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Cuatro tipos de traducción

Por Eduardo Zeind Palafox , 29 abril, 2018

 

Por Eduardo Zeind Palafox 
@DonPalafox 

Saben mis amigos que joven, padeciendo extravagancias, gasté horas y roí años traduciendo la «Vulgata», con lo que aprendí un poco de latín, que he olvidado. Saben también que la lengua inglesa me parece deleznable, aunque necesaria merced a las piraterías imperiales de los Estados Unidos de Norteamérica, que a todos los sumisos obliga a aprender la lengua de Shakespeare. Saben, además, que la filosofía de Kant, mi dilecto filósofo, me ha hecho aprender rudimentos de alemán, idioma que ha urdido muchos y ciertos discursos filosóficos.

Hoy, luego de traducir algunos textos del Espíritu Santo, de George Orwell y de Immanuel Kant, dispenso lo que pienso sobre el arte de traducir. Novedades para los traductores aquí no habrá. Empiezo. Distingo, por de pronto, cuatro tipos de traducción, a saber: la paidética o enderezada a enseñar, la comprensiva u orientada a penetrar las opiniones enunciadas por algún autor, la comparativista o hecha para parangonar lenguas, y la morbosa, la escogida para volvernos autoridades arrogantes. Explico lo que sobre cada una de ellas humildemente opino.

La traducción paidética, o pedagógica, o didáctica, o como helenamente se quiera decir, pretende transmitir, sobre todo, mensajes. Lo que fue escrito, por ejemplo, en alemán del siglo XVIII,  debe ser entendido por un alemán del siglo actual gracias a eso que los traductores suelen llamar «lengua actual», expresión que pienso representa un paralogismo porque idioma, lengua, lenguaje y habla, es decir, nacional peculiaridad del decir, costumbre regional del decir, decires científicos, técnicos y jergas son anteriores a eso que llamamos «español», «inglés», «hebreo». Pero en otra ocasión meditaré agudamente, si tal puedo, el tema.

Decía yo que transmitir opiniones o mensajes dichos en palabras antiguas exige echar mano de palabras modernas, y todo para evitar la dispersión intelectual. Lo tal se evita, sobre todo, atendiendo la pulcritud del sintagma u oración. Los gramáticos dicen que la oración es el adunar algo con algo dicho sobre ese algo. Luego, si traducimos, por ejemplo, a Hegel con intenciones paidéticas, no nos angustiará reproducir el hegeliano estilo, sino aclarar cada sintagma hegeliano echando mano, por ejemplo, de la lógica, preguntando si tal o cual frase, digamos, señala algo general o particular, o si tal o cual frase afana describir algo palpable o meramente ideal, o si tal o cual frase representa la causa o el efecto de lo posterior o lo anterior, o si tal o cual frase es posible o apodíctica.

Recuerdo que los profesores Evodio Escalante, de México, y Jiménez Redondo, de España, se aporrearon al modo epistolar por culpa de la «Fenomenología del espíritu», de Hegel. Tratemos de ser jueces de tan amena disputa. Jiménez ofreció nueva traducción de esa obra, obra traducida y hecha tradicional por Wenceslao Roces, también traductor de Marx.

Escalante, enfadado, dijo que la traducción de Jiménez era una «versión parafrástica y desglosada» que aminora el «nivel especulativo» del enemigo de Schopenhauer, cuya prosa ostenta «espesuras» «inextricables» que requieren de quien lo traduce «compromisos terminológicos» («La Jornada Semanal», 29 de abril de 2007). Jiménez respondió que traducir no es buscar equivalencias para cada palabra traducida, sino explicarlas, y que la genialidad de Hegel no es sustentada por lo estilístico, sino por el fuerte pensar, y que la misión del traductor es hacer que cualquiera entienda textos de extranjería idiomática, pues traducir, afirma recordando a Heidegger, es permitir que los lectores que ignoran una lengua usen lo que en dicha lengua ignorada ha sido dicho («La jornada Semanal», 3 de mayo de 2007). Por ende, y aplicando lo que tenemos pronunciado al principio, lleva más razón Jiménez que Escalante.

