de mis dos anteriores visitas a la ciudad, y la Washuington Square que bordeamos. El frío se hace difícilmente soportable cuando sopla el viento, y siempre parece que sople discurriendo por esas amplias avenidas sin obstáculos. Tras tres cuartos de hora de caminata yo llego a mi hotel y Marc Emerich coge su metro que lo lleva a Brooklyn.
Estoy cansado de caminar pero no acuso un excesivo jet lag. A la habitación, pese a estar en un octavo piso, sube el rumor de Time Square, su tráfico y el ruido de máquinaria pesada que está haciendo reparaciones o retirando con sus palas la nieve acumulada, mñas el ruido insportable que hacen en la ciudad los camiones de bomberos que suman a la sirena bocinzaos sordos y órdenes marciales gritadas por megafonía, más el resplandor de los neones que hacen que ese rincón de la ciudad sea el más lumínico del mundo.
El cansancio me hace cerrar los ojos y empieza para mí una realidad onírica absurda e irracional en la que viajo de Gotham al pasado, al reino de los muertos. Cojo un avión para cruzar otra vez el charco y entrevistarme con una pareja querida que ya no está, y cuando estoy con ellos recuerdo que he quedado al día siguiente en NY con Marc Emerich en mi hotel a las 3 PM. ¿qué hago al otro lado del charco? ¿Encontraré vuelo en un minuto y llegaré a tiempo a NY antes de la hora de mi cita? ¿Cómo explicarle a Marc Emerich que he regresado a BCN después de una visita fantasma de solo horas a Gotham?
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