De debates y otros debacles (y II)
Por Emilio Calle , 24 abril, 2019
Bueno, se acabaron los debates. Bienvenidos a la debacle.
Quizás lo más llamativo de este segundo y definitivo round fue que, más allá de que todos acabaron por abanicarse los egos asegurando ser los vencedores, por una vez no se puede hablar de un ganador claro, pero sí de un perdedor que sufrió una derrota sin paliativos.
Era de esperar que Pedro Sánchez tirase de su manual para salir lo más ileso posible del furioso ataque en cadena que le habían preparado. Con el tono empapado de encuestas favorables, sus intervenciones aportaron algo de claridad, aunque tampoco mucha, a la turbiedad y el desprecio con los que todas las formaciones explican sus proyectos políticos. Pero cuando buscó el efecto, cuando aireó libros de Abascal (de nuevo tan presente desde su ausencia) o trató de denunciar en un momento y en un lugar poco apropiado, y de un modo nada riguroso, la existencia de listas negras en Andalucía con los nombres de aquellos que trabajan ayudando a las mujeres que sufren violencia de género, se resquebrajaba su talante de estadista, y a esas edades volver al patio del colegio no resulta del todo presentable, por muchos berrinches que se lleve Rivera. Es de suponer su alivio al comprobar, a medida que se desarrollaba el debate, y aunque todos arremetían contra él, que los golpes no hacían mella, a veces incluso al contrario, y sin necesidad de esquiva era el que lanzaba la pulla el mismo que se la terminaba clavando. Curiosa paradoja. Algunos eran tan enemigos que acabaron siendo aliados.
Resultó claro que Pablo Casado aun se atrincheró más en un conjunto de frases que repitió antes del debate, durante el mismo, e incluso después del final. Las mismas, vamos, hasta respetando las comas. Con las anteojeras mucho mejor colocadas, sus asesores lograron que no se colara en demasiadas zonas pantanosas, e incluso fulminó a Rivera sin miramiento alguno porque además de combatir contra el golpista de Sánchez, hay una batalla por dirimir. Casado, líder de la oposición, aspira al mismo cargo vitalicio a la hora de representar a la derecha. Tiró de cartulinas, se erigió como el gran adalid de las mujeres en este país, reitero que bajar los impuestos es la mejor manera de recaudar dinero para las arcas del estado (y no para sus arcadas), utilizó todo su rosario de sonrisas prefabricadas y apeló a las nuevas afinidades electivas de los anti demócratas en su recién estrenada cruzada de unir a las derechas, que por lo visto las hay a pares.
Más allá de estar o no de acuerdo con sus propuestas, creo que la gran mayoría de los espectadores agradeció el tono empleado por Pablo Iglesias para desgranar sus respuestas. Por momentos tan efectivo que, mire usted qué cosas, fue el único capaz de llamar al orden a sus contendientes cuando se revolcaban por el fango (algo que debieron hacer Vicente Vallés y Ana Pastor, la cual tan solo aclaraba que si varios hablan a la vez, no se entiende lo que se dice, puro Barrio Sésamo), y hacerse eco de la vergüenza común que aireaba ese lamentable e interminable debate, que no ocultaba su reclamo para indecisos.
Pero allí estaba Alberto Albert Rivera para elevar el show hasta alturas inesperadas. Ha nacido un cómico. No era un candidato. Era un polvorín. Y estalló. Tras su absurdo espectáculo, parece que su vida política puede quedar drásticamente reducida. Pero desde aquí se hace la propuesta de que siga acudiendo a los debates siempre que se produzcan, aunque ni su partido exista. Nada de un cameo. Invitado especial en todos y cada uno de ellos. Porque cuando el circo de Ciudadanos está en la pista central, ay, las sorpresas están garantizadas. Rivera se superó en cada minuto del debate, un irresistible “más difícil todavía” que coronó, en su minuto de oro final, con una semblanza muy personal de su propia biografía, verdadero folletín lacrimógeno que, bien hubiera podido servir a Dickens para rompernos los corazones de no haber venido precedida de tan histéricos aspavientos como los que nos ofreció: por interrumpir, incluso se interrumpía a sí mismo; de nuevo colocó otra foto enmarcada (el por qué usar una tan pequeña en vez de un póster continúa siendo un misterio) en su atril, una foto de una diputada socialista con Otegui, al cual suponemos más que encantado de que Rivera le promocione y haga campaña por él a viva voz en horario de máxima audiencia durante un debate electoral entre los que se disputan la presidencia; le regaló a Pedro Sánchez un ejemplar de la tesis escrita precisamente por Pedro Sánchez (insinuó que no la había leído, habrase visto tamaño olvido) y a cambio recibió un libro escrito por Santiago Abascal, que por lo visto sí que Rivera había leído; demostró que su histrionismo no conoce límites y que es incapaz de hilar una sola frase coherente en medio de su vendaval de emociones liberales y liberadas; cual juglar, desplegó un interminable pergamino con los pecados del Partido Socialista, y así estuvo, como el bufón de la corte, aguantando el tipo, manteniendo cuanto pudo esa ridícula imagen, como esperando las risas o los aplausos enlatados que nunca llegaron, hasta que tuvo que volver a enrollar su golpe de efecto, como tendrá que hacer con sus aspiraciones a seguir siendo aspirante. Tanto hablar del silencio y no supo resguardase en él y parecer un hombre de estado, no un hombre en estado de omnisciencia.
Suya fue la ya histórica frase de la noche: “¿Ya ha terminado usted de mentir” Ahora me toca a mí”. Eso sí que es ir de frente.
Ahora todos interpretarán ese segundo duelo para deducir hacía dónde derivarán los votos de los indecisos, si es que los indecisos no se bajan de su indecisión y por ellos las urnas pueden quedarse vacías.
A escasos días de las elecciones, los candidatos suman más incertidumbre a un futuro que no llega.
Y habrá que tener en cuenta que viendo estos debates, los que teníamos nuestro voto ya decidido nos lo replanteemos y pasemos a ingresar en las filas de todos aquellos a los que quizás no les apetezca elegir entre los miembros de este desafinado cuarteto incapaz de alcanzar la más mínima armonía, ni entre propios ni extraños.
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