Cuando el hombre llegó a la Luna (sin sentimientos)
Por Rafael García del Valle , 22 julio, 2014
La revolución iniciada por Copérnico en el siglo XVI trajo consigo una imagen del mundo que negaba los “hechos obvios» que cualquiera con dos dedos de frente podía reconocer, esto es, que el sol, los planetas y las estrellas se movían sobre una Tierra estática siguiendo el curso de esferas traslúcidas.
Hasta ese momento, todo el pensamiento de la humanidad había estado basado en conceptos del universo confirmados visualmente por unos ojos que miraban a ras de suelo. La revolución copernicana derribó las reconfortantes bóvedas celestes etéricas, que diría Sloterdijk.
Conforme los humanos se acercaban a los aposentos de Dios, un tufillo a aceite para engrasar autómatas invadía el ambiente. La cosa no parecía ir de olimpos ni jardines. No había rastro de los perfumes de rosas y azahar con que cada religión imaginaba su cielo particular. Ni restos del vestido de Afrodita, ni de la corona de la Virgen, ni del lápiz de ojos de Isis ni de la mismísima Satí en persona.
Y aunque durante un tiempo muchos se negaron, acabaron admitiendo que la vida estaba gobernada por un mecanismo de relojería al que no había que dar cuerda, así que, puestos a no haber rastro ni restos, ni huella del relojero.
Luego, hubo poetas románticos que imaginaron a Jesús regresando de los cielos más profundos para verse obligado a declarar solemnemente, y ante una humanidad que aguardaba tensa y expectante frente las puertas de San Pedro, que, tras haber recorrido todas las estancias de palacio era su deber confirmarlo: “Hermanos, somos huérfanos”.
Tras tres siglos de prisas y descubrimientos empíricos y pensamientos racionales, los humanos llegaron a una terrible pero inevitable afirmación, visto lo visto: estaban más solos que la una en un espacio negro compuesto por grises e inertes minerales.
Durante un tiempo, aún hubo esperanzas para los más incrédulos ante las devastadoras afirmaciones de la razón.
Pero llegó el terrible día.
Primero fueron fotos desde globos y luego desde aviones. Vino bien para acostumbrarse.
Finalmente, llegaron los cohetes.
En julio de 1969, tres tipos alcanzaban la Luna y, mientras se hacía un poco el paripé y se decían frases guay para la historia –perdón, Historia—, enviaban una foto que se añadía al “Amanecer de la Tierra” del Apolo 8, tomada en la navidad de 1968, y que confirmaba en términos oculares lo que desde Copérnico se sabía pero no se veía: una Tierra en medio de la más absoluta de las nadas…
Pero la foto por la que se hizo famosa la misión Apolo 8 entre el común fue tomada off schedule, que dicen los que hablan la lengua del Imperio, o sea, que aquello no estaba previsto. La primera foto de su planeta de origen visto desde el espacio no estaba prevista en la agenda de aquella panda que iba a hablar en nombre de la humanidad. Qué cosas…
Todos los instrumentos, cámaras y atención humana de la misión Apolo 8 estaban dirigidos única y exclusivamente al reconocimiento de la superficie de la Luna con el objetivo de preparar el gran salto para la humanidad pero pequeño para el hombre que se daría unos meses después.
Tras haber rodeado el satélite cuatro veces, el astronauta Frank Borman contempló por casualidad, a través de una de las ventanillas de la nave, la salida de la Tierra por el horizonte lunar. Entonces, sucedió algo curioso: surgió la excitación, algo necesario de evitar en una misión de tales características. Borman llamó la atención de sus compañeros para grabar la imagen, así que pidió la cámara, pero éstos no la localizaban, y el giro de la cápsula espacial hacía correr la breve y rápida cuenta atrás por la que aquella visión desaparecería para siempre.
Borman: Oh my God! Look at that picture over there! Here’s the Earth coming up. Wow, is that pretty.
Anders: Hey, don’t take that, it’s not scheduled.
Borman: (laughing) You got a color film, Jim?
Anders: Hand me that roll of color quick, will you…
Lovell: Oh man, that’s great!