Explico ahora la traducción comprensiva. Ésta afana familiarizarnos con la intencionalidad y con el estilo de algún autor, es decir, nos habilita para leer, por ejemplo, a Hegel o a Shaw y distinguir no lo que ellos dicen de modo general, geométrico, sino lo que dicen desde sus propias, íntimas perspectivas. Lo que más importa, luego, no es la pulcritud sintagmática, sino la semántica, el «nominalismo» de cada literato o filósofo. La semántica, se sabe, en achaques de letras ayuda a interpretar cualquier código mediante el escrutinio de la sintaxis, de la semántica y de la pragmática, o por mejor decir, aclarando las maneras en las que un autor alinea lo que piensa y el significado que da a cada palabra que esgrime y los asuntos que han provocado tal alinear y tal significar.

Ejemplo de ello es la alemana palabra «Gemüt», harto usada por Kant, que puede significar, según cada praxis, asunto o tópico, o «mente» o «psique» o «alma» o «ánimo» o «espíritu». Una cosa es decir paidéticamente «la mente es afectada» y otra decir estilísticamente «la mental afectación». Otro ejemplo lo brinda Emilio Lledó, que al traducir las palabras griegas «kalós kaì agathós», que señalan la excelencia de una persona, dice: «Traduzco esta expresión con una ligera paráfrasis, ya que es imposible abarcar en la traducción más literal la riqueza del campo semántico al que aquí se alude». Lledó, que traduce el «Lisis», de Platón, que es texto literario, sabe que la paráfrasis rompe el estilo, y por eso entrevera nota al pie de página para pedir condescendencia estética.

En suma, y según lo meditando, lo que importa en la traducción paidética es el mensaje, la verdad o la opinión puesta en sintagmas, y lo que importa en la comprensiva es el nominalismo, el sistema semiológico que es cada autor. Y según esto, lleva razón Escalante, no Jiménez.

Expliquemos ahora la traducción comparativista. He traducido, a decir verdad, mucho los textos de Kant para comparar el español con el alemán, pues copiosas veces he escuchado que la lengua de Goethe es mejor para filosofar que la lengua de Cervantes. No he hallado, lo confieso, superioridades léxicas o gramaticales alemanas. Lo que he meditado es que hay sentimientos, por ejemplo, que sólo se padecen en climas del norte de Europa y otros que sólo se padecen en Andalucía, y que tales especificidades causan palabras originales, propias, que no son menester en otros sitios. Hay lenguas, así, que son mejores para expresar el calor porque han sido hechas en lugares calurosos, y hay otras que son mejores para instruir o construir porque han sido creadas en lugares donde era imperioso pensar lógica, instrumentalmente.

Laques, personaje de Platón, bien lo dice: «(…) de verdad me irrito, al no ser, como ahora, capaz de expresar lo que pienso. Pues creo, para mí, que tengo una idea de lo que es el valor, pero no sé cómo hace un momento se me ha escabullido, de modo que no puedo captarla con mi lenguaje y decir en qué consiste». Traducir para comparar idiomas es comparar capacidades de expresión, lo que nos lleva al «relativismo lingüístico», es decir, a asuntos gramatológicos, o sea, al estudio de los orígenes de las distintas lenguas.

Toda lengua, dice mi amarillo libro de gramática, o idioma, ostenta una morfología o estudio de la estructura de las palabras propias, una sintaxis o modo de acomodar las palabras, y una fonética o manera de hacer sonoros los signos gráficos con que se signan las cosas del mundo. Gran interés causa, por ejemplo, saber por Dámaso Alonso que nuestra castellana literatura no se originó, como se creyó antaño, en la épica, en heroicidades masculinas, sino en la lírica femenina, en las jarchas mozárabes. ¿Nuestra lengua, luego, en general expresa mejor que la inglesa o la alemana los estados de la conciencia, que es «tiempo», el «intuir a nosotros mismos», a decir de Kant?