Vista primero la foto y pisada después la Luna, la humanidad reprimió la angustia en lo más hondo de lo inconsciente y trató de ser positiva, actitud elevada al rango de obligación moral unas pocas décadas atrás.
¿Qué haces, tú, Tierra, en el cielo?
Dime, ¿qué haces, Silenciosa Tierra?
(Giuseppe Ungaretti)
Los miembros de la misión Apolo 11 afirmaron a su regreso que la Tierra se les antojaba un oasis en el desierto del espacio infinito.
Es cierto que los chicos trataban de ser poéticos, pero no se puede esperar poesía trascendente de unos tipos entrenados para comportarse como computadoras en situaciones extremas donde cualquier salida de madre y/o lagrimón emocional puede acabar con unos cuantos millones de dólares en el susodicho espacio infinito.
Además de sus vidas, claro, que entonces aún no existía la expresión «daños colaterales».
El caso es que, si lo del oasis les salió del corazón o se lo sopló el tal Houston, la cosa se podría traducir como que ahí fuera no había nada que pudiera interesar a los humanos y mejor dedicarse a trabajar por el progreso y tal.
Progreso con conciencia, eso sí, que esto es lo que hay y lo tenemos que cuidar mientras no podamos salir echando pestes de aquí y más tal.
Para cuando el hombre alcanzó a ver el universo desde otra perspectiva, la época ya estaba infectada por el materialismo extremo, por lo que no había lugar para trascendentalismos. Y si los había, serían en su mayoría bastante superficiales, al gusto de los tiempos.
El siglo XX se encargó de potenciar el pensamiento frente al sentimiento, y la sensación frente a la intuición. Es por ello que, junto a la frialdad del comportamiento analítico imperante, la represión del sentimiento provocaría al mismo tiempo un sentimentalismo superficial e infantil, que es lo que se provoca cuando las cosas de la mente no maduran.
Algo bien aprovechado por la industria de la publicidad y los medios de masas con sus bobalicones, pero efectivos, eslóganes; válidos para un roto como para un descosido, tanto para un anuncio de refrescos que reinventa el concepto de felicidad cada dos por tres como para un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad.
Aunque sea un salto hacia ninguna parte. Pero suena bien…
La idead de volar sustituye a la antigua y medieval de “ascender”; La Tierra-aeropuerto, de la que se despega y aterriza, ha ocupado el lugar de la Tierra-viaje al cielo, de la que uno se lanza para no volver a regresar ningún día, tras un último vuelo. La mirada desde fuera no resulta de una trascendencia del alma noética a lo extra y supraterrestre, sino del despliegue de la imaginación físico-técnica, aero y astronáutica, cuyas manifestaciones literarias y cartográficas, por lo demás, precedieron con mucho a las técnicas.
(Sloterdijk, En el mundo interior del capital)
Con todo lo dicho, la visión de una Tierra en el espacio infinito daría pie a discursos ecologistas sobre el cuidado de la madre Gaia y pacifistas sobre la hermandad de sus hijos. Todos ellos se resumirían, muchos años más tarde, en el libro A pale blue dot de Carl Sagan, publicado con motivo de otro acontecimiento: una foto del planeta tomada por la sonda Voyager desde Saturno en 1990.
Esta parece que achantó un poquito más al personal, o al menos se ha usado para más videos sensibleros. Pero bueno, se pasó rápido…
Cuarenta y cinco años después, apenas queda para el recuerdo la constatación del cinismo humano y su gusto por los símbolos superficiales por encima de cualquier otra realidad más profunda. El propio Carl Sagan confiesa su rubor en el libro mencionado cuando reflexiona sobre la placa que quedó en la Luna –y que allí debe seguir, a no ser que alguna criatura traviesa del Área 51 o coleguis sueltos hayan hecho de las suyas—.
Para mí, lo más irónico de ese momento de la historia es la placa firmada por el presidente Richard Nixon que se llevó el Apolo 11 a la Luna. Reza así: «Vinimos en son de paz y en nombre de toda la Humanidad». Mientras Estados Unidos estaba soltando siete megatones y medio de explosivos convencionales sobre naciones pequeñas del sudeste asiático, nos congratulábamos de nuestra humanidad: no íbamos a hacer daño a nadie sobre esa roca sin vida.