Dice Shaw, por su lado, que la lengua inglesa es oscura, o mejor dicho, «ruidosa» para todo el mundo, hasta para los mismos ingleses. ¿Fue, luego, la lengua inglesa creada en ambientes silenciosos, es decir, donde los delicados matices fónicos de los parlantes podían ser percibidos? Tal vez los lingüistas, al leer mis conjeturas, burlescos sonreirán. ¡Sonrían, que también yo sonrío porque lingüistas, filósofos analíticos y kantianos prestigiados, ante tales cuestiones por mí presentadas a través de correos y encuestas, no han podido fijar verdad alguna!

No explicaré, sino hablaré con laxitud de la traducción morbosa. Muchos académicos, veo, dedican la vida al estudio, digamos, de Kant, de Cervantes, de Kafka, de Dante, y ante tamaño sacrificio pienso lo que Sócrates con Ión: que en filosofía y letras lo de fuste no es tanto el estilo y la intencionalidad de los autores como las verdades que emiten. Ión, se recordará, gustaba de hablar de Homero, pero no de Hesíodo. Los temas bélicos, en boca de Homero, extasiaban a Ión, pero puestos en boca de Hesíodo lo aburrían. Sócrates afirma que Homero, Hesíodo y cualquier otro bardo hablan de las mismas cosas, y que el entusiasmarse más con Homero que con cualquier otro hombre se debe no al saber técnico o científico, sino a la «fuerza divina». Y quien habla según la «fuerza divina» y no según la consciencia es un hombre «injusto», mentiroso, o un hombre «divino», que actúa ignorando lo que hace. Las traducciones guiadas por la «fuerza divina», pienso, acaban en biografías, en descripciones psicológicas, esto es, en sectarismo.

Todo lo escrito, en fin, nos regala la siguiente definición sobre el arte de traducir: reproducir informaciones con precisión mediante notaciones distintas y según la idea de verdad. Reproducir es representar algo, o sea, presentar otra vez algo existente y sin tergiversación. Presentar algo ausente, o representar, nos hace usar alguna de las artes conocidas, como la pintura, la escultura, la música, la lírica, la épica, el drama, etcétera. Tales artes son capaces de representar, claro es, los consensos sociales. Imposible es que alguien simple, sólo angustiado por la vanidad, entienda a Shakespeare vertido al español, al portugués, etcétera.

La información es un conjunto de nomenclaturas, descripciones y narraciones que nos permiten reconocer objetos, enjuiciarlos y raciocinar. No es información un conjunto de términos genéricos, de cualidades abigarradas y de accidentes. Información es, en suma, una taxonomía de formas perdurables. ¿Qué es la precisión? Es hacer algo con mesura y con control, es decir, es hacer algo que se ha conocido, al menos, parcialmente. Lo sorprendente, lo nuevo, lo inaudito, nos obliga a tantear, a improvisar, o dicho en jerga de Espronceda, turba bríos con recelosas previsiones. Mesura y control crean reglas, postulados, parámetros, eso que llamamos método.

Toda notación es producto del querer captar objetos gráfica o fonéticamente. Las huellas, las marcas, las señales, los signos, no son notaciones en sí, sino notaciones potenciales o parciales. Toda notación pretende ser adjetival, y está basada en el empirismo, en lo que puede verse, oírse, o verse y oírse con la imaginación. Verdad es aquello que siempre es, es decir, lo apodíctico, lo no contingente o que a veces es o no es. Toda verdad, desde Aristóteles, es vista como la fusión de lo general, de lo esencial, de lo propio y de lo accidental, como una serie de informaciones que posibilitan los experimentos mentales.

La traducción morbosa desdeña la verdad, la precisión y la información real y atiende el mero placer de reproducir y de notar. La traducción comparativista atiende todas las partes de la definición que sobre la traducción produjimos, pero jerarquizándola así: lo más turgente es la notación, luego la reproducción y después la precisión, la información y la verdad. La traducción paidética también acata todas las partes de la definición dispensada, pero jerarquizándola así: primero la verdad, después la información y luego la reproducción, la precisión y la notación. Jiménez, sentenciamos, sobre Escalante triunfó.-


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