(Un punto azul pálido)
Tal y como continúa Sagan, las misiones Apolo respondían únicamente a un solo propósito, el mismo que justificó toda la carrera espacial y por el que se puede comprender la suspensión del programa una vez que se lograron los objetivos perseguidos: la necesidad militar de garantizar la supremacía de uno de los bloques de la Guerra Fría, haciendo ver a las naciones que tuviesen alguna duda que quien puede llevar un cohete con hombres a la Luna puede llevar los que quiera con material destructivo a cualquier parte del globo.
Sólo hay que fijarse en la bandera que representaba a «toda la Humanidad» aquella hermosa noche de julio de 1969, y que allí seguirá también. Aunque visto con perspectiva el asunto, en unas décadas puede que sí que represente a todo ser humano que quede por estos lares…
Viene bien para concluir una referencia al mitólogo Joseph Campbell, quien al respecto de la llegada del hombre a Luna se refiere a la película 2001: una odisea en el espacio como metáfora de la evolución del conocimiento humano.
La aventura empieza con algunas imágenes de una comunidad de simios de hace más o menos un millón de años: un grupo de esos simios homínidos conocidos actualmente por la ciencia como Australopitecus, que gruñen, pelean entre sí y se comportan como cualquier grupo de simios. Sin embargo, entre ellos había uno que en su alma llevaba impreso el potencial de algo mejor; y ese potencial se evidenciaba en su sentido de conocimiento ante lo desconocido, su fascinada curiosidad, llena de deseo de aproximación y de explorar. En la película se sugiere lo anterior en una escena simbólica en la que se le ve sentado, maravillado ante un curioso bloque de piedra que misteriosamente se mantiene erecto en medio del paisaje. Mientras los otros simios continúan con su comportamiento de hombres-simios, absortos en sus problemas económicos (tratando de conseguir comida para sí), disfrute social (buscando piojos en la cabellera de los otros), y actividades políticas (luchando entre sí), este otro, solo y apartado, contempla el bloque, llega hasta él y lo toca lleno de prevención, en un movimiento similar al del primer paso sobre la Luna.
(Los mitos. Su impacto en el mundo actual)
Pero corregiremos a Campbell para adecuarnos al discurso aquí planteado. El primer paso sobre la Luna también fue parte de una actividad política, no de conocimiento puro. Sin embargo, hay un episodio de toda la misión Apolo que sí podría encajar aquí.
Se trata de la famosa metanoia del astronauta del Apolo 14 Edgar Mitchell, quien, como el simio solitario de la peli, se apartó de la tendencia pragmática de sus colegas:
En el espacio, a raíz de la falta de atmósfera, el ojo humano desnudo distingue casi diez veces más estrellas que en la Tierra, y los objetos familiares son también unas diez veces más brillantes: las estrellas y los planetas parecen arder contra la fría negrura. Uno tiene la sensación de ser acunado en el cosmos, en medio del rutilante silencio de la Vía Láctea y de todas las galaxias que están más allá.
(Mitchell, El camino del explorador)
Mitchell no miró a la Tierra, sino al espacio infinito donde los otros no miraron porque sólo imaginaban desierto…
…tuve la certeza de que la naturaleza del universo no era como me la habían enseñado. Mi comprensión de la separación, la individualidad y la relativa independencia de movimiento de esos cuerpos cósmicos se quebró. Brotó, como de un manantial, una idea nueva, acompañada de la sensación de una armonía generalizada, de nuestra interconexión con los cuerpos celestes que rodeaban la nave. Ciertos hechos científicos particulares referentes a la evolución estelar cobraron un nuevo sentido.
Mitchell, que había sido el primer hombre con un título superior en Ciencias que pisaba la Luna, llegó a la Tierra y fundó el Instituto de Ciencias Noéticas, pasándose los años siguientes a su experiencia espacial entre chamanes y zumbados varios, de todo lo cual le regalaría al mundo una peculiar visión del mismo.
Pero esa ya es otra historia.
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